Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 4 de mayo de 2008 Num: 687

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Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Hablar de Kapuscinski
MACIEK WISNIEWSKI Entrevista con ARTUR DOMOSLAWSKI

Dar a la voz a los pobres
MACIEK WISNIEWSKI

José Martí: universalidad
y nacionalidad

HÉCTOR CEBALLOS GARIBAY

Dylan Thomas:
padres e hijos

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Columnas:
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Verónica Murguía

Turismo religioso

Desde que me enteré que existe el proyecto de construir en el estado de Jalisco un complejo religioso turístico que costaría al erario millones de pesos, el tema se ha convertido en una obsesión para mí. No sólo porque me deprime ver cómo el México laico en el que crecí se está convirtiendo poco a poco en un desfile de mochos poderosos que creen que si sueltan dinero a la Iglesia, San Pedro les va a dar una suite en el cielo; también porque la expresión “turismo religioso” me irrita.

Y ni modo, aceptaré que quizás es válida. Tal vez su fealdad sea nomás un síntoma de los tiempos que corren. Lo que antes era la “procesión propiciatoria”, la penitencia camino a Chalma, o la ruta Jacobea, ahora se llama turismo religioso y parece creado por Disney.

He visto proyectos de ésos en la tele. Una tarde inolvidable, vi un programa dedicado a un parque de diversiones con tema cristiano en el sur de Estados Unidos. Era de una fealdad tan pura, que parecía construido para convertir en ateo al más creyente.

Hay en el parque una montaña rusa en cuya cima se levanta una representación de Cristo con los brazos abiertos, nimbado con focos de colores y neón. Imaginé, aunque eso no lo vi, que para hacerla de emoción el carrito bajaría hecho la raya hasta las fauces de un diablo como de la Divina comedia. El visitante, con el estómago en la garganta, vería aproximarse el hocico de Belcebú, y ya cuando se sintiera dentro, zaz, el carrito daría un viraje y subiría otra cuesta para encontrarse de nuevo con Jesús.

La cafetería imitaba el pesebre del salvador; se vendían horribles llaveros, calcomanías y muñequitos. Era tan grotesco que intuí un vago tufo de mala fe. Pero los dueños se hacían los místicos: ponían los ojos en blanco, juntaban las manos como si rezaran y hablaban en sonrientes bisbiseos. Seguro son millonarios. ¿Será algo así lo que quieren hacer en Jalisco?

No ignoro que el peregrinaje es antiquísimo. El templo de Apolo en Delfos recibía muchísimos devotos que iban a consultar el oráculo o a dar gracias al dios por los favores recibidos. Roberto Calasso nos dice: “Liras, trípodes, carros, mesas de bronce, bañeras, tazas, calderos, cráteras, esperones: esto se ofrecía a la mirada en el mégaron del templo de Apolo. […] Cada uno de estos objetos era un acontecimiento, el compendio de una vida, y con frecuencia, de muchas vidas y muchas muertes.” Como los milagritos de las iglesias mexicanas. Y Delfos vivía de sus peregrinos, como tantas ciudades antes que ella, y como tantas, sobre todo Roma, después.

Así, he visto en Roma a los mansos rebaños de turistas de todo el mundo detrás de los guías que los pastorean, mirando atónitos la Capilla Sixtina, esperando la aparición del Papa, recorriendo las galerías inconcebibles del Museo del Vaticano o asomados a la vitrina que resguarda las cadenas que sujetaron a San Pedro. Todos compran calendarios, bendiciones, rosarios y estampitas.

Por supuesto, en la Edad Media el fenómeno alcanzó un inusitado esplendor. Incontables peregrinos iban de Sevilla o Damasco a la Meca; de la Tour Saint Jacques a Santiago de Compostela; de Rocamadour a Fulda; de Londres a Jerusalén –los más literales apartaban lugar con una piedrita en el valle de Josafat para ver en primera fila el Día del Juicio–; a Venecia para adorar las reliquias de San Marcos; a Constantinopla, a honrar la colección más opulenta de narices, dientes, fémures, pelo, ampollas de vidrio llenas de leche de la Virgen, astillas de la Santa Cruz y hasta, durante años gloriosos para la iglesia de Santa Sofía, la cabeza del Bautista. Debo decir que había varias cabezas de San Juan en Europa, y la fe de los romeros no decaía.

Los cuentos de Canterbury, de Geoffrey Chaucer son narrados por un grupo de peregrinos que van a “venerar el sepulcro del bienaventurado mártir Santo Tomás Becket, quien en más de una ocasión les ha ayudado en sus necesidades”. Y aunque los personajes iban contentos, también había algo grave y solemne en su propósito, como lo hay en los millones que vienen, a veces en medio de sufrimientos, a rezar a la Virgen.

Es por esto que, a mi parecer, el inefable gobernador riega el tepache: ni es turismo el peregrinar, ni el creyente tiene por qué ir a un hotel con capilla. No hay reliquia, como el ayate, ni imagen santa, ni Ka' bba inmemorial. Sólo están sus ganas de hacer negocio con el párroco, y eso se ve desde aquí.