Usted está aquí: jueves 7 de febrero de 2008 Opinión La tierra prometida del pasado

Soledad Loaeza

La tierra prometida del pasado

La sociedad mexicana es profundamente conservadora. No se trata de confundir esa actitud que se expresa en el determinado rechazo al cambio, a cualquier cambio, con las preferencias de izquierda o de derecha que muy bien pueden mirar al futuro, y a partir de ahí diseñar soluciones novedosas e imaginativas, cambiar las instituciones y las políticas públicas de acuerdo con las inexorables transformaciones de la sociedad.

Los conservadores mexicanos del siglo XXI miran al pasado para llenar un vacío de ideas; hasta las izquierdas han dejado de buscar en el futuro los significados y las razones del presente y ven en el pasado la tierra prometida. Su discurso está construido a partir de la nostalgia de grandes gestas históricas que, según ellos, fueron traicionadas o quedaron inconclusas porque fueron traicionadas. Lo menos que podemos reprocharle a quienes hablan del pasado también como un paraíso perdido de prosperidad y de armonía social es la falta de creatividad; peor todavía, se oponen al cambio porque están defendiendo el statu quo que los beneficia, o porque buscan recuperar privilegios que la democratización les ha arrebatado, por ejemplo, la posibilidad de gobernar sin oposiciones y con la pretensión de que cuentan con más de 80 por ciento del voto. También buscan regresar al pasado quienes desde la empresa privada demandan subsidios y medidas proteccionistas que les aseguren los mercados cautivos que no suponen riesgos y que aseguran el patrocinio estatal. Todos ellos alimentan el terror al cambio como si el futuro fuera un escenario estático, y enfrentarlo una operación de suma cero que no emprendemos porque como sabemos que no todos podemos ganar, preferimos todos perder.

Durante el siglo XX muchos fueron los líderes mexicanos que mostraron audacia y que estuvieron dispuestos a apostarle al futuro; curiosamente, buena parte de ellos pueblan el panteón del oprobio al que los condenó la versión oficial de la historia, que no es lo mismo que la versión gobiernista de la historia. Por ejemplo, el presidente Miguel Alemán, impulsor de la industrialización del país, que tuvo profundas consecuencias para una sociedad que se modernizó en buena medida a consecuencia de las transformaciones de la estructura económica y de las instituciones políticas. A Alemán hay que agradecerle la renovación de las elites que acarreó la integración de los universitarios a la administración pública, de manera que la construcción de puentes, presas y carreteras estuvo en manos de ingenieros que sabían lo que hacían; los arquitectos tuvieron la oportunidad de poner en pie grandes proyectos como Ciudad Universitaria; los diplomáticos incorporaron a México a la política internacional y lograron hacerle un lugar en los organismos y las conferencias que dieron forma al mundo de la segunda posguerra. En 1946, año de su fundación, el PRI era una novedad, una solución astuta que lograba responder simultáneamente a las expectativas de democratización de la época y a las exigencias de los sindicatos que entonces eran más poderosos que la Presidencia de la República. Más o menos como lo son ahora. El nuevo partido le permitió al presidente afianzar la autoridad del Estado frente a los intereses particulares de las organizaciones de trabajadores, y llevar adelante la modernización a la que también se oponía la derecha católica cerril que encarnaba la Unión Nacional Sinarquista, que era entonces la más temida de las oposiciones, incluso por los servicios de inteligencia de Estados Unidos.

Entre Alemán y Carlos Salinas pueden establecerse muchas analogías, entre lo bueno y lo malo que hicieron. Tienen en común el aplomo y la temeridad con que invitaron al país a imponerse a los temores que podía inspirar la incertidumbre de un futuro cambiante –en un caso dominado por los inicios de la guerra fría, en el otro, por el derrumbe de la guerra fría–, para intentar soluciones novedosas y caminar sendas arriesgadas; así como la determinación de mirar hacia delante. Sin embargo, Salinas cometió el error de querer legitimarse también en el pasado heroico –y mártir– que representa Emiliano Zapata, cuyo retrato colocó en la cabecera de la oficina presidencial como si se tratara del santo patrón que arropaba sus decisiones. Desde luego, muy pocos vieron en su proyecto modernizador la influencia del zapatismo.

De los modernizadores importantes de la segunda mitad del siglo XX Jesús Reyes Heroles es el único que se ha salvado del infierno. Tal vez porque su propuesta de reforma electoral fue limitada, gradualísima y discreta, aunque sus efectos sobre el cambio político de largo plazo hayan sido enormes. La derrota del PRI en el año 2000 fue la culminación de muchas de las transformaciones que originó esa reforma. Una vez superado el entusiasmo por la victoria de la democracia, las reacciones conservadoras y restauracionistas en contra de los cambios inevitables han cobrado forma: le dan triunfos electorales al PRI; defienden a sindicatos indefendibles; promueven el retorno a la fantasía del México de Allá en el Rancho Grande, Enamorada y María Candelaria, que nada más existió en las imágenes de Gabriel Figueroa.

 
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