Usted está aquí: sábado 12 de enero de 2008 Opinión Cananea: conflicto agravado

Editorial

Cananea: conflicto agravado

Ayer, elementos del Ejército y policías federales y estatales desalojaron violentamente a trabajadores de la mina de Cananea, en Sonora, después de que la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje (JFCA) declaró inexistente –por segunda ocasión– la huelga que las secciones 17, 65 y 201 del sindicato minero mantienen desde el 30 de julio del año pasado en yacimientos de Guerrero, Sonora y Zacatecas.

Con el desalojo de esta mina, la actual administración da continuidad a la cadena de acoso judicial e injerencias que la pasada administración federal, en contubernio con los empresarios mineros, emprendió en contra de la organización sindical del ramo, y prácticamente cancela el panorama de una posible negociación entre el gremio y la autoridad laboral.

El 19 de febrero de 2006 en Pasta de Conchos, Coahuila, la negligencia de la empresa Grupo México, en conjunción con la inoperancia de la Secretaría del Trabajo, arrojó un lamentable saldo de 65 obreros muertos en una mina de carbón. El gobierno federal, entonces encabezado por Vicente Fox, lejos de dedicarse a resolver las indignantes condiciones de trabajo de los mineros y exigir a los empresarios de ese sector el cumplimiento de las normativas pertinentes de seguridad laboral, desconoció a la dirigencia del sindicato minero, encabezada por Napoleón Gómez Urrutia, e intentó imponer a un líder espurio y plegado a los intereses gubernamentales y empresariales, Elías Morales, con el inverosímil argumento de que pretendía “defender los derechos de los trabajadores contra dirigentes que los explotan y los manipulan”, declaraciones que omiten, en todo caso, que corresponde precisamente a los trabajadores ratificar o deponer a sus representantes sindicales.

El gobierno calderonista, por su parte, nada ha podido o querido hacer para resolver ese conflicto heredado del foxismo; por el contrario, se ha encargado de agravar la situación, igualmente por la vía del golpeteo político y judicial, y empleando como punta de lanza al titular de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STPS), Javier Lozano Alarcón. En agosto de 2007, de manera abrupta, Lozano Alarcón dio por terminadas las incipientes negociaciones para poner fin a la huelga minera y afirmó que la cancelación de las pláticas se debió a que los representantes sindicales intentaron “chantajear” al gobierno federal, al condicionar el término del paro a cambio de la cancelación las órdenes de aprehensión en contra de Gómez Urrutia. En ese entonces, Lozano Alarcón había insinuado ya que la huelga podría ser declarada inexistente, puesto que algunos trabajadores permanecieron en los yacimientos mineros “horas después” de que se colocaron las banderas rojinegras, algo que, por cierto, constituye el argumento central de la resolución de la JFCA.

Esta cadena de injerencias del gobierno federal en el conflicto minero continuó con la impugnación presentada por la Procuraduría General de la República contra una sentencia de amparo definitivo otorgada a Gómez Urrutia en noviembre. Por esos días Lozano Alarcón otorgó la “toma de nota” a una nueva organización sindical minera del estado de Sonora. Ambos hechos acabaron por confirmar el cariz de persecución de las acciones emprendidas por el gobierno federal: a las acusaciones judiciales en contra de la dirigencia del sindicato minero se sumó el intento de desmembrar y debilitar el gremio al promover y avalar la aparición de escisiones, en una redición de las más añejas prácticas priístas de intervención y control en la vida sindical.

A lo que puede verse, el gobierno federal ha optado por sumar el uso de la fuerza pública a una secuencia de intentos de toda índole por reventar un huelga respaldada por demandas legítimas, como la exigencia de condiciones dignas de trabajo. Tal decisión reviste gran irresponsabilidad, sobre todo si se toma en cuenta que el conflicto minero es sólo un elemento sintomático de lo que ocurre en muchos otros sectores industriales del país y que, lejos de ayudar a buscar vías de conciliación, el gobierno parece empeñado en exacerbarlo.

 
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