Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 23 de diciembre de 2007 Num: 668

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

De Cervantes a Gelman
RODOLFO ALONSO

El peligro de la noche
KOSTAS STERIÓPOULOS

Noticias de Mittelamérica
CLAUDIO MAGRIS

Horacio Quiroga: a setenta años de su muerte
ALEJANDRO MICHELENA

Las Malvinas y la pretensión polar
GABRIEL COCIMANO

Leer

Columnas:
Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
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Noticias de Mittelamérica*

Claudio Magris

I

“Desastre, desastre, desastre.” Quien definió de esta manera a la guerra en Irak no fue la izquierda radical ni los globalifóbicos, sino Donald Trump –en una entrevista que le concedió a CNN, y que yo veo por televisión en Georgetown, Estados Unidos–, pontífice de esos reality shows que constituyen el templo de Estado Unidos mediático y ultracapitalista, del que Bush se siente su líder carismático cuando, por el contrario, él ha sido el entrometido saboteador que lo ha llevado a la derrota. Los miembros del partido republicano son, sobre todo, los que descargan más veneno contra la actual presidencia, los más perjudicados en sus perspectivas de futuro gobierno por la insipiencia de la actual administración. Hoy, cómo nos parecen irreales y patéticos los periódicos italianos de las semanas en las que se decidía nuestra participación en la guerra de Irak, que hipócritamente no se quería llamar guerra. Los periódicos de una desvaída derecha –a la que le gusta, de lejos, mostrar una cara feroz–, arremetían, con amenazadora villanía, contra el descontento popular, y acusaban de traidores y desertores a aquellos que se mostraban contrarios o dudaban acerca de nuestra participación en la guerra; a esta derecha la ayudaban, involuntariamente, aquellos que, desde orillas opuestas, transformaban el responsable análisis de una grave situación internacional (todavía susceptible de consecuencias más graves) en un insensato y faccioso referéndum en pro o en contra de Estados Unidos, ayudando, de esta manera a la derecha a etiquetar fraudulentamente como “antiamericano” toda oposición a esa específica decisión de intervenir militarmente en Irak. Es reconfortante recordar la posición que asumió Il Corriere Della Sera, dirigido entonces por Ferruccio de Bortoli, contra la guerra, ciertamente no por antiamericanismo y mucho menos en nombre de un noble pero abstracto y escaso pacifismo a ultranza, sino en nombre del realpolitik, del realismo político indispensable en toda sociedad civil, más en nombre de Maquiavelo que del desarme mundial.

