Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 16 de diciembre de 2007 Num: 667

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Billy Wilder: pasión
por lo grotesco

AUGUSTO ISLA

Recuerdos sobre Mandelstam
ANNA AJMÁTOVA

Después del final de
Harry Potter

VERÓNICA MURGUÍA

Estupefacto en la FIL
JORGE MOCH

Campos en la
Academia Mallarmé

EVODIO ESCALANTE

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA


Directorio
Núm. anteriores
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Campos en la Academia Mallarmé

Evodio Escalante

Recibo con alegría la noticia de que Marco Antonio Campos ha sido designado miembro de la Academia Mallarmé. Escritor multifacético que lo mismo ha cultivado la poesía, el cuento, la novela, la crónica, el ensayo, la entrevista, el aforismo y la crítica literaria, promotor generoso de encuentros culturales, muchos de ellos realizados en la provincia, y merecedor de varios premios literarios tanto nacionales como del extranjero, Campos se encuentra en un momento de radiante madurez. A esta madurez se llega, por supuesto, superando obstáculos y persistiendo en los rigores de un oficio que exige como pocos dedicación y olvido de sí. Muy pronto, en los años de la ardorosa adolescencia, Campos descubrió que su vocación eran las letras, y a ellas se aplicó con todas las fuerzas de su corazón. Las letras trenzadas con la vida, aun a veces a costa de la vida, se podría decir. Siempre que me viene a la mente la imagen de Marco Antonio, recuerdo como si las hubiera leído ayer unas palabras que el fallecido Ernesto Mejía Sánchez le anotó en el prefacio del que habría de ser su primer, juvenil libro de poemas: “este muchacho quiere sufrir; lo conseguirá.” Un libro juvenil pero en el que ya estaba de cuerpo entero el poeta que habría de ser, que es el día de hoy Marco Antonio Campos: un toque de desesperación, o de angustiado nihilismo que ya no lo abandonará le hacía decir entonces: “La poesía no hace nada./ Y yo escribo estas páginas sabiéndolo.”

No bastaba con interpretar el mundo, había que cambiarlo, según el poderoso dictum con el que culminan las famosas “Tesis sobre Feuerbach” de Marx, ante las que ningún joven de la época podía fingir indiferencia a riesgo de olvidar para siempre su conciencia moral. Campos no cambió el mundo pero siguió escribiendo, acaso con la esperanza secreta de equivocarse. El tesón lo ha recompensado. Además de sus textos de creación y de sus antologías temáticas, algunas de ellas sobre la literatura del ‘68, Campos ha rescatado figuras como las de los poetas Manuel José Othón, López Velarde, Manuel Acuña y Eduardo Lizalde. Nezahualcóyotl ha sido el tema de una de sus novelas; uno de sus libros de ensayo indaga en la historia de los cafés en México. Ha paseado mucho por el mundo y ha residido durante años en el extranjero. Salzburgo, Viena, París (el París de Vallejo y de Paul Celan), el Arles de Van Gogh, son algunos de los lugares que le dejaron perdurable huella, sin olvidar Buenos Aires y Santiago de Chile. Este inventario se quedaría incompleto si no incluyéramos los numerosos autores que ha traducido del francés, del alemán, del italiano y del portugués. Muy joven también, Campos descubrió su interés por esas lenguas que son también las de algunos de los escritores que lo marcaron para siempre. Muchos libros ha acumulado ya en este renglón tan indispensable, el de la traducción, y muchos son los escritores que gracias a ello han adquirido vida nueva en nuestro castellano. Baudelaire, Rimbaud, Artaud, Munier, Nelligan, Trakl, Ungaretti, Quasimodo, Drummond de Andrade son los nombres que se desgranan en este rápido inventario. Sólo quiero destacar que la del traductor es quizá la más generosa de las ocupaciones, pues implica dar el tiempo y la vida por la escritura de los otros. Al traducir a Rimbaud, por poner un ejemplo, el traductor desaparece , pues es el lenguaje y el pensamiento del autor trasladado lo único que merece atención. Me parece indudable que el ingreso de Marco Antonio Campos a la Academia Mallarmé , donde ocupará la silla que ocupó en otra época el fallecido Octavio Paz, es un reconocimiento por una parte a la solidez y la variedad de su obra, como, por otra parte, a la dedicación con la que se ha empeñado en volvernos accesibles en nuestra lengua a algunos de los más grandes escritores de todos los tiempos, algunos de ellos, por supuesto, de la lengua francesa.

Quiero agregar, sin embargo, que más allá de su notable trabajo como traductor, Campos se nos aparece como un poeta en el mediodía de su estro, quiero decir, en pleno ejercicio de sus poderes, como lo demuestra su reciente libro de poemas Viernes en Jerusalem (Madrid, Visor, 2005), que mereció en España el Premio Casa de América de Poesía Americana. Autobiográfico y hasta confesional, si nos animamos a emplear esta palabra, ubicado en lo que los españoles llaman la “poesía de la experiencia”, Viernes en Jerusalem nos muestra el recorrido vital del poeta desde su niñez y adolescencia hasta el furioso escepticismo de lo que él llama, sin duda exagerando, sus años crepusculares. Despojado de vana retórica, reincidente en la terminología al grado que los poemas parecen brotar de una conversación al oído de un amigo cercano al que se tiene toda la confianza del mundo, embebido acaso en las lecciones de desnudez que se desprenden del trabajo poético lo mismo de un López Velarde que de un Bonifaz Nuño, este libro de Campos lo ubica como uno de nuestros poetas más sinceros y entrañables. Desencantado de la vanguardia y de los experimentos con el idioma, el poeta opta por una poesía donde pensamiento y sentimiento, donde lucidez y nostalgia están a flor de piel, o mejor dicho, a flor de espléndida cicatriz. Quisiera imaginar que el empujón decisivo para que se le invitara a formar parte de la Academia Mallarmé se debe a este libro que desde ahora hay que contar como uno de los indispensables dentro de nuestro inventario de valores.