Usted está aquí: jueves 13 de marzo de 2008 Opinión De Octave Mirbeau a Salvador Elizondo

Vilma Fuentes
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De Octave Mirbeau a Salvador Elizondo

El descubrimiento de las obras del escritor francés Octave Mirbeau (1848-1917), y en especial la lectura de su novela El jardín de los suplicios, que debo al mejor especialista en el mundo de este autor, Pierre Michel, me recordó la novela Farabeuf de mi amigo Salvador Elizondo, ya fallecido, pero quien está presente para siempre en mi memoria.

Después de carcajearme con la sátira que Mirbeau hace de la corrupción de la crapulosa sociedad política de su época, conducida por Clara, una mujer que goza viendo torturar, y del narrador, su amante, me sentí en terreno conocido al penetrar en el florido y exuberante jardín de los suplicios.

Sin embargo, yo nunca había leído a Mirbeau, ¿cómo sabía de esas torturas? Poco a poco, los recuerdos fueron llegando: el recuerdo de la voz y de los gestos de Elizondo aparecieron.

Uno de los suplicios más raros, el de las cien rebanadas, tan simple como rebanar un cuerpo de hombre o mujer, sirvió a Salvador Elizondo para proponer un enigma en Farabeuf o la crónica de un instante: ¿Goza o sufre el torturado?

A partir de la fotografía, ¿de un hombre emasculado o de una mujer a quien han cortado los senos?, Salvador Elizondo hace analizar los cortes por el doctor Farabeuf, de quien puede admirarse el busto en l’Ecole de Médecine, en París.

Farabeuf, inventor de los más avanzados instrumentos anatómicos, juzga torpes, los cortes chinos. Hay errores. Sus utensilios habrían cortado con más... precisión. Tal vez más placer... ¿o dolor?

El gozo extremo es acaso doloroso, como el sufrimiento llevado al paroxismo sería orgástico.

Durante muchas tardes, Salvador Elizondo me describió con profusión de detalles, los ojos chispeantes, ironía y humor negro, algunas de las más estigmatizantes torturas chinas.

Cierto, algunas de ellas fueron practicadas también en nuestra progresista y moral civilización occidental: descuartizamiento, garrote, despellejadura y otras fantasías, pero que, aplicadas con rapidez, terminaban demasiado pronto con supliciado y suplicio.

A veces, inclusive, para el saboreo y la edificación de los espectadores, se supliciaba al cuerpo sin vida del condenado. El filósofo francés Michel Foucault analiza con su brillo acostumbrado el ejercicio y las metas espirituales de la tortura, la confesión y el arrepentimiento, en toda su obra, y particularmente en Surveiller et punir (Vigilar y castigar).

En China, una concepción distinta del tiempo impone la duración más prolongada del suplicio. Sin contar que se trata de un oficio que necesita aprendizaje, pues se trata de un arte.

Salvador poseía una silla baja de madera, con las patas bien abiertas para soportar los movimientos de dolor de la persona que se sentaba en ella, y dos brazos para agarrarse o ser atado.

Venía de África, el asiento era corto y se utilizaba en los partos.

“Basta con hacer un agujero circular de unos 10 centímetros en la parte que corresponde a la anatomía trasera de un hombre para que esta silla sirva para aplicar la tortura de la rata”, me indicó Salvador Elizondo mostrándome una fotografía de ese instrumento de tortura.

En la silla sin hoyo, el sufrimiento daba la vida; en la agujerada, la muerte: en ambas el sentimiento de beatitud llegaba con el paroxismo... de un instante de delirio.

La primera persona a quien oí hablar con admiración de un verdugo fue Edmundo Valadés.

Me relató el breve cuento de un ejecutor de grandes obras chino que, cerca de su muerte, desea separar la cabeza de un hombre con un corte perfecto: el emperador le encomienda cien ejecuciones.

El verdugo comienza su arte sin alcanzar la perfección. Al fin, cerca de los cien, el condenado le suplica, supliciado, que se apresure: el artista sonríe y le dice: “incline la cabeza” sin necesidad de levantar otra vez su sable. Edmundo sonreía, imagino, con la misma sonrisa.

Al terminar la lectura de Octave Mirbeau pensé que la tortura en China no busca provocar el arrepentimiento de los crímenes recordados sino causar el olvido de quién se es, quién se fue, de la propia persona: el olvido absoluto.

 
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