Usted está aquí: domingo 16 de diciembre de 2007 Opinión Partidocracia

Arnaldo Córdova

Partidocracia

La expresión es un invento de los italianos, allá por los años ochenta del siglo pasado: partitocrazia. En mis viajes a Italia por entonces, yo preguntaba a amigos y conocidos qué era lo que entendían por eso. No hubo uno solo que me diera una definición igual a la de los demás. Recuerdo que uno de ellos planteó, al menos, tres significados: cuando los partidos gobiernan sin consultar a sus bases ni a sus electores; cuando un partido, solo o con aliados, como era el caso de la Democracia Cristiana, impide que otros participen del gobierno; cuando ya nadie, dentro o fuera del Estado democrático, los puede controlar y sus burocracias imponen sus intereses puramente pragmáticos a las demás fuerzas políticas y a la ciudadanía. Es curioso que el término haya aparecido cuando ya todos los partidos, incluidos el Partido Comunista y la Democracia Cristiana, estaban en una crisis que muy pronto se volvió irreversible y todos fueron borrados de la escena.

A mi amigo le desmonté sus pretendidas definiciones con un argumento general y tres particulares. Le hice observar que lo que ellas encerraban no eran más que descripciones genéricas y parciales de lo que hemos conocido a lo largo de la historia como régimen democrático de partidos y que no incluía otras características, por ejemplo, que los partidos son votados por ciudadanos, que cada elección es una consulta al pueblo elector que ratifica o niega su apoyo a los partidos y que, casi en todas partes, las coaliciones están permitidas. La primera argumentación particular fue que yo no conocía un solo partido en el mundo (tal vez se habrá dado algún caso que yo por ignorancia desconozca) que hiciera con regular frecuencia consultas a sus bases (a lo más que llegan es a sus congresos internos que, la mayoría de las veces, dejan mucho que desear como consultas) y, menos aún, a la ciudadanía. Robert Michels (1876-1936), alemán que vivió mucho tiempo en Italia y que fue uno de los primeros grandes teóricos en materia de partidos políticos, llegó a postular que los partidos están regidos por una ley de hierro: cada partido está férreamente controlado por una oligarquía partidista. Un partido, por naturaleza, remató, es una organización antidemocrática. En esencia, yo estoy de acuerdo con esa idea, aunque, como todas las definiciones lapidarias, no sirve para describir con exactitud la realidad política.

La segunda argumentación particular fue que a mí no me parecía que el monopolio prolongado de un partido, por sí solo o en alianza con otros, impidiera a otras grandes fuerzas, aun coaligadas, acceder al poder. Mientras una mayoría de los ciudadanos voten a favor de ese partido o de su coalición, podrá argüirse lo que se quiera, menos que se trata de un dominio antidemocrático. En 1990 un grupo de investigadores, en una obra colectiva, se refirió a los regímenes de Japón, Italia, Suecia e Israel como “democracias anómalas” (uncommon democracies), porque en ellos, siendo democráticos, se impedía que las oposiciones llegaran al poder. Se daba un monopolio del poder, en manos de un partido o de una coalición y, sin embargo, como señalara Rafael Segovia en su prólogo a la edición española del libro, eran democracias innegables. Mientras el ciudadano decida y pueda decidir libremente, no me parece que haya antidemocracia. Por eso deberíamos cuidarnos de no atribuir a la democracia virtudes que no le pertenecen.

La tercera argumentación particular fue que, de darse el caso de que ya nadie, dentro o fuera del Estado, pudiera controlar a los partidos en sus acciones arbitrarias, estábamos ante dos perspectivas: o los partidos daban un golpe de Estado y acababan con la democracia o la hipótesis era totalmente falsa y no podía presentarse de ninguna manera en la realidad. Si los partidos gobiernan a través de sus representantes en el Estado (jefes de gobierno, legisladores, por ejemplo) y son esos, sus representantes, los que ejercen el poder, no podía ser que no pudieran controlar a sus partidos, porque habrían dejado de ser representantes para convertirse en simples figuras decorativas. Si los partidos siguen recurriendo a las elecciones para instalarse en el poder del Estado, entonces la hipótesis es falsa. Mi amigo, desde luego, me dijo que no estaba de acuerdo en nada.

De las definiciones de que he tratado hay algo que concuerda con lo que ahora está de moda decir para hablar de una supuesta partidocracia en México. La idea más socorrida es que los partidos no hacen consultas a la ciudadanía (léase, grupos de interés) e imponen sus fines pragmáticos. Se argumenta, por ejemplo que, en contradicción con la Constitución que, en su artículo 35 (prerrogativas del ciudadano) dicta que todo ciudadano tiene el derecho de votar y ser votado, sin entender su naturaleza, el que sólo los partidos pueden postular a quienes pueden ser votados, se impone, a través del nuevo artículo 41, una partidocracia, que quiere decir algo así como “aquí sólo los partidos se reparten el pastel del poder y los ciudadanos se van al demonio”.

Desde que quedó claro, a lo largo del prolongado proceso de reforma política iniciado en 1977, que los ciudadanos sólo pueden ser votados a través de un partido político y se desechó la idea tan simplista de que cualquier ciudadano por su cuenta puede postularse como candidato, se les ha explicado a sus defensores que hay una hipótesis central en el asunto: si todo ciudadano tiene ese derecho, un absurdo que resulta real es que todos los ciudadanos que integran el padrón electoral se presenten como candidatos “independientes”; podrá decirse que, por absurdo, no es realista. Bien, pero, entonces, ¿hasta dónde se puede fijar la lista de candidatos “independientes” y por cuáles razones? Se dice que los candidatos independientes pueden estar respaldados por un amplio sector de la ciudadanía; pero, entonces, ¿cómo identificar como sujeto jurídico a ese sector? ¿Nada más reuniendo firmas? Hay, además, infinidad de casos de candidatos “independientes” que optan porque los presente un partido. A lo mejor no lo son, pero así se presentan.

La idea de la partidocracia, bandera de los grandes medios de difusión masiva y del Consejo Coordinador Empresarial, aparte unos cuantos más, es tan demagógica y falsa como la idea de la defensa de la libertad de expresión. No pueden entender que la política moderna sólo puede hacerse con partidos políticos y no por la libre, porque entonces no tiene ningún sentido. Creo que el que más se ha esforzado por explicar esto es un hombre sin partido desde hace muchos años, mi querido amigo Pepe Woldenberg. Pero creo que nadie le hace caso. Ya no volveré a pedir a los empresarios que digan a sus abogados que los aconsejen mejor. Después del “oso” impresionante que hicieron los abogados del CCE, al promover un amparo en contra de reformas a la Constitución, ya no me quedan ganas. Los empresarios tienen casi todo el dinero del país y piensan que pueden comprar el poder; ahora los partidos sabrán si se comportan como tales o doblan las manos ante los poderosos y se dejan asustar por el petate del muerto de esa estúpida patraña que se ha dado en llamar partidocracia.

 
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