La naturaleza y la familiaridad con las que he vivido estas semanas en la Universidad de Georgetown, nacen, incluso, de la libre y autocrítica franqueza con la que aquí se pone duramente en la mesa de discusión la política de la actual presidencia y, en particular, la intervención militar en Irak. En Italia, ante la imbecilidad de aquellos que queman banderas estadunidenses, se corre el riesgo de olvidarse de brutales incapaces como Rumsfeld. Una estancia en Estados Unidos lo vuelve a uno más liberal; ayuda a recordar que el corazón, como dice un verso de Saba, late a la izquierda. Los estudiantes estadunidenses de literatura –la literatura italiana está presente de una manera creativa y vivaz en el departamento de italiano de Georgetown, dirigido con gran pasión y eficacia por Serafina Hager– tienen como costumbre –con una dimensión que en Italia, paradójicamente, ha ido perdiéndose– la relación directa con el texto, la lectura y la impresión personal, todavía no suplantadas por la crítica (que cada vez más se pone en el lugar del propio objeto, sustituyendo la experiencia directa con la interpretación) y todavía no sofocadas por la verbosidad psico-pseudo-sociológica que, con mucha frecuencia, esconde con su humo el texto primario. Para que esta lectura directa no sea “salvaje” y arbitraria, es necesaria, con el profesor, una relación más intensa y comprometida que la que rige en las universidades italianas. En efecto, aquí “se enseña” más, los estudiantes no impugnan, pero son exigentes, y los docentes, en general, los siguen con mayor disponibilidad de tiempo, de energías y de interés, como lo hacen en Georgetown Laura Benedetti, Nicoletta Pireddu, Anna Defina, Fulvia Musti y Cosetta Seno Reed. Naturalmente, se advierte en esta tendencia a privilegiar la lectura directa y profunda respecto al conocimiento general, una carencia formativa; podríamos decir, patrioteramente, la falta de nuestro antiguo y glorioso liceo, en el que se leían textos pero se aprendía a conocer, y no siempre superficialmente, también a los autores que no se leían directamente, dado que, de todas maneras, es imposible leer, así sea sólo una pequeñísima parte, todo lo que constituye el patrimonio literario de la humanidad. Durante un tiempo esto diferenciaba a los estudiantes italianos de los estadunidenses que, según el caso, habían leído a fondo a Boiardo y a Zanzotto, pero ni siquiera tenían una vaga idea de quién era Leopardi, o viceversa. Ahora también esto sucede en Italia con los programas universitarios que prescriben y limitan incluso el número de páginas que obligatoriamente se tienen que leer (siguiendo este programa, quizá uno nunca sabrá si Werther se mata o se escapa con Lotte, en caso de que el último capítulo del libro exceda el número de páginas preescritas). La insensata polémica contra la cultura nocionista está destruyendo la cultura, que para cada uno de nosotros está constituida, por lo menos, por nueve décimas de conocimientos de segunda mano y no de experiencias directas; es bueno saber dónde está Pekín incluso si uno nunca ha estado allí y, aunque pocos han leído completa la Recherche, de Proust, saben y entienden qué es En busca del tiempo perdido. Si solamente se tuviese que hablar de las propias experiencias, decía Wittgenstein, se hablaría únicamente de las propias enfermedades. El nivel de una cultura –individual y colectiva– consiste en la claridad, en el tono, en el estilo con el que se asimilan y se integran los conocimientos adquiridos de segunda o tercera mano. Desde este punto de vista, ahora ya no hay diferencia entre estudiantes italianos y estadunidenses, por lo menos en los que todavía no se han graduado. Pero la lectura directa posee su extraordinaria capacidad para estimular la inteligencia, la fantasía y el juicio crítico. En el seminario, un estudiante, Luca Fiore, sostiene la presencia de un cierto nihilismo en Michelstaedter; no estoy de acuerdo, pero en la discusión se me aclaran algunas cosas sobre un autor que incluso he leído desde hace muchos años. Es muy gratificante, para quien escribe, discutir con estudiantes que han leído y estudiado –en mi caso, con la guía particularmente generosa, estimulante y competente de Nicoletta Pireddu– los libros que ha escrito; en particular es interesante la virginidad de su lectura, obviamente dentro de los límites en los que en general se puede hablar de virginidad, que realmente nunca existe, ya que no existe nada inmediato bajo el sol. La apasionada lectura personal a veces llega a simpáticas bizarrías; un estudiante, en su esmero, pasa de las observaciones sobre mis libros al comentario sobre mi manera de impartir clases, hablar, narrar y, por el ritmo intenso, inalcanzable y un poco afanoso con el que hablo, deduce que debo tener y esconder algunos miedos.


Ilustración de Margarita Sada

En la parada del autobús que lleva de Georgetown a Washington, esperan algunas personas, entre ellas un par de mujeres negras, una niña –en esa edad y en esa gracia indefinibles, suspendidas, como en Natasha al comienzo de Guerra y paz, entre la adolescencia inocente y la juventud consciente de su encanto– me pregunta, farfullando con dificultad, si tengo un celular para llamarle a su hermana, con la que salió y que extravió en la ciudad, entre la multitud. Es negra, hermosa en su rostro infantil y agraciada en el lindo decoro de su vestido, que denota una educación afectuosa y cuidada. Es presa de continuos espasmos y movimientos convulsivos, se porta con timidez y casi a escondidas se lleva un pañuelito blanco a la boca para limpiar la saliva que le escurre de la comisura de los labios. Me impresiona que se haya dirigido, con gentileza no invasora y con dignidad, a un hombre blanco, y me pregunto si podría ser un signo de creciente integración racial. No obstante sus dificultades para hablar y mi mediocre inglés, mientras la acompaño con su hermana, que localizó por teléfono, charlamos un poco. Se llama Winnie, tiene cuatro hermanas que me describe con viveza; la huraña y esquiva firmeza con la que me habla, secándose la boca, posee una indeleble nobleza. Cuando me despido de ella, al llegar su hermana, les digo que, para la próxima, se hagan acompañar por una persona mayor. Aun si estamos en el país que sobreprotege a las mujeres; a un colega mío le llamaron la atención por haberle cedido el paso, al entrar en el ascensor, a una mujer que lo acusó de haberla tratado como mujer y no como ser humano. Es difícil, incluso para quienes viajan con frecuencia aquí, pero sin vivir o trabajar aquí, hablar y escribir sobre Estados Unidos; el viaje americano se resiste a transferirse al papel y las razones no siempre son claras. Probablemente es el nexo de familiaridad y extrañeza lo que desconcierta. En Vietnam o en Irán uno está preparado para experimentar fuertes diversidades, no se puede pretende encontrar las actitudes y costumbres que uno tiene de ordinario. Precisamente por esto, uno se abandona con más soltura al encuentro con lo lejano o con lo diferente, lo que hace más fácil descubrir en esa diversidad lo universal-humano. Estados Unidos es un mundo nuestro, y a la vez no; es el Occidente, pero otro Occidente; por esto, las diferencias y las asintonías desorientan más, al igual que las incomprensiones en la familia son, a menudo, más difíciles e iracundas; hieren e irritan más que las que se verifican entre extraños. Esto vale para pequeñas diferencias de costumbres cotidianas y para notables diferencias ideológicas al interior de una concepción democrática en común: en Europa la supremacía del individuo es inseparable de su relación con la comunidad, que él tutela y que lo tutela, y la calidad de la vida personal comprende, para el hombre aristotélicamente “animal político”, a las personas que viven en torno a él, el paisaje en el que él se mueve; la asistencia sanitaria no es altruismo, es el correcto sentido de que el bienestar de cada persona va implícito en la cultura en la que se vive. La cultura habsbúrgica que me formó y que no exhortaba a utilizar el tiempo para ganar dinero, sino a ganar un poco de dinero para gozar el tiempo fugaz de la vida, acaso me hace particularmente sensible, a veces idiosincrásico, a estas diferencias. Pero fue la propia Europa la que destruyó a esa ecuménica Mitteleuropa, que hoy sobrevive trasplantada en América.

