Usted está aquí: viernes 4 de abril de 2008 Opinión Jaime Casillas: in memoriam

Carlos Montemayor

Jaime Casillas: in memoriam

Conocí a Jaime Casillas en las reuniones de la Sociedad General de Escritores de México (Sogem), hace muchos años, cuando las convocaba José María Fernández Unsaín. Antes de que yo empezara a acudir a las reuniones de la Sogem había tenido poco trato con cineastas. Mi compadre y paisano Gonzalo Martínez y Alfredo Joskowicz fueron durante mucho tiempo mis únicos amigos de ese gremio. Con Alfredo, en distintas épocas (en una de ellas fuimos vecinos), compartí muchas experiencias personales, literarias, sociales, musicales incluso, pues en los Estudios Churubusco ensayé mis primeras sesiones de grabación vocal. Con Gonzalo compartí muchas cosas de nuestra memoria chihuahuense, de la literatura rusa, de nuestra búsqueda artística, de nuestras propias familias.

Por la posibilidad de colaboraciones que finalmente no se llevaron a cabo, traté en distintas ocasiones a Felipe Cazals, a María Novaro y a Sergio Olhovich. Poco a poco, mi amistad con los cineastas se ha ido profundizando, particularmente por la coincidencia de ciertos temas sociales: con Gerardo Tort y Marina Stavenhagen, por la guerrilla de Lucio Cabañas; con Carlos Mendoza, por la investigación sobre las represiones al movimiento estudiantil de 1968 y 1971 en producciones de canal 6 de julio; con Francisco Vargas, por su guión de El violín, en cuya lectura me insistió durante varios meses mi hija Jimena, que en el año 2003 ingresó al CCC y que constituye ahora, para mí, un eslabón peculiarísimo con el cine.

Pues bien, me he detenido en este largo preámbulo para señalar algunos rasgos de mi profundo aprecio por Jaime Casillas. Lo conocí, dije, en las reuniones de la Sogem. Con él y con Marcela Fernández Violante sentí una gran empatía, y a menudo me sentaba junto a ellos en las prolongadas y polémicas comidas que organizaba Fernández Unsaín, y a las que ahora convoca, con más orden pero igualmente polémicas, mi paisano Víctor Hugo Rascón Banda.

Empecé a tratar a Jaime con asiduidad cuando se interesó en adaptar cinematográficamente mi novela Las armas del alba. Comencé a entender con él los muchos talentos que los cineastas deben desplegar para que sus proyectos cristalicen; son una especie de directores concertadores de grandes orquestas, que deben coordinar personal técnico, artístico y administrativo. Tal complejidad me ha hecho admirar aún más el trabajo de ellos.

El novelista y el poeta luchan por coordinar en la página en blanco sus propias ideas, búsquedas o análisis. El cineasta se expresa a través de actores, productores, guionistas, músicos, escenógrafos, administradores, fotógrafos, maquillistas, iluminadores, carpinteros: una gran y compleja orquesta. Cuando se fue retrasando la fecha de rodaje de la película en la sierra de Chihuahua, expresé a Jaime mi preocupación por el clima. “Para ese momento no habrá lluvias”, le dije. “No te preocupes, llevaremos toda la lluvia que necesitemos”, me contestó.

Para Las armas del alba Jaime se apoyó en José Luis Urquieta, chihuahuense honorario (su esposa es mi paisana Carmen Cardenal) y Xavier Robles, magnífico lector y escritor. Me invitó a comentar las sucesivas versiones del guión que ellos estuvieron trabajando y descubrí un rasgo asombroso en Jaime: la mesura, el equilibrio, la capacidad de escuchar, de atender opiniones, de equilibrar posturas. Un talento peculiar y difícil en los hombres de nuestro tiempo y necesario en el medio político, empresarial, periodístico y artístico del México actual. Esta capacidad revelaba no solamente una vocación y talento artísticos, sino un desarrollo interior de conciencia y condición humana.

Interesado en rodar la película en la sierra de Chihuahua, propuso que se asociaran con él parte del empresariado chihuahuense y el gobierno del estado. Transcurrieron muchos meses para que los empresarios chihuahuenses le comunicaran su negativa a participar en una película que, les parecía, no postulaba la unidad que el país necesita. A diferencia del gobierno del estado, que vio el tema como parte innegable de la historia social y política de México, los empresarios parecían no apartar la historia de los intereses empresariales actuales. No han dejado aún la historia atrás y la ven, y acaso en esto tienen razón, como una realidad y riesgo actual y urgente.

La condición moral de Jaime Casillas lo ayudó a esperar con paciencia, durante meses, la negativa formal de los empresarios del estado. Esa negativa eliminó la posibilidad de rodar la película en la sierra de Chihuahua. Para salvar la memoria del estado, aguardó hasta lo último, antes de decidir, primero, que se rodara en Querétaro, y finalmente, en el Desierto de los Leones, en la ciudad de México. Lecciones morales, no solamente artísticas.

 
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