Usted está aquí: domingo 24 de febrero de 2008 Opinión Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Niebla de ausencias

Son las doce del día. Los rayos del sol recalientan las cuatro mesas junto a la ventana donde está escrito el nombre del establecimiento: “La Isla. Café”. Encima, resumidos en una fecha, su historia y su abolengo: “Desde l957”.

Junto a la cafetera Pavoni, Rosario permanece de pie mirando hacia la calle con expresión lejana. Eduardo, en filipina blanca y con los cabellos erizados de esprai, lava el refrigerador vacío con meticulosidad innecesaria. El trovador callejero que acostumbra presentarse a esas horas pide autorización para cantar.

Don Pedro, el dueño del café, retira la libreta donde hace anotaciones, lanza una mirada hacia las mesas vacías y vuelve a escribir. El trovador interroga a Rosario en silencio. Ella se limita a levantar los hombros. Como si no comprendiera el significado del gesto, el cantante interpreta al ritmo de sus maracas el bolero de siempre: Humo en tus ojos. Al terminar inclina la cabeza en señal de agradecimiento. Antes de que se aleje, don Pedro le ofrece una moneda. El trovador la recibe y se va. Rosario lo sigue con la mirada:

–Tiene bonita voz. Lástima que no sepa otras canciones. Por cierto, ésta le gustaba mucho a don Sergio, ¿se acuerdan? Aquel altote, mal encarado, que siempre estaba discutiendo. Se me hace que murió, porque no ha vuelto.

Los comentarios caen en el vacío. Don Pedro saca de la caja registradora billetes y monedas:

–Ayer fue jueves y sólo vendimos sesenta y cinco pesos. Hoy no estará mejor. ¿Se imaginan el lunes?

Un hombre de complexión atlética entra en el café. Al verlo desierto se detiene de golpe:

–¿Por qué tan vacío? Ni en fin de quincena lo encuentro así.

Don Pedro señala hacia el aviso de “Prohibido fumar” que tiene a sus espaldas:

–Por esto, Carlos. Desde hace una semana estamos así. ¿Cómo ve?

El recién llegado toma asiento en la mesa junto a una columna de espejos. Rosario se le acerca con el bloc de pedidos en la mano:

–¿Qué va a tomar, Carlitos?

–Un mayo.

–¿No va a querer su banderilla? Están doradas como a usted le gustan. Antes de que se me olvide: por ahí tengo unas fotos que le dejó su hermano Raúl. Ahorita se las doy. Por cierto, ya tenía tiempo sin visitarnos.

–No tanto: dos semanas. Me mandaron de comisión a Jalapa. Acabo de llegar y lo primero que hice fue venir aquí. Extrañaba mi mayito. Oiga, Pedro, y los cuates ¿no han venido para nada?

–Cada rato pasan a saludarnos y a respirar el olorcito del café, pero no se quedan. Como ellos dicen, ¿para qué si no van a poder fumarse un cigarrito mientras platican? ¿A quién molestaban con eso? ¡A nadie! Era su gusto, su descanso y para muchos el único momento de tener compañía.

–Usted sabe que no fumo, pero me gustaba el olor del tabaco. –Carlos aspira con fuerza–: Y lo extraño, pega bien con el del café.

–Pues sí, pero hágaselos entender a nuestros legisladores. Dicen que el tabaco ensucia el aire y es lo más dañino para la salud.

–¿Y a poco los montones de basura que se ven por todas partes no contaminan más? ¿Y qué me dice de los coches y de los aviones que atraviesan sobre la ciudad? –Carlos advierte que don Pedro no lo escucha–: ¿Y hasta cuándo va a durar la prohibición de fumar?

–Mejor pregúnteme si podré seguir con mi negocio. Ayer vendimos sesenta y cinco pesos. Hoy es viernes, vea qué horas son y usted es el primer cliente. Otros que han entrado, en cuanto ven el letrerito, mejor se van. ¿Y qué les digo? ¿Cómo hago para retenerlos?

Carlos mira hacia el edificio de enfrente:

–No me imagino esta ciudad, esta calle, mi vida sin este café.

–No se preocupe, están abriendo muchos.