II

La Universidad de Georgetown posee uno de los campus más acogedores y agradables que yo haya visto. Nunca he amado los campus, alérgico como soy a toda endogamia, a todo ambiente poblado por una sola tribu, poco importa si ésta está formada de profesores, compañeros de partido, fanáticos, artistas, parroquianos, parientes, filatélicos. Uno necesita de la variedad de la vida, cuyo modelo es, acaso, el salón de clases de la escuela pública tradicional, opuesto a los asfixiantes salones de clase de escuelas especiales. En la noche, en el restaurante del hotel del campus, charlo largamente con las meseras. Han llegado, sobre todo, de Somalia, de Eritrea, de Etiopía, de tierras de tragedia, pobreza y violencia, de sangrientos teatros de guerra, cada una con su historia diferente, siempre difícil, a veces dramática. Historias que muestran la dificultad de inserirse en América, pero también la capacidad de América de acoger a tantos fugitivos en situaciones intolerables. Me muestran las fotografías de sus hermanos y sus padres que se han quedado en África, me regalan las fotografías de niños nacidos en el Nuevo Mundo. Me regañan un poco porque no me apasiono como debiera ante el partido de basquetbol del equipo de Georgetown ante el de Ohio. Aquí no son felices, pero algunas de ellas han escapado del infierno. Algunas todavía se dirigen con el pensamiento y con el corazón hacia atrás, a la vida que han dejado, pero en su mayoría están protegidas para el futuro. Una de ellas, de mayor edad que las otras, a menudo está absorta en una inaccesible melancolía, me reprocha cuando señalando una iglesia que se divisa entre la colina, le pregunto si es católica (la Universidad de Georgetown fue fundada por un religioso católico, John Carroll) o protestante y, en tal caso, de qué confesión. Toda iglesia es de todos, me dice, evidentemente desilusionada de que yo me pierda en tales pequeñeces. Canaan Valley, en West Virginia, donde Serafina y John Hager me hospedan en su casa de la montaña, se merece su nombre bíblico de Tierra Prometida. Ríos que corren tranquilos o impetuosos entre riberas ásperas; las siluetas de algunos pescadores en medio de las aguas parecen, en la lejanía, centinelas que vigilan una emboscada; sapientes guaridas de castores, zarzales de moras que son tragadas por los osos negros, gamos que se acercan a poca distancia de uno para luego desaparecer de golpe en medio del bosque, sin hacer ruido. Desde la casa, la mirada vaga sobre los vastos horizontes; hileras de colinas que la distancia –el espesor del aire, decía Leonardo– distingue con líneas de color diverso, de un azul que en el atardecer es el color de la sombra, más o menos profunda. Estos grandes espacios, vistos tantas veces en el cine y celebrados en el mito, ofrecen un sentido de lo abierto que ensancha el espíritu. Ni siquiera aquí, vagabundeando con John Hager, logro ver al oso –el oso negro, el baribal de las novelas de Salgari– que de costumbre se deja ver por todos; incluso en el esloveno Monte Nevoso he perseguido durante años, en vano, al oso café, con el que casi todos se han topado alguna vez frente a su cabaña. Evidentemente tengo una vocación por los actos y los objetos que carecen de deseo.

