Usted está aquí: miércoles 20 de febrero de 2008 Cultura La teoría del infierno

Javier Aranda Luna

La teoría del infierno

Algo debe tener el infierno que lo hace tan atractivo. Algo pues desde su invención ha sobrevivido desde hace siglos sin perder sus señas de identidad: la oscuridad a pesar de las llamas, por ejemplo, y el lloro y el crujir de dientes.

Algo tiene –y no debe ser cualquier cosa– pues Dante, el poeta de Occidente, lo tomó como tema de sus cantos. Algo porque lo imaginaron los griegos en su topografía del inframundo y lo llamaron Hades como al dios de los muertos. Algo porque entre los musulmanes según su tradición, los réprobos arderán con ropas de fuego. Algo porque sin esa ciudad habitada por personas dolorosas que han “perdido el intelecto” como canta el poeta, no existiría la fe y peor todavía ni el cielo mismo.

Acorde con los tiempos de eficacia en los que el fast track es santo y seña de la modernidad el nuevo Papa, Benedicto XVI, nos recordó a creyentes y filisteos que el infierno existe: que es un lugar y no está vacío, contradiciendo la afirmación de su antecesor Juan Pablo II quien afirmaba que cielo e infierno no eran “un lugar” sino un estado de conciencia.

Vuelven así discusiones medievales sobre la naturaleza del infierno mientras el mundo, sin hipérbole, arde y el lloro y el crujir de dientes de niños infectados con el sida, por ejemplo, nos estremece y nos obliga a preguntarnos: y si uno de los dos Papas miente o es falible pese a la doctrina que declara lo contrario, ¿qué será de nosotros mortales indoctos en la Escritura y sus misterios? ¿Qué haremos si otro Papa decide en el futuro que el infierno de plano no existe ni como lugar ni como estado de conciencia y de un plumazo lo borra?

Mientras los teólogos nos dan luz sobre este asunto oscuro, sobre este lugar del no retorno, ¿tendremos que soportar a los jinetes del Apocalipsis con la impasibilidad de la mujer de Lot, convertida en estatua de sal por contemplar la destrucción de los réprobos? ¿O habremos de darle la espalda a justos y pecadores y limitarnos a repartir limosnas a los Legionarios de Cristo para que impongan el reino de Dios entre nosotros con líderes como el recién desaparecido Marcial Maciel?

Si el infierno es real, si ocupa un lugar físico o es simplemente un estado de conciencia, ¿por qué lo padecen desde ahora, antes del Juicio Final los niños de la calle, esos “abortos de la sociedad”, como los llamó el anterior secretario de Gobernación, Carlos Abascal? ¿Por qué son ellos acreedores a ese infierno físico o a ese estado de conciencia y no políticos, sacerdotes y empresarios criminales que inundan con arsénico los ríos, desertifican bosques, practican la pederastia o infringen con minucia inaudita cada uno de los diez mandamientos decretados por el dios de sus mayores? ¿Merecían la muerte por desmembramiento las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez? ¿El infierno de la sed y el hambre los pequeños de Bangladesh? ¿El sida los enamorados de Kenia por cumplir con la ley del instinto? ¿Será por eso que el obispo de aquel lugar quema condones en la plaza pública para acelerar el paso de los réprobos al infierno?

Si el infierno es como la muerte irreversible y democrático, ¿será como la muerte, distinto para todos? Ojalá y no. Sería injusto perdernos el mayor show de todos los tiempos, superior a cualquier circo romano, palenque, fiesta brava, quema inquisitorial, patíbulo del ahorcado o de la contundente guillotina. ¿Se imagina el desfile de los falsos sacerdotes con sus tiaras y capas púrpura sumergirse entre gritos interminables en aquel lago cuyo fuego no cesa o a los políticos que confundieron como muchos curas la austeridad con la gula y la opulencia y al bien común con el propio, la competencia con el exterminio? ¿Se perdería la postrer pasarela de las malas niñas bien con bragas de oro que vendieron su primogenitura por un gramo de polvo, por un minuto de éxtasis sintético, patalear entre volutas de azufre?

Sería justo tener un pase para un show de tales dimensiones. No creo, sin embargo, que existan más paraísos que los paraísos perdidos ni más infiernos que los que nos consumen. Lamentablemente ni Hitler ni Pinochet ni Isabel La Católica, la madre de la Inquisición que quemaba en leña verde a los judíos para expropiarles sus bienes, arderán en el infierno. Tampoco lo harán los actuales promotores de los jinetes del Apocalipsis o de las siete plagas postreras. El infierno como metáfora para que se cumpla la justicia por lo menos en el más allá es buena cosa. A final de cuentas –no lo olvidemos– es un depósito de buenas intenciones y malos propósitos y un estupendo pretexto artístico y literario, pero nada más.

 
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