Usted está aquí: lunes 7 de abril de 2008 Opinión Si teatro fuera

Hermann Bellinghausen

Si teatro fuera

I. Después de Godot.

Están pasivos, o casi, reunidos por la casualidad y la soledad. Como esperando a Godot. Con indolente esperanza que no sabe si rendirse a la fatalidad.

Alguien, o algo, les prometió dinero, comida, salvación, visa, libertad. O algo así de importante. Les han dado, por lo que se ve, permiso de no morir. Suena poco, pero parece bastarles.

Los hipnotizan unas pantallas casualmente encendidas todo el tiempo, que proyectan representaciones de las promesas que esperan, y que quién quita y sí.

Cenicientos, pasivos más que apacibles, deambulan. Se esfuerzan en creer, en dejarse convencer, pero hasta concentrarse les cuesta trabajo. Cansados, hambrientos, aburridos, listos para aceptar cualquier empleo, lo que les paguen, sin contar con que les ofrezcan derechos laborales ni buenos tratos. ¿Hasta cuándo? Y luego, ¿qué? Rumiando.

(Las obras teatrales concluyen, de una u otra forma, relativamente rápido. Telón y punto. Aquí no funciona así. La obra no cesa, se complica la trama, uno no sabe hasta cuándo seguirán esperando a Godot, si cambiarán de opinión y por ende de actitud, o si se quedarán dormidos. Y si soñarán).

Pero, de tanto esperar, han logrado pensar cuando las pantallas miran a otra parte. Y que piensen, eso lo sabe bien la policía, es inflamable.

¿Qué pasa cuando Godot no llega (pues en la vida real si algo llega es el momento en el que Godot no llega) y la gente sigue pensando pues qué otra le queda y de pronto decide que ya no espera nada, o que ya no va a esperar, o algo parecido?

Intermedio: Retrato espectacular

Es la entrada de San Garabato. Empiezan los “espectaculares” idénticos, uno tras otro, como en una pesadilla menor. Retratos monumentales de un presidente y un gobernador, no importa cuáles. Eso sí, cachetones. Se superponen a la escenografía de prosperidad de las avenidas centrales, se incorporan al decorado. Silentes. Pero alguien anduvo haciendo travesuras. Grafiteros debieron ser, que les han pintado en sus narices, al presidente y al gobernador, unos círculitos rojos. Tan mínimo detalle los convierte inmediatamente en payasos.

Alzan sus manos opuestas y sonríen, y aunque no visten “a la clown” ni llevan en la cabeza otra cosa que gorras de beisbol, parecen enteramente payasos. “Mejoramiento de la imagen urbana de San Garabato” dice arriba de sus cabezas.

Dos oficios que demandan cierto dominio de la escena, aunque sea para demolerla y llamar la atención del público. El lenguaje corporal de políticos y payasos revela sus intenciones, aunque ellos creen que no. Impermeables al ridículo, son otras cosas las que les dan miedo. De las que no hay aquí. Sólo están ellos, sus “espectaculares”, sus coloradas narices “intervenidas”.

II. Las cadenas ya no atan

Se descuelgan de un duro acontecer en las calles de atrás y las no calles, se cuentan de uno en fondo y forman más rayas y líneas que los planos de una ciudad. Se aclamoran en un “no puedo más” o en un “no pasarán” de cada uno que se desgrana de viva voz en colectivo.

Topan por atrás con las tramoyas y estructuras que apuntalan la escenografía de las avenidas principales, las inmaculadas vitrinas y centros comerciales donde no son bien recibidos, los salones privados donde se sirven los manjares más costosos y las drogas más vacías.

Antes de siquiera tundir el primer travesaño, de todas las bambalinas y hasta de las butacas les brincan policías de careta, armadura, garrote y granadas dispersantes, a notificarles que para ellos no hay paso, y menos así como vienen, con la voz en alto, las cadenas desenvainadas y el candado todavía colgando como badajo.

Quién tunde a quién. Caen los travesaños de la escenografía, que siempre resulta improvisada, o sea que no es grave. Los descolgados se quitan de la vista a los policías, avanzan al escenario y espantan a los protagonistas y los patiños de la telenovela.

Tiemblan los mercados. Ellos no. El teatro cambia.

 
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