Usted está aquí: domingo 10 de febrero de 2008 Opinión Alucinar sin hongos sin alucinar

Bárbara Jacobs

Alucinar sin hongos sin alucinar

Creí que era una de mis alucinaciones usuales la existencia de una ruina de edificaciones proyectada por un inglés durante la Segunda Guerra Mundial en un bosque ante una poza de agua en San Luis Potosí, treinta y tantas construcciones a medio levantar habitadas por animales y por plantas. En el silencio del abandono y la distancia oía cruzarse las comunicaciones incomprensibles pero a su modo melodiosas de los habitantes de ese mundo roto y atemporal, reptiles, monos, conejos, venados, loros, pájaros, aves, tigrillos, centauros; descartaba las viudas negras, los lobos, los buitres. Imaginaba multitudes de mariposas de paso, su coloración variada, la palpación aterciopelada y polvorosa de sus alas. La visión imaginaria de hojas, flores y ramas en innumerables cantidades y en diferentes texturas, tamaños y formas, verdes, cafés, intrincadamente desbordantes, amarillas, naranjas, rojizas, el cielo azul, guindas, moradas, el viento silbante, blancas, las lluvias torrentosas, negras. Quería viajar y conocer las ruinas por mí misma, temía delatar el grado de ensoñación en el que vivo si preguntaba por la orientación de lo que sospechaba que solamente era fantasía. Con sutileza, con maña, conducía las conversaciones hacia mis espejismos y los renovaba y alentaba. Eran de piedra o de adobe o de ladrillo, se alzaban para quedar inacabados. En su centro se respiraba el olor a tierra y a mezcla. Eran amasijos de materia ilusoria pero tangible, visible, palpable. Plazas que se extendían sin muros, muros sin techo, pasajes sin salida.

Supe que Jaime Moreno Villarreal había escrito una crónica de su visita al sueño de Edward James hecho realidad y le pedí un ejemplar de La escalera anaranjada. Así que la locura de la “obra arquitectónica/escultórica/botánica” o “paraíso de Xilitla” o “palacio vegetal” existe, se construyó entre 1949 y 1984 y lleva la firma de un nieto bastardo del rey Edward VII de Inglaterra y de un millonario estadunidense. El poeta y novelista Edward James, heredero de una fortuna y autoexiliado en México, todavía en Europa financió tanto la revista de Breton y del movimiento surrealista Minotaure, en la que colaboró Rufino Tamayo, entre otros pintores, como obras de Brecht y de Balanchine. Era coleccionista de arte, poseedor de dos cuadros de Archimboldo. Fue mecenas de Dalí y Dylan Thomas. Stravinsky, Magritte y Picasso son algunos de los artistas que él apoyó, y fue amigo de Aldous Huxley, Man Ray y Freud. En su estancia mexicana patrocinó la revista S.nob, de Salvador Elizondo, y su compatriota Leonora Carrington pintó dos cariátides en las columnas de una de sus míticas construcciones.

Para muchos poetas y otros soñadores que, como yo, nacimos en México en los alrededores de la fecha en la que James puso la primera piedra de su ilusión, los nombres como los que rodearon el de James, así como los movimientos que representaron, son los instigadores de nuestra conciencia y de las guías que la determinaron en el arte, la filosofía y la ciencia. O me limito a hablar por mí que, por otra parte, entretejía en un mismo tapiz existencialismo, surrealismo y arte efímero, así como budismo zen, sicoanálisis y arte sicodélico, todo lo cual, por reglas cosmológicas inaccesibles a mi confuso conocimiento, culminaba en suponer que era el uso específico de los hongos alucinógenos mexicanos lo que armonizaba esta ambigua mezcolanza de caminos, todos conducentes a la sabiduría.

Por una simplista y nada fundamentada intuición, según mi juicio adolescente ciertos extranjeros que se fascinaban con México pasaban a ser proyecciones de aquellos escritores y artistas europeos que marcaban la cultura mundial y que, me parecía, creían en el poder de estos hongos mexicanos, que destacaban por sacros, omnipotentes y mágicos. A través de lo que yo infería que encantaba de México a esos extranjeros significativos, asumí como un tesoro reservado para iniciados estos mismos hongos. Cuando fuera mayor como esos artistas extranjeros comería hongos alucinógenos y alcanzaría la sabiduría.

Quiero decir que James fue uno de estos extranjeros enamorados de México y que Xilitla es la alucinación de su viaje con hongos hecha realidad. También, que Moreno Villarreal, mi contemporáneo y paisano pero, a diferencia de mí, con sus conceptos del arte y de la identidad despejados y no alambicados, ha contribuido con La escalera anaranjada a mi cultura particular, y que se lo agradezco.

 
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