Usted está aquí: domingo 13 de enero de 2008 Política Cuba, el campo y la autogestión

Guillermo Almeyra /y II

Cuba, el campo y la autogestión

La minoría campesina (o rural) cubana es vital para alimentar a los consumidores urbanos y, por tanto, fundamental para asegurar la soldadura entre las ciudades y el campo e, igualmente, la soldadura política entre las generaciones más viejas –que fueron beneficiadas por la Revolución, y lo saben– y las más jóvenes –que lo fueron igualmente, pero subestiman los progresos realizados, los creen normales, y sobrestiman, en cambio, los problemas que aún deben ser superados–. Como no es posible mantener en el campo a todos los jóvenes rurales que buscan estudiar, y nuevos horizontes, ni es posible hacer retornar a quienes lo abandonaron y es urgentísimo elevar la producción de alimentos, no hay muchas opciones. Con la misma cantidad de campesinos, para producir más, hay que elevar la productividad por hectárea sin disponer de gran cantidad de mano de obra, como en Asia, para sacar provecho de la cooperación simple y hacer con la fuerza humana lo que deberían hacer las máquinas, ni de una masa importante de insumos (fertilizantes, maquinarias, semillas mejoradas, insecticidas, etcétera), como en los países de agricultura industrializada.

Careciendo, pues, de capital y de mano de obra joven y numerosa, sólo queda utilizar los otros dos “capitales” que existen en Cuba en mayor proporción que en otros países: el nivel de sanidad, instrucción y creatividad de los trabajadores del campo, y el alto nivel científico e investigativo de los laboratorios cubanos, capaces de concentrar sus esfuerzos para producir tecnologías simples, y hasta rudas, que sean eficaces en las zonas rurales, y semillas mejoradas, más plantas de insecticidas y herbicidas de rápida difusión. En las condiciones del trópico, propicias para los insectos, las sequías, las inundaciones y los vientos huracanados, crear barreras vegetales arbóreas protectivas para los campos, ver cómo mejorar los suelos con la flora y la fauna locales, organizar el riego natural, investigar en sinergia con otros centros de investigación agrícola, como el INTA argentino, es algo posible que podría dar grandes resultados, porque si se redujese la cantidad de alimentos perdidos por depredadores, sequías, problemas climáticos o deficiencias organizativas o de transporte, eso equivaldría a aumentar en la misma proporción los alimentos a disposición de las ciudades.

También entra en esto un mapa de suelos para hacer producir más alimentos a los que estén más cerca de las ciudades, y especializar los más adecuados para ciertos tipos de cultivo, sin caer en el monocultivo, que aumenta la posibilidad de plagas o de pérdidas. La geografía y la disponibilidad de agua y fletes, así como las tradiciones culturales y productivas de los campesinos de cada zona, deberían ser cuidadosamente sopesadas para concentrar esfuerzos, subvenciones e inversiones de todo tipo allí donde pueden rendir más, y más rápido.

Pero quienes mejor saben qué necesitan son los campesinos, sobre todo si trabajan en autogestión, pues en el trabajo cooperativo, comunal y en autogestión se estimulan y controlan mutuamente, aprenden uno del otro y se enseñan las técnicas propias que no se aprenden en la universidad, y crean un ambiente democrático y colectivo que forma a los jóvenes. El papel del aparato estatal consiste en permitir y desarrollar la autogestión y aprender de los campesinos, concentrando el esfuerzo en la provisión de servicios sanitarios, educativos, culturales y deportivos de todo tipo al último pueblito, para urbanizar la vida rural. En Argelia, en efecto, con la independencia la autogestión agrícola fracasó rotundamente no sólo porque los campesinos carecían de cultura –los agrónomos y técnicos eran hasta entonces los colonizadores–, sino también porque una frondosa burocracia político-militar les quitó toda iniciativa y los sometió a las órdenes que venían del poder central. La autogestión debe ser, por consiguiente, real, para que todos puedan aportar su creatividad y se sientan responsables de la construcción de un ambiente local, y de un país, más prósperos.

No ha faltado quien ha propuesto importar mano de obra haitiana o dominicana (creando condiciones para provocaciones imperialistas, para la división de los trabajadores entre protegidos y superexplotados, para el mismo racismo). Tampoco quien propuso –a pesar de la posición opuesta de Fidel Castro y de los ecologistas– convertir en etanol la producción cañera cubana (cuyos desechos podrían servir para el autotransporte a gas o como combustible en zonas rurales). Pero el problema no consiste sólo en elevar la producción, sino en cómo hacerlo sin dañar el ambiente ni desarrollar las desigualdades sociales y el egoísmo.

Por eso habría que discutir cómo fijar nuevas metas productivas y qué mejorar en cada ramo de la producción de alimentos, no sólo en las zonas que alimentan a las ciudades sino también en reuniones conjuntas de campesinos y autoridades con grupos de obreros del transporte e industriales, con grupos de consumidores. Por supuesto, los turistas no viajan a Cuba para pasar hambre y, por tanto, hay que abastecer los hoteles a tiempo y con alimentos de calidad sin tener que importarlos, ya que de las divisas que ellos dejen saldrá con qué pagar el combustible, las máquinas o la educación y la sanidad.

Pero no puede ser que algunos alimentos populares, como la carne de cerdo, no alcancen para todos, entre otras cosas porque durante muchos años se buscaba el mejor cerdo del mundo (pero necesitaba aire acondicionado, veterinarios, piensos especiales, medicinas) o la mejor vaca lechera (que vivía como un Borbón), en vez de buscar las especies más fértiles y adecuadas a las condiciones de la isla. En el combate entre las visiones productivista-técnica y la que se basa en la participación de la gente en la reconstrucción de la economía, es necesario apostarle a esta última.

 
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