Usted está aquí: lunes 21 de enero de 2008 Opinión Piedras enjauladas

Hermann Bellinghausen

Piedras enjauladas

Una mañana de esas, cuando las nubes bajan a la tierra, la abrazan por los cuatro costados, les ponen cerrojo a los puntos cardinales y no se mira ni máis palomas a través de la apretada neblina, mis pies patean pedruzcos y hacen ruido al escalar la pendiente del camino. Voy en busca de mi carro, pero bueno, lo mismo da.

Suenan cantos silvestres de aves que no se desaniman nunca. Pero es imposible distinguirlas; si acaso presentir sus saltos de rama en rama, su vuelo a ciegas. No cargo muchas cosas, pero pesan. Sudo. Me detengo para recuperar el aire. Un instante, pretendo. De entre los rumores de la fresca, casi fría sinfonía pastoral que me rodea, brota un graznido distinto, medio eléctrico, inconfundible. El carraspeo del amigo cuervo.

–¿Ya te diste cuenta?– comienza, sin dar siquiera los buenos días, que sería lo correcto a estas horas cuando acaba de amanecer.

–¿De qué más quieres que me dé cuenta? –le contesto con injusta irritación, como si el amigo cuervo me pusiera a prueba, algo que no siempre es su intención. Y “darse cuenta” es una actividad agotadora y a la larga inútil.

–Están metiendo las piedras en jaulas. Miles. Chicas y grandes. Planas o redondas. Y las que resisten las barrenan hasta quebrarlas.

“¿Y eso qué?”, pienso mientras el cuervo, un pajarón de aquellos, orondo como es, rompe a silbar como arriero, posado en una rama torcida de huizache que brota sobre el camino, negra como su tripulante.

–Esas jaulas sirven para construir puentes– digo, como si eso significara cualquier cosa.

–Deja un tiempo y los verás meter a las montañas en sus jaulas de alambre. Ya comenzaron a dinamitarlas. No tienen llenadero.

Me impaciento. Está a punto de hablar de política, y ahí sí paso, ni siquiera he desayunado. Amago con reinicar la marcha en la neblina, que aclara imperceptiblemente hacia donde una milpa joven desciende las laderas. Pero cuál es la prisa, si no tengo por delante otra cosa que kilómetros. Cientos de ellos. No muy distinto es el ritual del cuervo, que viene y va, migra y en lo que le apetece del paisaje se “compenetra”, como decía Cantinflas.

Luego que los cuervos tienen fama de ladrones. ¿Me está robando mi precioso tiempo?, piensa la parte altanera de mi cerebro. Y la realista determina: se lo regalo, que se lleve todo el tiempo del mundo si quiere.

La rechinante voz del cuervo parece de burla aunque en sentido estricto no lo sea, pero al menos no semeja la balbuciente caricatura subhumana de los loros domésticos que imitan la voz del amo por vacío entretenimiento y para vengarse del blando cautiverio al que están sometidos.

Al cuervo no hay quien lo encierre. Ni ganas. Nadie lo enseña a hablar. Es autodidacta y sabe imitar a otros pájaros además del hombre. Ronda en el desierto y la sierra, en plantaciones tropicales y los parques de las ciudades pequeñas. Junto con gavilancillos y ciertas águilas, es el único pájaro terrestre que no teme las costas, donde reinan otras especies completamente distintas y no menos rapaces. Eso sí, en el mar no se internan.

Ahora luce ganas de hacer preguntas incómodas que (estoy a punto de decirle) no vienen al caso, cuando prosigue:

–¿No te parece raro que la Tierra entre más se acerca al sol más fría se pone? Mientras que en las salitreras bajo el nivel del mar no se puede ni respirar del sofoco y el piso quema, las montañas más altas se cubren de nieves eternas.

–Ya ninguna nieve es eterna- lo contradigo, consciente del calentamiento global y sin reponerme del trauma del Popo y el Izta grises y calientes hasta la coronilla un día sí y otro también.

Viene geológico, casi telúrico, el amigo cuervo. Pero cambia de tono, y se pone personal y latoso:

–¿A dónde vas tan decidido y acelerado?

En vez de recetarle el “¿qué te importa?” que se merece, me obligo ser gentil y digo resignado:

–Voy a trabajar.

–¿Y a qué horas vives? –provoca.

–Pues a todas horas –me defiendo, no muy convencido. Ya veo venir la siguiente entrada del cuestionario Cuervo Special, así que me adelanto y despido. La visibilidad del campo mejora. Ya descansé. Y se hace tarde. Pero el amigo cuervo no se guarda las ganas de una última duda, antes de tirarse a volar a ver qué mazorca se carrancea:

–¿A poco sí?

–Ahí hablamos –me hago el sordo o el expedito. Echo a caminar y todavía alcanzo a oír su risa burlona, desvaneciente y melodiosa. Okey, buenos días caballero.

 
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