Usted está aquí: lunes 5 de mayo de 2008 Opinión El tequila que desafió a la historia

Víctor M. Toledo
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El tequila que desafió a la historia

Jalisco ha sido y sigue siendo una región de charros, con todo lo que ello simboliza de conciencia hípica, sueño de caballerías, afirmación de la virilidad, herencia hispana y sonar de espuelas. Detrás de cada charro hay por lo general una dama sumisa, un pasado elitista, una imaginación ligada a la pistola, la hacienda y el ganado, una memoria de terrateniente y una familia católica. No debe olvidarse que el charro proviene de una evolución que se origina en la conquista, donde el caballo opera como emblema de superioridad militar, sigue en el virreinato, donde a los indígenas les estaba prohibido montar o poseer caballos, se torna “cuerpo de rurales” en el siglo XIX y fuerza de apoyo al emperador Maximiliano, hasta consolidarse durante el porfirismo en la figura de los hacendados.

Con ello se logra una separación neta entre “los de a caballo” y “los de a pie”. Todavía hoy las manifestaciones rurales expresan esa distinción. Los campesinos, indígenas, jornaleros. pescadores y arrieros, como antes los peones, marchan a pie; en cambio las elites sociales y políticas realizan cabalgatas (revitalizadas por Fox y los gobernadores del norte). Por ello todo corazón de charro encierra siempre un anhelo por distinguirse de la plebe, poseer una hacienda (y hoy en día una empresa, una fábrica o al menos una franquicia) y domeñar a una mujer (o varias) y a un caballo. La excepción histórica es, por supuesto, Emiliano Zapata (que de campesino se convierte en jinete y conquista un instrumento de los conquistadores) y quizás Jorge Negrete (por su fervor sindicalista).

Por lo anterior, la ideología política del charro es generalmente conservadora e incluso reaccionaria, y su mayor éxito ha sido colocar internacionalmente la imagen del charro como icono de la mexicanidad. A escala personal, el charro siempre intenta imponer sus creencias por sobre todas las otras, cantadas más que pronunciadas a través del mariachi, y teniendo como marco una audiencia pletórica de comparar hombrías y caudillos. No hay charros democráticos ni jinetes tolerantes, pues se pone en riesgo el control del caballo, de la mujer y de la hacienda.

Lanzar una mentada de madre por medio del micrófono, la cual se vio de inmediato diseminada y amplificada por una batería de bocinas, en un auditorio rebosante de charros y con la obligada anuencia del señor cardenal, debió de haber sido una experiencia inolvidable, sobre todo porque iba dirigida a los disidentes y críticos. Pero especialmente porque configuró un acto de catarsis individual y colectiva, actual y del pasado, de un sector de la sociedad mexicana que a pesar de todo sigue existiendo.

El charro encierra una conciencia oculta de desplazado histórico, donde la hacienda (la posesión de riqueza) fue confiscada primero por las Leyes de Reforma impulsadas por Juárez y después por el vendaval de la insurgencia campesina y la reforma agraria. Ambas reformas (contra los “hacendados” religiosos o civiles) menguaron el poder del jinete y la fuerza emblemática del caballo hasta casi su exterminio, pero no lograron su desaparición. La “utopía charra” renace y se recrea todo el tiempo en las figuras actuales de empresarios, políticos, urbanizadores e industriales que, no obstante su condición moderna (vestimentas, modales y actitudes), son en el fondo una transfiguración de una ideología ligada a la identidad hispana, hípica y hacendaria, que contrasta y se aleja de lo indígena, de lo popular y de las mayorías.

El discurso del gobernador de Jalisco, soez y violento, es entonces un monumento para el análisis sociosicológico e histórico. La inmensidad de su rabia delata la dimensión del agravio sufrido por su clase y la profundidad de su desplazamiento social y político. Hoy este sector, dejado fuera del juego durante décadas, rebrota como fuego de una yesca estimulada por los nuevos vientos del neoliberalismo. Y no es para menos: subidos a la barca de la modernización neoliberal, los hijos o nietos de los antiguos hacendados del centro de México detentan buena parte del poder político mexicano. En sus cabezas (conciencias e inconciencias) irrumpe como un fantasma la necesidad de reivindicar a sus antepasados venidos a menos y a todo ese mundo felizmente articulado de caballo, mujer, religión, madre, hispanidad y hacienda.

Resta saber qué mecanismos convirtieron al gobernador de Jalisco en el eficaz reivindicador de una elite desplazada, en el portavoz de una herida histórica, contenida, no olvidada. Todo apunta hacia otro elemento paradigmático: el tequila, cuya ingesta es más que simbólica de todo jinete en vías de sincerarse y que esta vez agregó un nuevo atributo a su ya larga lista de virtudes. El desnudo retórico que escenificó el gobernador jalisciense fue rotundo, desbordante y brutal. La tradición no se equivoca: quiso hallar el olvido al “estilo Jalisco”, pero aquellos mariachis y aquél tequila le hicieron mentar. No hay más explicación. Las copas que se tomó el gobernador fueron de un tequila que desafió la historia.

 
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