Usted está aquí: viernes 2 de mayo de 2008 Opinión Navegaciones

Navegaciones

Pedro Miguel
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■ Lorenz, Señor del Caos

■ Sotavento, Barlovento, Adriana

Ampliar la imagen El sabio El sabio

Ampliar la imagen Modelo tridimensional de las ecuaciones del Caos Modelo tridimensional de las ecuaciones del Caos

Es tiempo de volver a temas náuticos. El domingo 25 de abril de 2004 esta columna empezó con una pregunta: ¿A cuál, de entre todas las deidades marinas, se invoca en el momento de zarpar? El mundo ha recorrido desde entonces cuatro círculos en su trayecto casi inalterable y no ha sido su rotación, danza de derviche cósmico, la causante de los ventarrones numerosos y a veces trágicos que han pasado sobre nuestras cabezas desde entonces. Los vientos globales son producidos en primer lugar por el desplazamiento del aire entre zonas de alta y de baja presión, pero en los acercamientos a la escala local –un continente, una cuenca, tu barrio– aparecen, además, soplos que nacen de contrastes entre el mar y la tierra firme o entre el valle y la montaña, o de factores innumerables y pequeños como los chillidos primigenios de los bebés, los primeros suspiros de los enamorados, los últimos de los agonizantes o el aleteo de las mariposas. Así lo postuló Edward Norton Lorenz, matemático y meteorólogo recientemente fallecido, Señor del Caos, quien empeñó muchos días y noches en el desarrollo de un sistema dinámico, determinístico, tridimensional y no lineal (el primero que lo entienda se lo explica a los demás) para entender fenómenos atmosféricos que escapan de lo predecible. Es posible que las gráficas con las que se representa ese modelo, llamado Atractor de Lorenz, hayan llevado a la mente del sabio la idea del lepidóptero, aunque otras fuentes postulan que en realidad el meteorólogo se inspiró en un cuento de Ray Bradbury, El sonido del trueno, en el que unos viajeros del tiempo pisan inadvertidamente una mariposa y, cuando regresan a su época, se encuentran con un mundo que, a causa de esa pequeña alteración, tomó un rumbo evolutivo distinto y que, a ojos de ellos, se encuentra severamente alterado.

Así quedó el entendimiento del que navega, de por sí precario, cuando trató de descifrar las ecuaciones correspondientes a ese modelo, los números de Prandtl (relación entre viscosidad y conductividad térmica de un fluido) y Rayleigh (cuantificación de la transmisión de calor en una capa de fluido con producción interna de calor por radiación), el conjunto de Julia, el polvo de Cantor (del que derivan la alfombra de Sierpinski y la esponja de Menger), el mapa Henon, el teorema de Poincaré-Bendixson, la herradura de Smale y el exponente de Lyapunov. La profanidad de mi mirada (“que carece de conocimientos y autoridad en una materia”, dice la tercera acepción de profano en el mamotreto de la RAE) logra, sin embargo, ver en los postulados de Lorenz y en la jerigonza que los acompaña un mérito fundamental: haber alcanzado uno de esos momentos luminosos en que la ciencia y la poesía se toman de la mano y se dicen cosas al oído.

Volvamos a los vientos, que su clasificación es cosa útil para la gente marinera. Se llaman catabáticos los que descienden de los grandes promontorios a los valles, y anabáticos aquellos que trepan desde las regiones bajas hacia las altas a medida que el sol calienta el relieve. Y así como muchos hogares tienen una mascota entrañable, numerosas regiones y micro regiones del mundo poseen sus vientos singulares, con personalidades y nombres propios: Alisios, Cierzo, Galerna, Mediodía, Gregal, Lebeche, Pevante, Poniente, Mistral, Siroco, Simún, Solano, Tramontana, Ábrego, Xaloc, Pampero, Zonda, Kóshkil, Sudestada, Cudo, Norte, Xocomil. Impresionante, este último, cuando baja a las cinco de la tarde por las faldas del volcán Atitlán y convierte al lago del mismo nombre, hasta esa hora plácido como una sartén de aceite frío, en un mar furibundo y peligroso.

Todo esto comenzó porque usé en algún lado el topónimo Sotavento para referirme a las costas bajas del Golfo de México y me vino la duda de lo que significa esa hermosa palabra derivada del latín subtus, debajo, y ventus, viento. Hallé que quiere decir “la parte opuesta a aquella de donde viene el viento, con respecto a un punto o lugar determinado”, o sea que es incluso más abstracta que oriente y poniente, norte y sur, arriba y abajo, babor y estribor, por más que, al igual que su contrario, barlovento, haya tomado cuerpo como nombre de muchos sitios: las islas de Sotavento son, en el archipiélago de Cabo Verde, un grupo formado por Maio, Santiago, Fobo y Brava; frente a las costas de Venezuela hay otro manojo de ínsulas sotaventinas que forman parte de las Pequeñas Antillas: Aruba, Curazao, Bonaire, Las Aves, Los Roques, La Orchila, La Tortuga, Coche, Cubagua y la célebre Margarita, perla del Caribe Mar; también reclaman el nombre colectivo algunas de la Polinesia francesa y, desde luego, la llanura veracruzana, que vive en eterna resistencia ante el viento Norte. Dice el son tradicional: “Los barcos están parados / porque no les sopla el viento / y por eso no han entrado / barquitos a Sotavento”. Y Nicolás Guillén replica: “Cuelga colgada, / cuelga en el viento / la gorda Luna / de Barlovento”.

Cada Sotavento tiene su Barlovento, de los que hay también muchos: un ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife, al norte de La Palma; la infinita llanura que se extiende por los municipios mirandeños de Acevedo, Andrés Bello, Brión, Buroz, Páez y Pedro Gual, en Venezuela; las islas Santo Antão, São Vicente, Santa Luzia, São Nicolau, Sal y Boa Vista, en Cabo Verde, y todas las antillas que no son sotaventinas, es decir, un montón. José Luis García Grimaldo y Vázquez y Rodríguez del Monte de Santa Ana y Lobos, quien honra a sus vecinos permitiéndonos llamarlo El Bolas, me hizo caer en la cuenta que también en tierras chiapanecas existe una región a la que se le llama El Barlovento, pero no me queda claro si trata de lo que queda frontero con Campeche, o si es por el rumbo de Motozintla, o qué. Lo que sí pude averiguar es que existió en tierras de Centroamérica, en tiempos coloniales, un impuesto, primo de la alcabala, al que se daba ese nombre.

En su doble advocación de arpista jarocha y de odontóloga, Adriana Cao Romero imprime en los rostros el signo universal de la felicidad, que es la sonrisa. Esta semana me llegaron, juntas, la mala noticia de que se lastimó severamente una rodilla y la buena nueva de que su curación lleva el rumbo de barlovento, es decir, va con viento favorable.

Adriana Cao Romero,
sotaventina esplendente:
me enteré de tu accidente
y en esta décima quiero
darte el abrazo sincero
de toda la concurrencia,
pues en tu convalecencia
permaneció el arpa muda
y hoy la gente te saluda
con síndrome de abstinencia.

 
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