Usted está aquí: lunes 10 de marzo de 2008 Opinión Vueltas a Pemex

León Bendesky
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Vueltas a Pemex

Pemex cumple 70 años de existencia. Hay quien dice que uno es tan viejo como se siente, y hoy esta empresa pública, que tiene un lugar central en la economía y la política nacionales, parece un ente vetusto, conectado para subsistir al oxígeno de los altos precios internacionales del crudo.

Esto le permite ahora hasta sobrexcitarse con los ingresos extraordinarios que recibe por las ventas de crudo, sin olvidar que así ocurre con una plataforma de exportación estancada, con el principal yacimiento, el de Cantarell, en plena decadencia. El entusiasmo es sólo pasajero y no cambia en nada la crítica condición de la empresa, de la industria petrolera y sus derivados, y del conjunto del sector de la energía.

El Estado mantiene con Pemex una relación doble, una especie de amor y odio. La necesita, pues de ella extrae recursos que representan casi 40 por ciento de los ingresos del gobierno federal. La repudia porque se ha convertido en una estructura anquilosada que requiere de grandes inversiones para reciclarse y ponerse en una posición capaz de recrear las condiciones de productividad de la industria a escala mundial.

Son muchas las restricciones que enmarcan la operación de Pemex. Incluyen las de índole político, administrativo y de lo que actualmente se conoce como gobernanza y que se refiere a la organización, funcionamiento y responsabilidades corporativas. Esto define su ineficiencia interna. A ello se añade la alta y crónica dependencia fiscal del Estado con respecto a los recursos derivados de la exportación de crudo, a los que es adicto. Estos factores están en la base de la incapacidad de reconversión que padece el monopolio estatal cuyas precarias inversiones se hacen con más deuda.

De la misma manera, la situación prevaleciente se vuelve un obstáculo para una reforma fiscal en serio –que no mediante el infausto IETU– y que finalmente imponga una racionalidad en las finanzas públicas y no esta especie de disfraz a la que suelen llamar en Hacienda y el resto del gobierno como salud fiscal. A pesar del reducido déficit primario de los años recientes, no hay tal sanidad en las cuentas públicas.

Pero, más allá de ideologías nacionalistas, neoliberales o simplemente de un pragmatismo sin sustento material al que muchos se arriman, prescindir de la línea de alimentación fiscal de Pemex sin antes reparar la anemia recaudatoria del Estado mexicano y preparar con tiempo y perspectiva las finanzas públicas, sería absurdo económica y financieramente, y un suicidio político. Ése es el límite real del debate sobre la privatización. Pero es al mismo tiempo, y no puede pasar inadvertido, la llave para promover una reforma a modo de los intereses privilegiados. Una reforma de ese tipo provocará altos beneficios privados, pero sin atacar el problema social de uso de la renta petrolera.

Pemex es una entidad plagada de distorsiones en su funcionamiento empresarial y laboral. Ha sido por mucho tiempo una extensión del largo brazo de los distintos gobiernos, sean del PRI o del PAN. Está ligada estrechamente con los intereses de la más rancia burocracia estatal que se reproduce sexenio tras sexenio sin rendir nunca cuentas de los resultados, y también a un sindicalismo corporativo muy atrasado. Todo eso es campo fértil para la falta de productividad y la corrupción. Es, además, una herramienta del sistema de control político.

Aunque Pemex es el eje de la producción de energía en el país, no forma parte de una estrategia de crecimiento económico y desarrollo social de largo plazo. Es más, el horizonte de largo plazo ha desaparecido prácticamente de la gestión gubernamental. Tampoco es parte de una política pública articulada en términos de sus normas de operación y su arreglo institucional que oriente a este sector de la economía.

Esa estrategia y dichas políticas no existen. Por ello, su modo actual de funcionamiento afecta adversamente a la competitividad general del sistema económico y al bienestar colectivo. En este contexto son enormes los riesgos reales de una reforma que se haga conforme a las experiencias de las últimas dos décadas en el país.

Cualquier reforma energética y, para el caso, una reforma fiscal que de verdad sea de naturaleza estructural, pasa necesariamente por la empresa petrolera. No será fácil el ajuste para el gobierno federal, ni para los estados y municipios, de dejar de succionar los recursos petroleros. Eso significa un reordenamiento profundo en el orden social, político y legal. La falta de convergencia entre la reforma que se intenta promover y el sustrato institucional es un asunto prioritario.

Hasta ahora el proceso de discusión de la reforma energética está incrustado en el modo convencional y poco efectivo de hacer política en México: desde el Ejecutivo y en el Congreso. Demasiadas declaraciones y muchas contradicciones chocan con la falta de proyectos claros, de información y de transparencia, ante lo cual muchos temen ser sorprendidos. La falta de confianza es aún un elemento clave del quehacer político y de la relación entre los ciudadanos y quienes gobiernan, hacen y aplican las leyes.

 
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