Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 4 de mayo de 2008 Num: 687

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Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Hablar de Kapuscinski
MACIEK WISNIEWSKI Entrevista con ARTUR DOMOSLAWSKI

Dar a la voz a los pobres
MACIEK WISNIEWSKI

José Martí: universalidad
y nacionalidad

HÉCTOR CEBALLOS GARIBAY

Dylan Thomas:
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José Martí: universalidad y nacionalidad

Héctor Ceballos Garibay

En las postrimerías del siglo XIX, la creación o la consolidación del Estado-Nación aparecía como una de las grandes conquistas civilizatorias de la humanidad. En efecto, ya fuera de cara a la retardataria descentralización feudal o frente al funesto autoritarismo de las monarquías absolutistas, el fortalecimiento de la soberanía nacional significó no sólo ampliar los derechos y las libertades de los ciudadanos, sino que también derivó en la edificación de la plataforma económica indispensable para el desarrollo social de los pueblos. Desde esta perspectiva, y con referencia particular a Latinoamérica, resulta evidente que las políticas públicas de nuestros países (medidas proteccionistas, asistencia social, integración cultural, etcétera) se enmarcaron en un contexto histórico convulso y conflictivo en donde confluyeron elementos cruciales como el paso del mundo rural a la sociedad urbano-industrial, la búsqueda de la cohesión y la identidad nacionales, y la defensa de la riqueza y el patrimonio propios ante a la voracidad explotadora de las potencias imperialistas.

José Martí, paradigma del intelectual comprometido con la libertad de su patria, genial poeta que enriqueció la construcción lírica y prosística del español, vislumbró en unas pocas reflexiones y aforismos cuál era la mejor forma como podía florecer la relación dialéctica entre lo local y lo universal, entre lo particular y lo general, entre ese amor que debemos profesar al terruño en donde nacimos y la pertenencia amable y agradecida que cada individuo tendría que predicar hacia el conjunto de la especie y el planeta que habitamos. Hoy, a principios de la actual centuria, nunca había cobrado mayor vigencia aquel planteamiento martiano que aparece escrito en su sentido homenaje a Emerson: “Que el alma humana, al viajar por toda la naturaleza, se halla a sí misma en toda ella; que la hermosura del Universo fue creada para inspirarse el deseo, y consolarse los dolores de la virtud, y estimular al hombre a buscarse y hallarse; que dentro del hombre está el alma del conjunto, la del sabio silencio, la hermosura universal a la que toda parte y partícula está igualmente relacionada.” Con una suerte de júbilo humanista, el revolucionario cubano –quien supo abrevar sabiduría de los clásicos antiguos y modernos– hizo suya aquí la tesis del gran pensador estadunidense: “El orden universal inspira el orden individual.” Es curioso observar que, años más tarde, el insigne Alfonso Reyes, nuestro erudito mayor, inmerso como estaba en la acre polémica entre los nacionalistas y los cosmopolitas –una discusión que aconteció en México durante los años treinta del siglo pasado– igualmente disertó sobre la amalgama virtuosa que debe existir entre lo propio local y lo nuestro universal, coincidiendo en esto con el héroe cubano. Al respecto, el polígrafo mexicano fue claro y preciso: “Nada puede sernos ajeno, sino lo que ignoramos. La única manera de ser provechosamente nacional consiste en ser generosamente universal, pues nunca la parte se entendió sin el todo.”

