Usted está aquí: jueves 20 de diciembre de 2007 Sociedad y Justicia La norma penal debe imponer respeto sin infundir terror: Sergio García Ramírez

En una democracia verdadera es preciso utilizar primeramente recursos no punitivos

La norma penal debe imponer respeto sin infundir terror: Sergio García Ramírez

El jurista es autor de un estudio introductorio a la evaluación de la CNDH sobre prisiones

Víctor Ballinas

El presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, Sergio García Ramírez, miembro del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, sostiene que “el orden penal constituye el espacio crítico de los derechos humanos. Cuando prevalece el autoritarismo y manda la irracionalidad, que a veces se alimenta con el candor de las buenas conciencias, el orden penal es frondoso, exuberante”.

En el estudio introductorio del Diagnóstico Nacional de Supervisión Penitenciaria, Derechos Humanos de los Reclusos en México, editado por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), García Ramírez subraya que “se echa mano del orden penal como instrumento non de control social. Sale a todas las calles y ocupa todas las plazas. Vigila las conductas y las conciencias. Es intenso y extenso, desmesurado. Factura las leyes y exacerba las amenazas y los castigos”.

El estudioso del sistema penitenciario mexicano, prestigiado jurista, que ha sido juez y fiscal, subraya que el sistema penal “se halla en alerta perpetua, colmando la primera fila del control, abundante en iniciativas y pródigo en represiones. En suma se ‘gobierna con el Código Penal en la mano’. Sabemos de esas tentaciones, que abundan en viejos y nuevos programas de reformas”.

En su estudio introductorio Prisiones, Prisioneros y Derechos Humanos, que da marco al diagnóstico nacional de supervisión penitenciaria, elaborado por la CNDH, refiere acerca de la reforma penal que se discute en el Congreso: “como se gobierna con el Código Penal en la mano, por supuesto, primero caen los infractores, o los sospechosos, malencarados; luego caen los criminales, y al cabo de la primera fiera llega el turno a los diferentes, disidentes, discrepantes; ahí vamos todos”.

García Ramírez agrega que otra cosa sucede cuando prevalece la verdadera democracia; “no me refiero, por supuesto al cómputo electoral –una democracia indispensable, pero también simplista, somera, insuficiente–, sino al proyecto moral de nación, al sistema de vida, que rezaga la reacción penal, confinada como último remedio, y exalta otras fórmulas, muy numerosas, de orientación de la conducta”.

El investigador subraya en su estudio que en este caso “campea el derecho penal mínimo, llamado de último recurso, porque hay otros antes, de los que debemos echar mano: políticos, económicos, sociales, pedagógicos, éticos; en suma, recursos no punitivos que ponen orden sin infundir terror”.

Sostiene que los autoritarios de siempre “procuran regímenes penales de excepción, en los que naufraguen los derechos y se retraigan las garantías. La democracia, en cambio, sabe de su firmeza y opera con ella: mano recia y legítima”.

Luego García Ramírez explica: por todo ello “se entiende que las grandes revoluciones hayan puesto los ojos en el sistema penal con mirada demoledora. Por dos motivos al menos se explica –y justifica– la aversión de los revolucionarios: por una parte, los vicios y atropellos que caracterizan al sistema penal, en sí mismo; por la otra, su gestión en favor del orden impugnado, aborrecido. Instrumento del despotismo, debe caer con el régimen que lo produjo y al que sirve con diligencia, fiel a su origen”.

Más adelante subraya que “la ley penal pone de manifiesto el carácter liberal o autoritario de una sociedad; revela el rumbo que se quiere instituir en la nación”.

 
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