Usted está aquí: lunes 10 de diciembre de 2007 Opinión El PAN presidencial

Editorial

El PAN presidencial

Con la llegada de Germán Martínez Cázares a la presidencia del Comité Ejecutivo Nacional (CEN) de Acción Nacional ese partido político dio un paso importante en su asimilación de las prácticas tradicionales del priísmo. Constituida sin oposición ni competencia, producto de un dedazo inocultable, la nueva dirigencia partidista, incondicional de Felipe Calderón Hinojosa, aparece como una correa de transmisión entre la Presidencia y el partido en el poder, con lo cual repite la relación que existía entre priístas y su jefe nato: una de las llamadas “reglas no escritas” de un modelo político que, a como puede verse, cambió de logotipo pero no de esencia.

Ciertamente, en algún momento del sexenio antepasado, después de décadas de sometimiento absoluto del PRI a los jefes de Estado en turno, Ernesto Zedillo recurrió a la simulación de la “sana distancia” que hizo pensar a algunos en una ruptura de las reglas tradicionales del sistema de dominación. Posteriormente, durante buena parte del gobierno foxista, Acción Nacional se permitió ciertos juegos de independencia frente a Los Pinos, posibilitados en buena medida por lo que se presentaba como un “cambio” en las maneras de gobernar luego del triunfo electoral panista de 2000.

Pero esa situación resultó pasajera: en 2005, tras el fracaso de Vicente Fox de ungir candidata presidencial a su esposa, el Ejecutivo federal –y mediante él El Yunque– tomó el mando real del partido y colocó en su presidencia a Manuel Espino, inventor de los “peligros para México” y otras campañas de lodo, figura destacada en la degradación de la vida electoral y a quien se ha tenido como enemigo político de Calderón por más que, en los asuntos importantes, hayan actuado al unísono.

Real o supuesta la animadversión entre el duranguense y el michoacano, lo cierto es que el primero se desempeñó invariablemente como el hombre de Fox, hecho que generó pugnas y discordia permanentes en las filas del partido oficial, y fue un constante factor de incomodidad en el primer año de la administración calderonista, de por sí aquejada de un déficit de legitimidad originario.

Es posible que la colocación de Martínez Cázares en la presidencia nacional panista marque un nuevo episodio de la ruptura entre Calderón y su antecesor –otro de los rasgos del viejo sistema presidencialista–, pero para la sociedad es de mayor relevancia la plena resurrección de la facultad “metaconstitucional” del Ejecutivo de controlar a su partido como si fuera una dependencia del gobierno.

Esa facultad, aberrante en la lógica de cualquier democracia moderna, ha resultado clave para muchos propósitos, entre ellos para que el presidente en turno pueda designar a su sucesor o, cuando menos, incidir en forma decisiva para que su favorito resulte electo, como ocurrió el año pasado, según admitió en su momento el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, el cual, sin embargo, no consideró que semejante irregularidad fuera suficiente para anular los comicios o, cuando menos, para disipar las sospechas de una adulteración de los resultados electorales.

En suma, el recambio en la dirigencia panista muestra de manera clara cuán presentes y vigentes siguen estando las “reglas no escritas” de un sistema político que, por desgracia, no se ha conseguido desarticular.

 
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