–¿Como éste? ¿Dónde? Casi todos son gringos y tienen otro estilo. Les falta sabor, usted sabe a lo que me refiero. Es como las cantinas. Los bares son otra cosa. Me entenderá si le digo que para mí este lugar es como una parte de mi casa y ustedes de mi familia.

Rosario deja en la mesa el pedido y el sobre con las fotografías:

–Ya ni le siga porque me va a hacer llorar –da media vuelta y con disimulo se enjuga la mejilla.

–¿Qué le pasa? –pregunta Carlos en voz baja.

–Está muy mal. Anoche hablé con ella y con Eduardo. Les dije que si no modifican la ley antitabaco y autorizan espacios para fumadores, éste, como muchos otros negocios, tendrá que cerrar. No se imagina cuánto me duele que mi gente se quede sin trabajo. Lalo me preocupa menos: está joven y aunque sea en un tianguis encontrará quien lo ocupe. Pero Rosario... ¿Sabe cuántos años lleva conmigo?

–Supongo que muchos. La conozco desde que empecé a venir aquí.

–Entró exactamente en el 73, el año en que me quedé con el negocio porque murió mi padre. El me traía aquí desde que yo era chamaquito dizque para que aprendiera a trabajar. –Los ojos de don Pedro se iluminan cuando mira hacia la caja registradora–: Mi padre siempre estaba parado allá, fumándose su puro y discutiendo con los parroquianos de política, de futbol y hasta de religión... Se armaban unos griteríos tremendos pero nunca hubo pleitos.

–¿Venían señoras?

–Siempre han venido y de todo: estudiantes, oficinistas, vendedoras. Me acuerdo de una güera alta, muy acinturada. Trabajaba en Ferrocarriles y venía a diario. Su mesa era la del fondo. Nadie la molestó jamás, pero eso sí, a todo el mundo se le iban los ojos con ella. Hasta a mí, que era un escuincle. Pienso que fue mi primer amor. En las noches, cuando me quedo a hacer mis cuentas o la lista de los pedidos, me parece que la veo reflejada en los espejos. Cuando pienso en que cerraré este negocio me lastima la idea de que voy a separarme de un recuerdo tan bonito.

—Hizo que me acordara del profesor Tobías.

–¡Un tipazo! De una dignidad admirable. A la salida de la escuela siempre pasaba a tomarse su café negro, no le gustaba decirle “americano”, y a fumarse su cigarrito. Cuando lo despidieron se dedicó a vender plumas en las calles. De vez en cuando venía a darse su gusto y a ofrecer sus plumas entre los parroquianos. Una vez, por ayudarlo, don Sergio le compró un bolígrafo, pero no se lo recibió: “Quédese con él, profesor, para que luego lo venda y así tenga doble ganancia”. Don Tobías le respondió: “Soy un hombre que vive de su trabajo, no de la caridad”.

–Sentí escalofrío sólo de imaginarme la escena –dice Carlos frotándose los brazos–. ¡Cuánta gente ha pasado por aquí! ¡Cuántas cosas han sucedido!

–Y de todo: buenas y malas, como en una familia.

–Su esposa y sus hijos ¿qué opinan de que usted vaya a cerrar el negocio?

–No me lo dicen claramente, pero creen que el día en que ya no venga aquí me moriré. Ya nada será igual. En este lugar me siento útil, seguro, acompañado por la gente a la que he visto durante toda mi vida. Hemos compartido cosas que no olvidaré jamás. Hay una que les agradezco en especial: la primera Noche Vieja que iba a pasar sin mi padre, como sabían que él y yo éramos solos, todos los viejos clientes vinieron a cenar conmigo aquí, sí, aquí en el café. Si no hubiera sido por ellos, ¿se imagina qué nochecita habría pasado?

–¿Y si establece otro negocio?

–¿Como cuál? Yo nada más sé de esto. Pero supongamos que me decido y me arriesgo en algo nuevo. ¿Tendré tiempo para hacerme de una clientela? No. Lograrlo requiere tiempo; en mi caso, fueron muchos años de vivir envuelto en los aromas del café y del tabaco. Hoy en La Isla sólo queda, como dice la canción, “sabor de ausencia”.

 
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