Usted está aquí: domingo 2 de marzo de 2008 Sociedad y Justicia Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

La magia de los libros

A la entrada del pueblo había un letrero con su nombre y el número de habitantes: 27,698. La estadística fue levantada mucho antes de que comenzara la emigración hacia las ciudades y Estados Unidos. Nadie se encargó de actualizarla, quizá para no dejar constancia del abandono en que se iba quedando todo.

Las fachadas de las casas eran tan elementales como un dibujo infantil; en cambio, los interiores resultaban auténticos laberintos formados por habitaciones, pasillos, covachas, bodegas, patios que conducían a jardines y huertos. Manzanos y hierbas de olor coexistían con las flores. El resultado era un aire embriagador a veces difícil de respirar.

Las calles, horizontales y verticales, al cruzarse formaban las esquinas. Visto desde las alturas, el pueblo debió de tener el aspecto de la página cuadriculada en donde escribíamos las tablas de multiplicar al ritmo de la misma cantinela hasta que por fin escuchábamos la campana.

Su voz cascada era para nosotros el sonido más hermoso porque indicaba la libertad. De camino a nuestras casas corríamos hasta el jardín y nos atropellábamos para ser los primeros en ocupar alguno de los seis columpios. Sostenidos por cadenas enmohecidas a causa del tiempo y de la lluvia, los balancines producían un concierto muy semejante al que entonaban ciertas noches los gatos de todos y de nadie. Aquellos animales, que llegaban del misterio y se perdían en él, no eran la única propiedad comunal.

Las casas tenían en sus fachadas letreros con los apellidos de sus propietarios; pero las puertas y ventanas, de par en par o cuando mucho apenas entornadas, nos dejaban el paso libre hacia los interiores laberínticos.

En el pueblo, en donde las casas, los huertos, los columpios y los gatos eran de todos, las únicas propiedades privadas eran dos bibliotecas: una pertenecía a la parroquia de La Soledad y otra a Isidro Galán: un viejo arisco que apenas convivía con los otros lugareños.

II

La biblioteca de la parroquia quedaba junto a la sacristía. Hileras de tomos negros ocupaban los anaqueles de un cuarto penumbroso con olor a naftalina. En el centro, sobre la mesa con patas en forma de garras, había un atril que soportaba un libro siempre abierto. Separaba las dos páginas un listón brillante, rojo, que parecía un mar de sangre serpenteando por un hormiguero: las letras negras que no estábamos autorizados a leer.

Eusebia Torres, responsable de la biblioteca, era también la encargada de que los visitantes no tocáramos ninguno de aquellos volúmenes. Si nos deteníamos frente al libro abierto ella se colocaba a nuestras espaldas, presionándonos con su respiración agitada para que continuáramos nuestro camino hacia la sacristía, que daba al patio. Allí, bajo un frondoso hule, Alfonsina Maldonado nos daba lecciones de catecismo. Mientras repetíamos oraciones y jaculatorias envidiábamos como nunca a los gatos. Para ellos no había restricciones, ni siquiera la de saltar hacia la mesa con el atril y el libro o quedarse dormidos en lo alto de los anaqueles inaccesibles para nosotros.

III

La casa de Isidro Galán ocupaba la esquina en donde coincidían dos calles: Hidalgo y Madero. Por sus ventanas, encortinada de gasa, podían verse los estantes repletos de libros. Eran de diversos tamaños y sus cubiertas de distintos colores.

En cierta forma aquella diversidad emparentaba la biblioteca con los jardines que también eran huertos. Lástima que no se nos permitiera entrar allí tan libremente como lo hacíamos en nuestros solares y elegir uno de aquellos volúmenes inalcanzables que provocaban nuestra curiosidad y después nuestra rebeldía.

En la escuela nuestra profesora dedicaba mucho tiempo a insistir en la importancia de que aprendiéramos a leer bien, a familiarizarnos con los libros, a cuidar los nuestros como auténticos tesoros. ¿No podíamos hacer lo mismo con los que estaban en las únicas dos bibliotecas del pueblo? “No”, contestaba. “Los de la parroquia tratan de religión y ustedes no podrían interpretarlos. Para eso hay que saber latín y estudiar mucho.”

Esa respuesta a medias despertó el comentario de Gonzalo, el más alto del grupo: “Isidro no es sacerdote. En su biblioteca debe de haber libros que hablen de todo. ¿Por qué no podemos tomarlos y leerlos?” Resignada, la profesora nos dio una contestación muy pobre: “Porque son de él”. En desorden, casi a gritos, le recordamos las enseñanzas que nos había repetido tantas veces respecto del interés y el amor que se debe tener hacia todos los libros, no importa quién los haya escrito, de dónde procedan, qué aspecto tengan y hasta si les faltan algunas páginas.

