Usted está aquí: jueves 31 de enero de 2008 Sociedad y Justicia Navegaciones

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Pedro Miguel
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Cambiar el pasado

El Photoshop de Stalin

Retoques de una historia de amor

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Ampliar la imagen Milagros del Photoshop estalinista: Trotsky y otros tres desaparecen de la foto Milagros del Photoshop estalinista: Trotsky y otros tres desaparecen de la foto

Nuestras vidas se construyen sobre decisiones afortunadas y sobre estupideces irreparables, pero un principio de insatisfacción saludable otorga mayor presencia a las segundas en el registro de nosotros mismos: por qué no me esforcé un poquito más, por qué me empeciné en un esfuerzo perdido, por qué abrí la boca, por qué guardé silencio, por qué metí la mano, por qué me quedé quieto, por qué di vuelta donde no debía, por qué no marqué ese número telefónico, por qué me comí ese ostión, por qué jalé el gatillo. A veces el error nos produce rabia muchos años después de cometido, en ocasiones nos sumerge en una vergüenza que no pierde su filo con la edad, o bien nos lleva al arrepentimiento. La bitácora de nuestros actos malos (no necesariamente malos de maldad, sino de baja calidad a la luz de los resultados) y el recuerdo de sus consecuencias, es un instrumento muy útil que se llama escarmiento y que nos permite mejorar nuestro desempeño, incluso si se trata de actos monstruosos: el asesino que ha sido pillado por sus huellas se cuidará de no dejar indicios en su próximo ataque, si lo hay. Desde luego, la percepción de la trayectoria propia tiene algo o mucho de imaginario y no es infrecuente que las personas vivan arrepentidísimas por haber actuado de una manera y no de otra, cuando los acontecimientos sucesivos habrían ocurrido de todos modos. El caso típico es el de quienes se sienten culpables por una muerte en la que no tuvieron nada que ver, pero piensan que si le hubieran sobado la manita al o a la moribunda, éste o ésta no habría estirado la pata.

El pasado es lo único verdaderamente irremediable de la vida y ello ha dado lugar a una obsesión de la cultura. Una vieja idea es que cada disyuntiva (fresa, chocolate o vainilla, Bush o Gore, le digo o no le digo) genera tantos universos paralelos como los posibles cursos de acción que contienen. Escribía Borges que escribía Marco Aurelio que si el número de partículas del cosmos era finito, entonces sus posibles combinaciones también lo sería, y que en consecuencia la historia humana se repetiría y se desarrollaría en todas sus variantes. A finales del siglo XIX, cuando parecía posible la invención ilimitada de máquinas capaces de hacer de todo, alguien (creo que H.G. Wells) se fumó algo y se imaginó un armatoste para transportar al futuro y al pasado, una posibilidad que la física contemporánea no descarta del todo y que ha dado lugar a montones de películas. Más informes, en la espléndida entrada de Wikipedia “Viaje en el tiempo”.

Las posibilidades del “qué habría pasado si...” son inagotables y nos colocan en el debate milenario del papel del individuo en la historia: ¿estaríamos en un mundo distinto si Cleopatra hubiese tenido una nariz más pequeña? ¿Y si los cristianos de Occidente no hubieran traicionado a sus correligionarios de Bizancio y ésta no hubiese caído en manos de los turcos? ¿Y si por la misma época en que Wells imaginaba su cacharro alguien, en la localidad austriaca de Braunau am Inn, hubiese hecho el favor de darle un poco de cariñito (¿o de plano un balazo?) a Adolf Schicklgruber, un infante descuidado por su madre y maltratado por su padrastro, y quien años después adoptó el apellido Hitler?

El pasado no se podrá alterar nunca, dicen algunos. Su razonamiento es que si en el futuro llegara a inventarse una manera de viajar a tiempos anteriores, los científicos del siglo XXX ya estarían entre nosotros, cuidándonos como a niños de guardería y viendo que no cometamos muchas burradas. Pero los registros de lo acontecido sí que se alteran y la práctica no es reciente: la historia la escriben los vencedores, cabe recordar, y no precisamente por arrepentimiento, sino para ocultar sus atrocidades o para engrandecer sus orígenes. Les recomiendo un notable video de Jaime Noguera y José Ramón Martínez titulado 1951:

Es relativamente fácil formular mentiras o plasmarlas en inscripciones, códices y libros de historia. Alterar los registros fotográficos, cinematográficos y videográficos, es un poco más complicado, pero no imposible. Cuatro décadas antes del Photoshop y programas similares, los “historiadores” oficiales del estalinismo desarrollaron una capacidad prácticamente ilimitada, y hasta admirable a pesar de sus propósitos abyectos, para adulterar a conveniencia imágenes fotográficas: el pincel de aire desapareció a muchos miles de individuos (empezando por Trotsky) de la historia oficial soviética, hizo a Stalin guapo y más alto que sus acompañantes en los actos públicos, transformó muecas de disgusto en sonrisas, convirtió letreros de tiendas en pancartas revolucionarias... Les recomiendo la colección “The comissar vanishes”:

The beggar's opera (La ópera del mendigo), escrita por John Gay y estrenada en 1728 con música de Pepusch, es una crítica a la desigualdad social, una sátira de los pudientes y, de cierta manera, una reivindicación de los bajos fondos de la sociedad. Dos siglos después, Brecht la reformuló, en términos vigesimónicos, en una pieza titulada Die Dreigroschenoper (La ópera de tres centavos), y el contexto barriobajuno inspiró a Brassens para escribir una canción (que nunca llegó a grabar) en la que se aborda ese afán irredento por falsificar el pasado, así sea el personal y el de pareja: Retouches à un roman d'amour de quatre sous. En septiembre del año antepasado engendré una versión en español de ese texto, al que traicioné desde el título: le puse “Retoques a una historia de amor de a tres pesos”, con infidelidades al género, a la cantidad y a la moneda:

Querida, ni por una bagatela
podríamos vender nuestra novela
de amor. Déjame libre, en consecuencia,
para hacerle unos cambios a conciencia.
Es más: sería acaso conveniente
que me la reinvente.

Nos conocimos una noche fría
a bordo de un camión de policía
después de una fructífera redada.

Permíteme decir, si no te enfada,
que fuimos invitados especiales
del Príncipe de Gales.

Me produce pudores y sonrojos
recordar el hotel lleno de piojos
al que fuimos después. Mejor pongamos
que la primera vez que nos amamos
fue una noche estrellada, en la montaña,
dentro de una cabaña.

Los ángeles volaron muy, muy bajo;
sus suspiros llegaron, con trabajo,
tal vez al mezzanine, al primer piso.

Para afinar la trama, preconizo
que jueguen un papel menos pedestre
en la esfera celeste.

Sería deprimente recordarte
nuestra luna de miel en la Narvarte.

Quitemos cosa tan vulgar. Prefiero
afirmar que abordamos un crucero
o bien, poner de fondo en esa escena
la ribera del Sena.

Al ver que nuestro amor era un fracaso,
te largaste sin más, dando un portazo.
Margarita, por Dios, seamos decentes;
mejor, para consumo de las gentes,
te pusiste muy pálida, tosiste
y luego falleciste.

Unos meses después de tu partida,
con otra yo me daba buena vida.

Pero quiero omitir al despechado:
quedaría mejor hacerlo a un lado
y mencionar –un toque formidable–
al viudo inconsolable.

Es la triste venganza
que al vencido, al cornudo, da templanza:
cuando su historia con dolor evoca,
descubre que el destino se equivoca
y procede, nomás por sus cojones,
a efectuar las deseadas correcciones.

 
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