18 de diciembre de 2007     Número 3

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


Promesas y realidades

  • Los productores impotentes frente a la apertura
  • En duda los presuntos beneficios al consumidor


Rita Schwentesius Rindermann
y Manuel Ángel Gómez Cruz

“Peso mosca contra peso completo”. Ésta fue la frase con que el CIESTAAM de la Universidad Autónoma Chapingo (UACh) calificó la relación México-Estados Unidos en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) desde su negociación y firma en 1993, y que al paso de casi 14 años, con la liberalización total a punto de suceder, se confirma con creces: un nocaut para los agricultores mexicanos.

Más allá de las evidentes asimetrías en recursos naturales, tecnológicos, presupuestarios, financieros, organizativos, etcétera, que polarizan al agro de estos dos países, la negociación del TLCAN fue mal hecha. Mientras Canadá, que ya venía con una experiencia de asociación con Estados Unidos, excluyó 103 fracciones arancelarias para proteger sus alimentos estratégicos (lácteos y avícolas, fundamentalmente), México se abrió de capa y ofreció todo en el capítulo agropecuario, si bien es cierto que –infructuosamente en los hechos– acordó “protecciones” con los periodos más largos de desgravación y esquemas de cupos-arancel para maíz, frijol, leche en polvo y azúcar.

Después de un “marcaje personal” que el Centro de Investigaciones y Estudios Sociales y Tecnológicos de la Agroindustria y la Agricultura Mundial (CIESTAAM) ha realizado sobre el TLCAN, ahora toca comparar las promesas que el gobierno ofreció para el agro nacional, y la situación de facto.

Sólo falacias. Textos oficiales de 1993 de las secretarías de Agricultura y Comercio (hoy Economía) señalaron que los objetivos del TLCAN serían, entre otros: fortalecer la competitividad y especializar al campo en productos competitivos (léase hortalizas); crear nuevas oportunidades de exportación y empleo; ampliar las posibilidades de crecimiento del agro; elevar el nivel de vida en el medio rural; ofrecer alimentos baratos; impedir barreras sanitarias injustificadas. Nada se cumplió.

En recientes declaraciones, el transexenal subsecretario de Agricultura, Francisco López Tostado, afirmó que sólo 6 por ciento de los productores es altamente tecnificado y otro 18 por ciento está en transición de serlo. Por tanto, el resto, 76 por ciento –que son los de autoconsumo y subsistencia– no son competitivos. Porcentajes que contrastan con los que se mencionaban cuando se negoció el TLCAN: 25 competitivos, 25 en transición y 50 por ciento incapaces de enfrentar la apertura comercial.

Asimismo, la idea que varios funcionarios siguen mencionando como panacea, de que México debe reconvertir masivamente sus tierras a productos de mayor valor, se ha quedado en simple ilusión. Igual que en 1993 y que en años previos, las frutas y hortalizas cubren sólo unos 2 millones de hectáreas, mientras que los granos básicos –con precios históricamente deprimidos, con excepciones como 1995 y hoy día en que el auge de agrocombustibles los impulsa– se cultivan en un promedio de 9.5 millones de hectáreas. El conocimiento de los mercados internacionales, en particular del estadunidense, hace evidente a los productores que ampliar, aunque sea un poco, el área hortofrutícola, implicaría derrumbe de precios, saturación de oferta.

Es por ello que Sinaloa se ha estancado en sus exportaciones a Estados Unidos. Antes del TLCAN envió 704 mil toneladas al extranjero y en el ciclo 2004/05 fueron 717 mil, o sea, la estrella en la exportación de productos, frutas y hortalizas, no ha ganado nada con el libre comercio.

En cuanto a competitividad, sabemos que la economía mexicana en su conjunto ocupa el lugar 55 de 80 países, y en el caso del agro los niveles de competitividad (que consideran conocimiento, productividad laboral, valor agregado) se han mantenido constantes y deprimidos desde la firma del TLCAN. De hecho, la capacidad de competencia internacional fue perdida por el agro mexicano desde finales de los años 70, cuando ya venían en picada.

¿Qué decir de las condiciones sociales? Datos de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social muestran que en 1991 el número de productores y trabajadores en el campo era de 9 millones 943 mil personas (de ellos 5 millones 527 mil eran trabajadores); para 2006 el total cayó en ¡50 por ciento!, a 4 millones 960 mil (2 millones 728 mil de los cuales son trabajadores).

Es evidente que los ingresos cayeron. Una gráfica armada con los precios al productor de maíz con Procampo incluido, de 1980 a 2006, parece un tobogán, con la salvedad de una recuperación en 2006 (por el repunte internacional de cotizaciones del grano). En 1993 estos precios sumaban casi 800 pesos por tonelada (con precios de 1994); en 2005 rondaron los 470 y en 2006, casi alcanzaron los 600.

Los términos de intercambio muestran el porqué de la depreciación del maíz y evidencian también que el consumidor no se ha beneficiado. Entre enero de 1994 y el 31 de diciembre de 2006, el precio al productor del cereal se elevó en 277 por ciento y el ingreso agrícola en general creció en 334 por ciento; en contraste, el costo de insumos para el campo se encareció en 450 por ciento y el precio de la tortilla subió en 739 por ciento. ¿Dónde quedaron los alimentos baratos para el pueblo?

Como colofón, y para sustentar la idea de que fue infructuosa –o ¿deliberadamente malintencionada?– la negociación de “protecciones” para productos estratégicos, simplemente mencionamos que las importaciones “extra cupo” que autorizó el gobierno federal entre 1994 y 2006 entraron libres de arancel (contraviniendo lo negociado) y con ello la pérdida fiscal acumulada suma más de 2 mil 972 millones de dólares sólo en el caso del maíz (alrededor de dos años del presupuesto de Procampo, el principal programa de apoyos al agro en México).

Ante la situación descrita, es urgente que la política agrícola (Secretaría de Agricultura) y la de apertura a ultranza (Secretaría de Economía) se reformen radicalmente: lo que México y su campo necesitan es un cambio de paradigma: en vez de fomentar las exportaciones, deben instrumentarse mecanismos de control de las importaciones efectivos y políticas de fomento incluyentes que estimulen la producción y el consumo locales, para ahorrar costos y horas de transporte que podrían hacer frente al problema de los altos precios de los energéticos y ante el cambio climático; además, se fomentaría la creación de empleos.

Catedráticos del CIESTAAM-UACh
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