Usted está aquí: miércoles 19 de diciembre de 2007 Cultura Isocronías

Isocronías

Ricardo Yáñez

Semillas en el camino

Hay, decía Unamuno, los que se lucen y no alumbran. Y alumbrar, eso no lo decía, tiene dos sentidos: iluminar, dar nacimiento a. Hay también los que sin lucirse lucen, pero tampoco, o no del todo alumbran. Cerca están de lo decorativo, del confort, de lo deseable no indispensabilísimo. Del orden agradable. Dar hasta que duela, proponía Teresa de Calcuta; no sé si estemos cabalmente de acuerdo con ella, pero alumbrar algo de eso conlleva.

¿Por qué el temor en los talleres?, me preguntaba alguien. ¿Por qué el temor a la poesía, a la poesía en uno mismo?, sería la pregunta, contesté. No dar con ella (en palabras –porque de que ella da con nosotros, de muchos modos, duda no hay–) desespera; dar con ella, aniquila.

La mala poesía desgasta, la buena chinga, he dicho en otra ocasión. Pero la mala poesía desgasta sólo en cuanto no la leamos como malograda, como intento no bien resuelto de transmitir, más que de alcanzar, (la) poesía. Y la buena chinga o, aunque de todos modos chinga, fortalece.

¿No son a la vez inquietantes (una más que otra) y complementarias las siguientes frases de Sainte-Beuve: “Jamás se escriben idilios para los verdaderos pastores” y “… es preciso que se diga del arte: Es verdadero, y que, no obstante, no lo sea”?

En su discurso de ingreso a la Academia Francesa, y acaso tomando en cuenta que se hallaba ante Víctor Hugo, con el cual mediaban al parecer irreductibles distancias, el crítico hizo la siguiente, sensata consideración sobre las generaciones literarias: “No se suceden siempre las generaciones como pasan las cosas en una familia amante y bien ordenada. Llega un momento en que el joven, que hasta entonces parecía seguir la lección de sus predecesores y maestros, se siente seguro de sí mismo. Un relámpago le deslumbra, un rayo le ilumina, y se emancipa bruscamente y hasta se vuelve con frecuencia contra los más próximos: de ahí esas discordias, esos extravíos, y quizá también algunas novedades adquiridas y añadidas penosamente a la herencia de los antiguos. Pues todas esas discordias domésticas y esas guerras civiles no impiden, señores, y todo viene a probarlo, que los verdaderos letrados, y entiendo por éstos quienes aman las letras por sí mismas, no sean, una vez que ha cesado la rebelión, de una misma ciudad, de una misma familia, y que el bien adquirido por unos y por otros no componga finalmente el tesoro común”.

Para no salirnos demasiado de época, y volviendo a Unamuno, en su mismo Cómo se hace una novela: “Judit Sidoli, escribiendo a su José Mazzini, le hablaba… de ‘trabajo por necesidad material de obra, por vanidad’”.

Uno será muy dueño de su vida, pero no es muy dueño de su poesía.

En algún momento del libro citado, don Miguel dice (¿o, debido a que no localizo la cita, lo interpreto con excesiva liberalidad?) que si el novelista supiera lo que escribe no escribiría novelas. Lo que sí es que en algún lugar anota: “… que la conservación del universo es, según los teólogos, una creación continua”.

[La hallé: “Los mejores novelistas no saben lo que han puesto en sus novelas”.]

 
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