Usted está aquí: miércoles 16 de abril de 2008 Opinión Pederastia, hipocresía y oportunismo

Editorial

Pederastia, hipocresía y oportunismo

A bordo del avión papal, a unas horas de iniciar su gira por Estados Unidos, Benedicto XVI afirmó ayer que los casos de abuso sexual cometidos por sacerdotes católicos en esa nación, cuyas denuncias comenzaron a proliferar en 2002 y a causa de las cuales la Iglesia católica ha desembolsado hasta la fecha más de 2 mil millones de dólares por indemnizaciones, constituyen “una vergüenza que no se debe repetir”. En el mismo sentido, el obispo de Roma manifestó que es urgente “hacer justicia a las víctimas” de esos delitos y se comprometió a “hacer todo lo posible para que esto no vuelva a suceder”.

Fuera de contexto, las declaraciones de Joseph Ratzinger pudieran resultar plausibles y su compromiso, deseable, para enderezar el rumbo de una institución que se encuentra sumida en el descrédito. Los abusos sexuales realizados por clérigos católicos –contra niñas y niños, contra monjas, feligreses y seminaristas– no son una norma, pero tampoco un hecho excepcional; constituyen una tendencia y un patrón que las jerarquías eclesiásticas y el propio Vaticano se empeñaron en negar, silenciar o minimizar durante mucho tiempo. Significativamente, la Iglesia católica ha sido, por tradición, mucho más tolerante hacia los curas violadores y pederastas que hacia quienes incumplen abiertamente el voto de celibato, y con ello ha establecido la hipocresía como regla de conducta tácitamente aceptada en sus filas. Hoy, y ante la falta de sentido de justicia con que el papado y su actual dirigente máximo se han desempeñado ante casos de abuso sexual cometidos por sacerdotes, los propósitos formulados ayer por Ratzinger carecen de credibilidad.

Cabe recordar, por ejemplo, que el propio pontífice en funciones, a instancias de su antecesor, Juan Pablo II, tuvo a finales de 2004, cuando aún presidía la Congregación para la Doctrina de la Fe, la oportunidad de reabrir el expediente del fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, y esclarecer de una vez por todas las acusaciones graves y verosímiles que pesaban contra ese religioso michoacano, hoy difunto, por presuntos delitos de abuso sexual infantil.

Los testimonios que sustentaban tales señalamientos nunca fueron desmentidos, pero la jerarquía eclesiástica rehusó en su momento someter a Maciel a un proceso canónico y, argumentando la avanzada edad del cura y su “débil” salud, decidió suspenderlo a divinis, en 2006, cuando Ratzinger ya ocupaba el trono de Pedro, e invitarlo a llevar una vida de oración y penitencia. Al parecer, el papado pretendió desactivar el escándalo y retirar al sacerdote de la vida pública sin entrar en confrontación con los Legionarios de Cristo, una orden que aporta al catolicismo institucional vastas cuotas de poder secular político, económico, mediático y educativo en diversos países, entre ellos México; lo que logró, en cambio, fue que Maciel se fuera a la tumba con un imborrable estigma de pederasta: con esa salida turbia y vergonzante, se canceló cualquier posibilidad de hacer justicia a las presuntas víctimas del fundador de los Legionarios, y de exonerarlo en forma contundente de las acusaciones.

Con tal antecedente, la declaración emitida ayer por Joseph Ratzinger resulta por demás tardía e inverosímil. Para creerle a Benedicto XVI se necesitaría un compromiso serio y sostenido por parte del Vaticano en la exclusión y la sanción de sacerdotes que, al amparo de la autoridad moral que ejercen sobre los fieles, han destruido numerosas vidas y agraviado a la sociedad en sus entornos más fundamentales. En tanto que ese compromiso no se concrete y se refleje en las acciones de la jerarquía eclesial, mientras no se perciba una consecuencia entre las acciones y el discurso, no hay motivo para ver en la declaración papal de ayer algo más que un gesto de relaciones públicas dirigido a sus anfitriones estadunidenses.

 
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