12 de febrero de 2008     Número 5

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


Las dos marchas

Caminando nacemos (...)
Peregrinos somos (...) Desplazados vivimos (...)
Vocero de Las Abejas y Las Hormigas, en marcha a la Ciudad de México, noviembre de 2000.

Cientos de miles de campesinos marchan al gabacho en pos de futuro pero muchos más marchan en calles y carreteras por la salvación del campo. Dos movimientos que sintetizan la encrucijada nacional: o se acaba de desfondar el agro o el mundo rural sale fortalecido de su postración. Alternativa en que se juega el destino de México, porque sin maíz –es decir sin identidad y proyecto nacional– no hay país.

Los trabajadores del campo están en marcha y su movimiento, compartido por muchos, deja lecciones:

  • La salvación del campo devino causa nacional popular, como la reivindicación de la verdadera democracia, la defensa del petróleo y –en sus mejores momentos– los derechos indios.
  • La fuerza mostrada el 31 no es circunstancial; los labriegos están en lucha por una soberanía alimentaria campesina cuando menos desde 1994, cuando el agrocidio en curso devino TLCAN.
  • La pugna no es por detalles o personas sino por un viraje estratégico, y pasa por un debate de cara a la nación, no por regateos rinconeros.
  • Porque la exclusión es incluyente, el movimiento incorpora lo mejor del campo pero también al rancio corporativismo. Esto testimonia lo profundo del descontento, pero igualmente los riesgos de converger con un charrismo rural que en el fondo sólo quiere derecho de picaporte y cuota del presupuesto.

Creciente y planetaria, la migración de sur a norte y de oriente a occidente no es manejable ajuste demográfico sino imparable dislocamiento social; encrespado torrente humano, que más que de oferta y demanda laborales compensándose virtuosamente nos habla de expoliación y saqueo; de exclusión brutal dramatizada en legiones de marginados en movimiento, ejército doliente pero esperanzado que en pos de un espejismo cruza ríos, mares y fronteras.

México es puntero en compulsión trashumante. Se desfonda demográficamente el país pero en particular se vacían las comunidades rurales. A los campesinos siempre les fue mal pero lo de ahora carcome el presente y también el porvenir. Ya no es la proverbial expropiación del excedente, es la expropiación de las ilusiones: el saqueo de la esperanza. Si para el país la migración a Estados Unidos significa dilapidar el “bono demográfico” hipotecando el futuro, el mismo sentido tiene para las comunidades rurales. Debido a que los jóvenes migran por largos periodos o de manera definitiva se fractura la base material, laboral y espiritual de la economía doméstica. Pero también quienes decidieron mantenerse al pie de la parcela, del potrero o de la huerta se ven severamente afectados pues, pese a su modesta escala, la agricultura familiar depende casi siempre de los intercambios regionales o locales de trabajo, y cuando éste se encarece por la migración, la pequeña producción trastabilla.

La ruina del campo mexicano no se limita a quienes fueron condenados por los tecnócratas por “falta de ventajas competitivas”. Los desajustes creados por la salida de trabajadores y la entrada de remesas son un tsunami que arrastra igualmente a muchos de los que antes del sismo neoliberal parecían competitivos; ahora ellos mismos devienen migrantes. Además, está el impacto de las ondas expansivas en el imaginario rural, porque en cada vez más regiones la migración es cultura, patrimonio simbólico que llegó para quedarse.

Los viajes abren horizontes pero cuando la migración no es movimiento progresivo, sino resultado de una catástrofe social, no es posible normalizarla ni dignificarla. Se puede atenuar los dolores pero el remedio de fondo está en otra parte: en atacar las causas de la expulsión y no sólo los efectos. Con ser importantísima, la cuestión de los derechos de los migrantes no es radical pues no va a la raíz: una desbandada poblacional que se origina en la destrucción de la economía de las sociedades periféricas. Naciones que en la nueva globalización han perdido lo que les quedaba de seguridad alimentaria y de seguridad laboral. Países incapaces de garantizar a su población lo mínimo: comida y empleo. Gobiernos que a falta de otra cosa exportan a sus ciudadanos y cuyas divisas provienen en gran medida de las remesas de los expatriados.

La migración es un derecho y no debe ser satanizada. Pero el derecho de irse no es tal sino simple compulsión cuando no existe el derecho simétrico: el de quedarse. Garantía que supone la existencia de las condiciones materiales y espirituales para que permanecer no sea fracaso y condena sino opción plausible. Porque el saldo mayor de la globalización salvaje es haberles arrebatado la confianza en el porvenir a los orilleros rasos. Después de la Revolución de 1910, cada nueva generación de mexicanos percibía que su vida era mejor que la de sus padres y esperaba que sus hijos también vivirían mejor que ellos. Convicción que se perdió en los años 80, conforme la política de los tecnócratas fue estrechando las opciones de progreso familiar, al desembarazarse del Estado social e imponer un modelo neoliberal que no apuesta al mercado interno sino a la exportación y por tanto ya no necesita ser redistributivo.

El derecho de permanecer supone la existencia un porvenir digno en el lugar de origen, y esto debe ser garantizado por el Estado. No estoy inventando derechos. El artículo 123 de la Constitución Política establece que: “Toda persona tiene derecho al trabajo digno y socialmente útil; al efecto se promoverán la creación de empleos y la organización social para el trabajo, conforme a la ley”. Pero dado que el resto se ocupa sólo de las relaciones obrero-patronales, para hacer exigible el derecho constitucional al trabajo hace falta una ley reglamentaria. Así como en 2006 los diputados de la 59 Legislatura aprobaron la Ley de Planeación para la Seguridad y Soberanía Alimentaria y Nutricional, cuyo dictamen está en la Cámara de Senadores, habría que aprobar una ley de planeación para la seguridad y soberanía laborales, que incorpore a la “rectoría del desarrollo” y la “planeación democrática”, que según la Constitución corresponden al Estado, criterios, estrategias e instrumentos incluyentes y equitativos, para garantizar el derecho a “un trabajo digno y socialmente útil” que hoy no puede ejercer el medio millón de compatriotas que todos los años decide mudarse a Estados Unidos y otros tantos que por falta de opciones formales se sumergen en la economía subterránea.

El libre mercado no procura comida ni empleo . Si queremos seguridad alimentaria y seguridad laboral, requerimos acciones de gobierno comprometidas con el bien social. Y para tener esas políticas públicas, necesitamos soberanía: soberanía alimentaria y soberanía laboral; entendiendo por soberanía alimentaria la capacidad de fomentar la producción sostenible de granos y otros cultivos básicos al tiempo que se genera el ingreso necesario para que su población pueda acceder a dichos bienes; y entendiendo por soberanía laboral la capacidad de fomentar la creación de empleo digno y suficiente que ofrezca estabilidad y futuro al conjunto de su población. Y precisamente por esto, los campesinos mexicanos están en marcha.