Y si en las tres centurias pasadas fue prioritario fortalecer al Estado-Nación a través de impulsar y respaldar los procesos de revolución y liberación nacionales, todo ello a la luz de las asechanzas imperialistas y neocolonialistas de las superpotencias de aquel tiempo, en estos albores del siglo XXI, en cambio, resulta no sólo pertinente sino urgentísimo concebir y poner en práctica una nueva interrelación entre lo nacional y lo universal que evite caer en los dos peligrosos extremos que acosan a todo el orbe: el chovinismo y el malinchismo, el ultranacionalismo y la actitud vendepatrias, el sectarismo localista y la xenofobia racista. Desdichadamente, estos flagelos son cada día más peligrosos y ellos, en tanto visiones antitéticas e irreconciliables, ponen en riesgo la paz social en multitud de regiones y a nivel mundial. En la actualidad nadamos en las turbulentas aguas de la globalización tecnocrática (un mundo inicuo avasallado por la superioridad militar de Estados Unidos); asimismo es verdad que caminamos por sobre las pantanosas tierras donde prolifera el terrorismo fundamentalista, las cruentas luchas interétnicas y raciales, los grandes flujos migratorios de los países pobres a los ricos, y las devastaciones (polución, deforestación, calentamiento global) y carencias básicas provocadas por la actual crisis ecológica de nuestro hábitat común. Para colmo de males, no debe olvidarse cuál es el telón de fondo del drama aquí esbozado. Basta referirse a la oprobiosa experiencia histórica padecida en el siglo xx: el Holocausto hitleriano, la hecatombe nuclear en Hiroshima, el gulag soviético, el genocidio en Camboya y las guerras de limpieza étnica en la ex Yugoslavia y en África. Así las cosas, cuando más se vuelve necesario cultivar y practicar la tolerancia, concebida ésta no sólo como la aceptación de las diferencias de todo tipo, sino como el aprendizaje diario de la convivencia con el otro, no está de más recordar aquella luminosa sentencia de José Martí, una admonición justa y elocuente: “Peca contra la humanidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas.”

Además de rechazar el odio entre las razas y los pueblos, asimismo debe insistirse en el hecho de que no existe mayor fortuna para el desarrollo civilizatorio de los conglomerados humanos que la simbiosis de diferentes culturas, tal como se puede aquilatar en el caso de los países de América Latina, en donde, gracias al constante entrecruzamiento de españoles, mestizos, indígenas, negros, asiáticos, etcétera, pudo gestarse un riquísimo mosaico cultural que no sólo ahora nos proporciona una identidad plural y específica, sino que también constituye el mejor legado histórico del que podamos vanagloriarnos. Así, entonces, cada nación, tal como lo corrobora la propia España (donde felizmente es posible encontrar vestigios de celtas, iberos, fenicios, griegos, romanos, judíos, árabes y cristianos), se deriva históricamente de la benigna amalgama de multitud de tradiciones y costumbres que, a la postre, constituyen la esencia de ese rostro específico e irrepetible de cada país. Es verdad que tampoco debe olvidarse el altísimo grado de violencia, discriminación y explotación que se produjo durante la mayoría de esos encuentros entre culturas diversas, pero de cara a los procesos ya consumados sería estéril quedarse en el plano de las proclamas resentidas y los lamentos infinitos, máxime si estamos abogando por crear una nueva actitud tolerante y comprensiva en donde desaparezcan los prejuicios y las fobias étnicas y raciales, las cuales conforman el mejor caldo de cultivo para propiciar la crueldad de la guerra. Martí, quien supo diferenciar entre los pueblos y sus gobernantes, también fue capaz de reconocer lo valioso de cada país en cuanto a las características nobles de su gente común y en lo referente a las virtudes y los talentos de sus próceres y artistas, de quienes abrevó infinidad de lecciones provechosas tanto para su propia expresión estética originalísima, así como para su lucha en pro de la libertad de Cuba.

En estos albores de siglo y milenio, lo más sensato es huir del falso dilema que obliga a escoger entre lo universal o lo nacional. Como bien lo concibiera en su época Alfonso Reyes, no se puede privilegiar la parte sobre el todo, ni viceversa, y menos en un tiempo histórico en donde prolifera la comunicación satelital y por internet, cuando las epidemias, el ecocidio y el terrorismo rebasan cualquier frontera, justo ahora que se unifican los mercados comerciales, se internacionaliza el derecho penal y se expande la cultura democrática. En tanto que compartimos para bien y para mal tantos asuntos de capital importancia, no queda otra alternativa que aprovechar, en los marcos del multilateralismo político, y respetando la soberanía de los Estados, la creciente simbiosis entre lo autóctono y lo extranjero, entre lo nacional y lo universal, entre nuestras raíces originarias y las nuevas y ricas aportaciones que se generan a partir de la interrelación dialéctica de diferentes culturas. En vez de encerrarnos y aislarnos, debemos reivindicar los aspectos positivos de un planeta cada vez más interdependiente y multiétnico, en donde la confluencia benigna de distintas lenguas, tradiciones, artes y saberes paulatinamente se reflejará en el enriquecimiento civilizatorio de la especie humana, un mundo en el cual, gracias a las bondades de la educación, podrá fomentarse la lucha en contra de la xenofobia y el racismo, al tiempo que se propicia la convivencia pacífica y tolerante de los pueblos.