Serafina Hager es una estudiosa interesada en muchos campos, sobre todo en el Renacimiento, y en general en la interculturalidad, en las relaciones entre literatura y pintura, y en ese vasto conjunto de elementos (desde el arte hasta la cocina) que forma la identidad de una cultura, y es un punto central de referencia en las relaciones entre universidades italianas y estadunidenses. John, alto oficial de la aviación estadunidense, que ideó una valiosa innovación técnica aeronáutica, estuvo en Vietnam y me cuenta sobre la guerra, de las dificultades de comunicarse con sus familias, de las largas incertidumbres sobre la suerte de sus compañeros de lucha. La suya no es la guerra de John Wayne y de sus boinas verdes, ni la de la gran contestación; es una guerra hecha sin retórica patriotera y con tranquilo y desencantado sentido del deber. Acaso esta experiencia lo volvió crítico hacia la intervención en Irak. Escuchando la manera en la que él y su esposa me hablan de esa guerra, entiendo mejor cómo Huu Thinh, escritor vietnamita que conocí en Hanoi y que fue un combatiente por la gran liberación de su país, invitado hace algunos años a Estados Unidos para presentar la traducción de su libro, se encontró con algunos ex prisioneros estadunidenses que conoció en tiempos de la guerra.

Los Ángeles. Luego de la lectura de Francesco Quinn de mi obra las Voces , organizada con la acostumbrada y creativa eficiencia de Francesca Valente, en el Instituto Italiano de Cultura, voy al cementerio donde yace sepultada Marilyn Monroe. Su mito todavía sigue vivo y espero, estúpidamente, no digo la Cripta de los Capuchinos, que en todo caso no me parecería desproporcionada para su carnal e inocente realeza; pero, de todas maneras, su tumba es apropiada para ella. Solamente es un rectángulo de mármol en un muro, alineado con los otros, con la fecha de nacimiento y de muerte y una flor fresca. Incluso otros celebérrimos divos del cine, dioses y semidioses de nuestro Olimpo, están sepultados entre la hierba, bajo pequeñas placas, ni siquiera son lápidas, con su nombre. Carne, espíritu y eso que llamamos cuerpo. Estas personas que fueron carne deseable no son menos reales, ahora y en este cementerio, de cuando eran imágenes de celuloide, sombras sobre una pantalla.