La maestra quedó aturdida, incapaz de encontrar argumentos que pacificaran nuestra pequeña rebelión. Por fortuna para ella, sonó la campana. Nosotros, como todos los días, salimos en estampida hacia el jardín en donde los columpios, movidos por el viento de marzo, entonaban su crispante concierto metálico.

IV

En el pueblo, en donde todo era de todos menos las dos bibliotecas, no había secretos. Pronto se supo de nuestra incipiente rebelión y nuestra exigencia de que alguien contestara la pregunta aún sin respuesta: “¿Por qué no podemos acercarnos a los libros de Isidro Galán?” Hacia los volúmenes de la parroquia habíamos dejado de sentir interés por aquello de que estaban escritos en latín –¡quién sabe qué cosa fuera eso!– y para interpretarlos tendríamos que estudiar muchísimo.

Aunque con cierto retraso, Isidro se enteró de nuestra protesta. Nos dimos cuenta porque al detenernos frente a sus ventanas lo veíamos levantar la cabeza y mirarnos como si apenas se hubiera dado cuenta de que en el pueblo, además de personas adultas, había niños ávidos y curiosos, como seguramente lo fue él en tiempos remotos.

A nuestros ojos, la reacción de Isidro era la mejor prueba de que lo habíamos conmovido. Envalentonados y al ritmo de los columpios chirriantes, diseñamos una estrategia para vencerlo y conseguir que nos abriera la puerta de su biblioteca. La táctica era sencilla y sólo exigía constancia: detenernos en silencio frente a sus ventanas antes de entrar en la escuela y de vuelta a nuestras casas. El objetivo: incomodarlo como si un mosquito le zumbara junto a su oído bueno –el izquierdo, porque del derecho era completamente sordo.

La táctica tuvo una primera consecuencia: por la mañana y hacia el mediodía Isidro se replegaba a las habitaciones interiores de su casa. No fue suficiente: disponíamos de todo el tiempo del mundo y esperar su reaparición se convirtió en parte de nuestros juegos.

Contrariado, Isidro desplegó otro recurso que fue para nosotros una barrera insalvable: sobre las ventanas corrió las cortinas de brocado, menos indiscretas que las de gasa. Nos dimos por vencidos y ese mismo día terminamos por volver a la rutina que concluía en el jardín de los columpios chirriantes. La esquina de Hidalgo y Madero recobró su quietud y su silencio, apenas horadado por las recuas de mulas despaciosas y tambaleantes bajo su carga de alfalfa o leña.

V

Una tarde, a la salida de la escuela, al pasar frente a la casa de Isidro vimos las ventanas abiertas. Por primera vez pudimos mirar hacia el interior de su biblioteca sin que nada obstruyera la visión y también por primera vez el viejo nos dirigió la palabra: “¿No que tenían tanta curiosidad por ver mis libros? ¿Qué esperan? ¿Por qué no pasan?”

Nunca habíamos entrado en esa casa y dudamos antes de aceptar la invitación o más bien la orden. El interior era como todos, un interminable laberinto de habitaciones y corredores. Tres puertas labradas, amarillas, protegían el acceso a los libros. Los estantes asordinaban los ruidos de la calle y el olor a papel invadía el espacio que, entonces como nunca, me pareció un jardín que era también un huerto.

Permanecimos inmóviles, en silencio, hasta que Isidro, refunfuñando, abandonó la biblioteca. Eramos libres de salirnos o permanecer allí y tomar los libros. No nos atrevimos a hacerlo hasta que al fin Gonzalo estiró un brazo y eligió un tomo forrado de verde. Ante nuestro azoro lo abrió y se puso a leer en voz alta:

A la entrada del pueblo había un letrero con su nombre y el número de sus habitantes: 27,698. La estadística se levantó mucho antes de que comenzara la emigración hacia las ciudades y Estados Unidos. Nadie se encargó de actualizarla, quizá para no…

Mientras Gonzalo continuaba la lectura entendí algo que mi maestra había tratado de explicarnos: los libros son fascinantes porque concentran todos los tiempos, despliegan infinitos paisajes, nos permiten escuchar aun las voces más remotas, vuelven sobresalientes hasta los hechos más insignificantes y, por si fuera poco, convierten nuestra vida en una historia interminable y fascinante.

 
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