Usted está aquí: sábado 5 de abril de 2008 Opinión La isla del tesoro

Ilán Semo

La isla del tesoro

¿Qué fue lo que llevó al viejo John Silver, el pirata con la pata de palo, a abandonar –¿o traicionar?– a sus compañeros para que el tesoro enterrado por el capitán Flint llegara a las manos del doctor Livesay –uno de los pocos personajes en la novela en el que aparecen atisbos de generosidad–? ¿El cariño y la culpa hacia el joven Jim (“la única persona que genuinamente me quiso”)? ¿La cobardía? ¿Un destello de cordura que permite la huida de los piratas que aún quedan con vida? Finalmente, el gesto de Silver encierra la única dignidad posible en toda esa inmundicia. “Nunca lo sabremos”, dice Stevenson a través del melancólico Abraham Gray. El misterio que cifra La Isla del Tesoro, la novela que consagró el dilema entre la avaricia y la culpa, entre el egoísmo y la lealtad, es en rigor el enigma del bien. O mejor dicho: de la imposibilidad del bien, al menos del bien común.

Tal vez de este material está hecha la historia de la riqueza que otro antihéroe, Venustiano Carranza, atesoró para “el bien del país” por conducto del artículo 27 de la Constitución. Sólo que en este caso, la historia ha sido más rigurosa que la novela –hasta la fecha no hay final feliz.

El paradigma más reciente del destino de esta riqueza se remonta hacia finales de la década de los 70, cuando México pasó de ser un país con petróleo a un país exportador de petróleo. Vista en retrospectiva, en tan sólo dos años, la diferencia es descomunal: las cifras se van al cielo, el impacto social, ecológico y económico es contundente, y el alza de las expectativas y las ambiciones prodiga la sensación de una nueva era. Todavía es célebre la frase que acuñó López Portillo para celebrar la suerte de esa fortuna: “Debemos acostumbrarnos a administrar la abundancia”. (Por cierto, hay un personaje en La Isla del Tesoro, Ben Gunn, que Stevenson describe como un viejo pirata abandonado por Flint que ha perdido un poco el quicio. En andrajos, famélico, recibe a los nuevos buscadores del tesoro repitiendo sin cesar las palabras: “Soy rico. Soy rico.” Los recién llegados lo miran extrañados y se encogen de hombros.) En 1982, la crisis económica más severa desde la posguerra, inducida en parte por los préstamos que fluyen para “administrar la abundancia”, entierra las ilusiones. Las versiones sobre la causa del colapso son varias. Pero todas coinciden en el desencuentro entre el caudal de nuevos ingresos y las antiguas formas en que el Estado se apropiaba de ellos (o, mejor dicho, los dispendiaba.)

En 1991, durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, se suceden cambios hasta la fecha inexplicados. El más visible es el cierre de la refinería de Azcapotzalco por “motivos ecológicos”. Lo que sigue inmediatamente después es la caída de la capacidad de refinamiento (léase: producción de gasolina) hasta llegar a su punto más bajo en 1994, año en que se pone en vigor el Tratado de Libre Comercio (TLC). Hoy nos seguimos preguntando si esas fechas coinciden. El hecho es que se abría así a la gasolina producida en Estados Unidos el mayor mercado de América Latina. Una ecuación típica de mercado desigual: vender petróleo para importar gasolina (que redunda en 70 por ciento más de ganancias). Hace ya mucho tiempo, el gran negocio en el mercado de los hidrocarburos lo reporta la gasolina, no el petróleo. La pregunta, obvia, es si ese abrupto cese de la capacidad de refinamiento de Petróleos Mexicanos (Pemex) estaba incluido en las “condiciones” de negociabilidad del TLC. Los informales candados de refinamiento impuestos a la empresa petrolera le restaron cualquier viabilidad de actualización. En pocas palabras, el centro del desplome de Pemex se originó en su propia administración (y no simplemente en los fantasmas a los que se recurre comúnmente para explicarlo como “el sindicato”, “la corrupción”, “la fuga por robos”, etcétera.)

A partir de 2000, las cosas siguieron empeorando. Aunque nunca la formuló explícitamente, la propuesta de Felipe Calderón ante la opinión pública apareció como la de la privatización de la empresa. Ninguno de sus esfuerzos mediáticos logró disolver esta impresión. (Por lo visto, en el mundo de hoy, palo dado en la opinión, ni Televisa lo quita.) La respuesta radical de la oposición desinfló la iniciativa. Más aún: la derrotó.

El problema es: ¿qué sigue? ¿El reorden fiscal asegura la renovación de Pemex? Algunos expertos dicen que sí, otros, que no. La pregunta es si la oposición será capaz de pasar de la impugnación a un ejercicio de corresponsabilidad en la reforma. Sólo así podrá mostrar que no sólo es capaz de luchar, sino también de pactar y edificar.

 
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