Asimismo, resulta desacertado suponer que el fenómeno de la expansión tecnológica capitalista a lo largo y ancho del orbe propicia irremediablemente la extinción de los usos y costumbres culturales de cada nación. El ejemplo conspicuo de Japón corrobora que el impresionante desarrollo tecnoeconómico que este país tuvo durante los años ochenta del siglo xx, siempre de acuerdo con patrones de producción y consumo típicamente occidentales, no condujo en ningún momento a la erradicación de sus formas ancestrales de conciencia y convivencia propios de la cultura oriental nipona. Igualmente puede argüirse que la reciente adopción del euro como moneda única en la Unión Europea, para nada ha mermado el acendrado patriotismo de, pongamos por caso, los franceses o los españoles. Tal situación demuestra que las fuerzas productivas de las sociedades no sólo se distinguen por su incesante movimiento progresivo, sino que además la estructura económica guarda una cierta autonomía respecto del mundo ideológico-simbólico (religión, filosofía, arte), el cual se encuentra profundamente arraigado en las comunidades concretas y por ende cambia de manera más pausada y con enormes resistencias de cara al fugaz transcurrir del tiempo. De todas suertes, ni los aspectos loables de la globalización económica ni la modernización política deben ser percibidos como amenazas a la riqueza espiritual y cultural de los distintos países que constituyen la Tierra. Por el contrario, una globalización alternativa que sea incluyente, equitativa y que cuente con la participación activa de la sociedad civil mundial, bien podría contrarrestar fenómenos funestos como el ultranacionalismo, el fundamentalismo terrorista y las invasiones ilegales y unilaterales de la superpotencia imperial.

A sabiendas de que en América Latina, amén de sus similitudes, también existían diferencias históricas innegables, Martí no abogaba por una federación política de los países de “nuestra América”, sino más bien anhelaba una unión política, económica y cultural que consiguiera fortificar el “alma continental”. Dicho en otras palabras: lograr la “unidad de espíritu” al mismo tiempo que se respetaban las peculiaridades y la autonomía de cada nación. En esta visionaria y lúcida concepción internacionalista, la parte (la nación) debía integrarse al todo: primero al continente y luego al mundo entero. Nada mejor, en este sentido, que recordar las palabras siempre poéticas del bardo isleño: “Injértese en nuestras repúblicas el mundo, pero que el tronco sean nuestras repúblicas.”

En esta incesante y urgente búsqueda de un concepto que abarque la dialéctica entre lo nacional y lo universal, resulta de vital importancia admitir que los pueblos tienen determinados rasgos de carácter, ciertas tendencias y constantes culturales prototípicas de su ser histórico, lo que no significa que éstas se vuelvan manifestaciones eternas y exclusivas de dichas comunidades. Pero al profundizar en torno del “carácter social” específico de cada comunidad, no debe perderse de vista tanto las transformaciones civilizatorias en ella acontecidas como las semejanzas que por fortuna y en tanto que especie compartimos con el conjunto de la humanidad: la capacidad racional, el anhelo de justicia y libertad, y la tendencia natural hacia la invención artística. Y sólo así, una vez que nos hemos reconocido como culturas nacionales peculiares, con sus respectivas virtudes y defectos, seguramente que podremos comprender mejor las cualidades y los desaciertos de las sociedades vecinas y lejanas que nos circundan. Quizá, si retomamos y propagamos la máxima martiana: “admirar siempre (quien no admira es ínfimo), imitar nunca”, entonces estaremos como pueblos concretos y como especie en su conjunto en mejores posibilidades de construir un mundo, si no perfecto y armónico, cuando menos sí perfectible y solidario.