Usted está aquí: lunes 17 de diciembre de 2007 Opinión La fiesta en paz

La fiesta en paz

Leonardo Páez
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Flamenco, otra lectura

Bruno Barnetti, aficionado de Turín, tuvo la gentileza de enviar a esta columna la brillante conferencia que ofreció el filósofo e historiador de arte Georges Didi-Huberman (Francia, 1953), titulada Tierra y conmoción o el arte de la grieta, dentro del seminario La noche española. Flamenco, vanguardia y cultura popular, celebrado en la Universidad Internacional de Andalucía.

“En el flamenco, un gesto o una inflexión de la voz se pueden percibir al mismo tiempo como una ‘percusión física muy precisa’ y como una ‘imprecisa repercusión síquica’. Se mezcla violencia y dulzura… Los golpes fuertes y precisos que se dan mientras se baila levantan polvo, como si el suelo, atacado a muerte, exhalara sus últimos suspiros.”

En contraste con quienes sostienen que el flamenco no puede existir sin un paisaje, sin un territorio geográfico y cultural concreto, Didi-Huberman cree que flamenco y cante se basan más en el viaje que en el paisaje, ya que la existencia del flamenco no puede entenderse sin su dimensión gitana, sin su dimensión emigrante y nómada.

A juicio del también profesor en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, “Lejos de ser inamovible e inmodificable, la tierra está compuesta de vestigios y residuos, suciedades acumuladas y cadáveres putrefactos, huellas de destrucciones y memorias sedimentadas…, Si el cante jondo es un canto a la tierra, es ante todo porque es canto de esa misma impureza. El flamenco puede definirse como un arte impuro e híbrido, desde lo sociológico y musicológico, que no sólo provoca que nuestros pensamientos entren en conmoción, sino que también hace que seamos nosotros mismos quienes nos pongamos en emoción y en moción, en movimiento de viaje.

“Por ello en las letras flamencas con frecuencia aparece el motivo de la vida errante, hablando de hombres sin patria que recorren resignados tierras extranjeras o que ya ni siquiera controlan hacia donde dirigen sus pasos. Este caminante sin patria y sin rumbo sólo se detiene cuando, al morir, es enterrado y su cuerpo se mezcla con los residuos e impurezas del subsuelo. Antes de sumergirse en la profundidad de la tierra intenta conjurar la caída a través del cante y del baile, del salto desesperado que trata de burlar inútilmente la ley de la gravedad.

“El flamenco es un arte errante, puro devenir sin medida, auténtico volverse loco que nunca se detiene. Un arte de grietas, de chalados, un cante de la tierra amasado con paradojas que mezcla alegría y angustia, violencia y dulzura, voluptuosidad y contención. El bailaor jondo salta para golpear mejor el suelo, para abrir grietas en una tierra que sabe acabará devorándole.

“No camina sobre ella sino que danza con ella, utilizándola como pareja de baile y superficie de percusión. La dimensión dionisiaca del flamenco –que entiende la fiesta como un ‘perder la cabeza’– no está lejos de esa forma demoniaca de la existencia que la sociedad ha exorcizado bajo el concepto genérico de locura…”

 
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