Ilustración de Margarita Sada

Houston. Le pido al maître del gran hotel un mapa de la ciudad. “¿Para qué? –me pregunta–, ésta es una ciudad de negocios, señor, no hay nada que ver.” Alessandro Carrera, original escritor y estudioso que dirige el departamento de italiano en la Universidad de Houston, me regala su excelente traducción del poema “Chelmaxioms”, de Allen Mandelbaum, el muy notable crítico y poeta que continua, originalmente desde un punto de vista judeo-americano, la tradición de la poesía docta y extremadamente condensada, como la de Pound, y que entre otras cosas ha traducido admirablemente la Divina Comedia y la Eneida. En la tradición judía, la ciudad polaca de Chelm, habitada por muchos judíos, era la ciudad de los tontos, como los tiene el folclor popular de todas las culturas. Los nazis exterminaron a casi todos los judíos de Chelm, que en 1944 ya no quedaban más de quince; Chelm, escribe Carrera retomando a Mandelbum, era la ciudad imaginaria de los tontos judíos y ahora es la ciudad imaginaria del judaísmo polaco que ya no existe; la ciudad de hoy en día, con las casas que quedan, todavía es más imaginaria, porque está privada de sí misma. La poesía de Mandelbaum, difícil de descifrar por la multiplicidad de referencias culturales concentradas incluso en un solo verso, es un poderoso canto de muerte del que emerge obstinada la vida, canto espléndido interpretado, es más, ejecutado, por Carrera. Es de las ruinas que se puede continuar escribiendo poesía después de Auschwitz. En Austin, la casa de Daniela Bini, que dirige el departamento de italiano de la universidad, está rodeada por una vegetación casi tropical; entre el follaje, un aire líquido y bruno anticipa la noche. Daniela Bini le dedicó un excelente libro a Michelstaedter, que se encuadra en el boom internacional por el genial filósofo-poeta goriziano. Su obra maestra La persuasión y la retórica, ahora traducida al inglés, es, en cierta manera, lo contrario a este enredijo de plantas, de incesante proliferación y disolvencia de la “vida insolvente”, como él la llamaba; el paisaje simbólico de su absoluto es el horizonte puro y vacío, el mar sin naves y sin riberas. La persuasión, la vida verdadera, es la posesión del presente, la única vida que tenemos y que nuestra ansia quema para precipitarse lo más rápidamente posible en el futuro, para haber ya hecho, ya alcanzado y ya esquivado las amenazas, para haber ya vivido y estar, por lo tanto, más cercanos a la muerte. La civilización occidental contemporánea y, sobre todo, Estados Unidos, que es su centro y su motor, son lo opuesto a la persuasión: nuestro mundo, americano o americanizado, destruye el presente, niega toda pausa y frenesí en un aluvión ilimitado, en un progreso y producción que no pueden detenerse nunca y en el que solamente se vive en el futuro, en un tiempo que no existe y, por lo tanto, nunca se vive verdaderamente. Acaso, el siglo breve ha sido, sobre todo, el siglo americano, el cambio de lugar del centro del mundo, de Europa a Estados Unidos. Este país, incluso, le ha dado al mundo un estilo, una nueva forma de belleza; los rascacielos de Nueva York o de Chicago son las catedrales del siglo xx, dignas de la belleza y del empuje ascensional que tenían las catedrales medievales; expresan el espíritu de un siglo que intentaba renovar y liberar la vida, crear un mundo nuevo y un hombre nuevo. Ese siglo, en el que todavía siento que vivo, por el contrario, ha terminado en la negación de sí mismo, en una fragmentación indistinta en la que la verdad y la vida no se distinguen de su simulación; no se quiere cambiar o redimir al mundo, más bien sólo administrarlo; la búsqueda del sentido de la existencia y la gran narración que relata esta odisea son puestas en el desván, sustituidas por una verborrea minimalista. Estados Unidos es el laboratorio de esta postmodernidad, que parece negar el gran proyecto, la visión ampliada y la aspiración a la totalidad que había caracterizado lo moderno, esa modernidad que precisamente en la cultura americana había encontrado sus grandes voces.

New Orleans. Las huellas del huracán asesino, todavía muy visibles en la periferia, no se ven en el barrio francés, en los lugares míticos del jazz. La ciudad es encantadora, y en ese mezcla de cultura negra caribeña-americana y cultura francesa que me es tan familiar me siento más a gusto que en Houston o en Dallas. La ciudad también es insoportable, como todas las ciudades que se auto representan, poniéndose en exposición en una programada puesta en escena de su original peculiaridad. Incluso el gran delta del Mississippi, con sus barcazas para turistas, forma parte de dicha puesta en escena, pero la concreta condición física de las aguas lúteas, del fango y de las cañas, de la maraña de árboles y arbustos que la barca atraviesa, detenta la autoridad de las cosas, de los peces que se comen a otros peces antes de ser comidos a su vez, del sol que seca y quiebra el lodo. Algunos cocodrilos se ponen al pairo de la barca, se dejan acariciar mientras engullen el pedazo de carne que les arrojan. Esa piel acorazada y rugosa, antigua, es tosca y buena; incluso su carne, cocinada al estilo criollo, es discreta. Siempre he amado el calor, el fango que se deshace, el agua que corre y limpia, pero también restaña, la vida con los pies descalzos, ese relajamiento de los vínculos y de las estructuras que es un Grande Sur del espíritu, un puñado de tierra que emerge del agua y se vuelve a sumergir en ella, según la marea. Cansados de historia –o sobresaltos– resulta fácil soñar la regresión. En los poemas de Boiardo y Ariosto, subraya en un ensayo Laura Benedetti, el mago Atlante busca en vano desviar al héroe Ruggero de su destino de gloria y de muerte, de obstaculizar la formación moral de su Yo, que lo lleva a cortar el cordón umbilical con la vida, a crecer, a ceñirse la armadura de caballero que lo separa del beato fluir de la vida. En este mundo de agua, de fango, de follaje, de luz estival, uno se ilusiona con la posibilidad de que los átomos, los cuerpos, no hayan sido suplantados del todo por los bit , y parece que posee la persuasión, que vive en el éxtasis del verano; capaces de vivir, se ha dicho, cada instante como si fuese el último.

Traducción de María Teresa Meneses

*Texto tomado de Il Corriere della Sera , 17 y 18 de septiembre de 2007