Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 11 de mayo de 2008 Num: 688

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Un pornógrafo sublime
RAÚL OLVERA MIJARES

Poética
ARIS ALEXANDROU

La batuta de Morricone
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Morricone en Oriente
LEANDRO ARELLANO

Ricardo Martínez:
rigor y poesía

MARCO ANTONIO CAMPOS

Escribir y ser otro
JUAN MANUEL GARCÍA Entrevista con MARIO BELLATIN

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Columnas:
Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
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Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
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Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

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Ricardo Martínez: rigor y poesía

Marco Antonio Campos


Ricardo Martínez Foto: Flor Garduño

En la editorial Siglo XXI, en coedición con el Instituto Nacional de Bellas Artes, acaba de aparecer el bellísimo libro Atmósferas preparado y prologado por el notable crítico de arte Miguel Ángel Muñoz, quien ha seguido desde hace años con conmovedora lealtad la persona y la obra pictórica de Ricardo Martínez. Antecedido por una presentación de María Teresa Franco, directora de Bellas Artes, el libro contiene textos del propio Miguel Ángel Muñoz, Octavio G. Barreda, Francisco Giner de los Ríos, Rubén Bonifaz Nuño, Ricardo Garibay, Alaíde Foppa, Marta Traba, Luis Cardoza y Aragón, Fernando Benítez, José Joaquín Blanco y Ramón Xirau. Es el primer libro de arte que hace realmente justicia a Martínez por la gran belleza de la edición y la calidad o el interés de los textos reunidos. Da vergüenza decirlo, pero Ricardo Martínez tuvo que cumplir noventa años para que un grupo de gente interesada echara a andar un libro digno de su obra.

Si ya en décadas anteriores, el vuelo y revuelo mediático eran una manera da darse a conocer, en los últimos años, con el desarrollo de las tecnologías, esto ha crecido a niveles desproporcionados. Nadie más alejado de eso entre los pintores nuestros que Ricardo Martínez. Toda su obra la ha hecho en un silencio creativo, en un prolongado diálogo consigo mismo, lejos de micrófonos, grabadoras, pantallas de televisión o cámaras fotográficas. Ese aislamiento, que en muchos puede causar extrañeza o incomprensión, lo vemos ahora como una conducta íntegra de alguien que solamente pensó en crear una obra. Martínez perteneció a las selectas minorías y jamás le molestó esa pertenencia. En ese sentido, tenía razón Fernando Benítez cuando decía en 1984 que Martínez era “la antípoda de Diego Rivera, de Siqueiros y en nuestro tiempo de José Luis Cuevas”, quienes estaban siempre en escándalos, pleitos y disputas, y que tenían como distintivo el arrebato acre en la polémica y el fuego furioso en la diatriba.


Figuras yacentes, 1995

Pese en su aislamiento, Ricardo Martínez tuvo siempre verdaderos devotos entre poetas y críticos de arte notables. Tener un cuadro de Ricardo Martínez era un bien preciado. Pienso en tres poetas que han sido mis maestros y quienes fueron muy amigos de Martínez. Cuando a mediados de los años setenta iba a casa del poeta y filólogo nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez, me mostraba orgulloso una pequeña pintura de la primera época y me comentaba que Martínez apreciaba mucho que la guardara para sí durante tantos años; si se entra a la vasta biblioteca de Alí Chumacero, el cuadro más visible que se encuentra (se halla montado en un caballete en el ángulo izquierdo), es un bellísimo árbol pintado por Martínez al promediar el decenio de los cincuenta; Bonifaz Nuño es poseedor asimismo de quince pinturas de caballete y cosa de veinte dibujos.

Hay pintores que parecen pintar un solo cuadro. En gran medida Martínez lo ha hecho, al menos en tres aspectos: uno, en el rigor milimétrico con el que pinta cada pintura o dibujo; otro, en la honda poesía que hay en sus imágenes, y el tercero, en sus motivos tenazmente mexicanos. “Cuántas tensiones matemáticas y relaciones poéticas” hay en la obra de Martínez, exclama admirado Luis Cardoza y Aragón.


Mujer con palma, 1995

No hay casi cuadro de la primera época de Martínez, de los hechos entre 1944 y 1955, es decir, entre los veintiséis y los treinta y siete años, que no me llame la atención y algunos de ellos me parecen perfectos en su forma y conmovedores en el asunto tratado: Memoria de mi padre, donde el progenitor, despojándose prácticamente de todo, se prepara para entrar, acompañado por figuras que se alejan de espaldas, al territorio de la muerte; Paisaje de Santa Rosa en verde, de admirable trazo, en el que la magueyera y los montes los sentimos en el cuerpo en toda su aspereza; Niños con guitarra negra , donde el inclinado y triangulado rostro de los niños, concentrados en la música, nos causa una gran ternura; La sábana, que puede ser, que quizá sea, una versión mexicana de la deposición de Cristo, y Las dos barcas y Mujeres con bueyes, que nos dan una impresión de misterio inaprensible, de mansedumbre diaria y de melancólica lejanía. En estos años, sobre todo a principios de los cincuenta, Martínez pintó una serie de retratos, pero no aparecen reproducidos en este libro.

El último período de Martínez, o si se quiere, la última temática, es la de las grandes telas con sus figuras monumentales, en la que casi todos los críticos han advertido la huella de la escultura prehispánica, y que lo emparienta en alguna vía, según creemos, con la pintura de Tamayo. Las esculturas precortesianas y la pintura de Martínez parecen salir de las ciudades enterradas de México. Si algo tiene México, a diferencia de la mayoría de los países americanos, son raíces; si algo tiene la pintura de Martínez son las raíces de lo mexicano. En sus pinturas oímos el silencio de nuestra gente y de nuestro paisaje mucho más hondo que en los demás pintores mexicanos.


Desnudo reclinado II, 1983

Permítaseme una anécdota personal. Un par de tardes, en 2005, Miguel Ángel Muñoz me pidió acompañarlo a casa de Ricardo Martínez. Luego de horas de conversación literaria y musical (Martínez es quizá el pintor mexicano con más lecturas literarias y con más gusto por la música) nos mostró una serie de sus grandes telas. Una y otra vez no dejaba de asombrarme la manera de crear en figuras desproporcionadas una viva sensualidad. El centro del centro de su mundo es la mujer. Desde la primera vez que vi sus desnudos de mujeres me parecía que las pintaba con el pincel y el tacto : ya solas y desnudas (en posición horizontal, de lado o de pie), ya en el abrazo ansioso con el amante, ya en la cópula abrasadora. La mujer es creada en una desnudez del primer instante del mundo con líneas ligera o largamente curvadas. En su aparente inmovilidad las figuras, gracias a los juegos vivos de las líneas, de los innumerables matices del color y de las vibraciones destellantes de la luz, tienen un ritmo secretamente incesante. “Y hay qué decir –escribió Bonifaz Nuño– que muy pocas veces la mujer ha sido figurada con majestad tan alta.” Y a su vez Alí Chumacero dice sobre la mujer en la pintura de Martínez: “La majestad de la presencia, cercana al tacto y sobre todo a la mirada, es un resumen de las fuerzas y de la armonía preestablecidas en la naturaleza.”

Su amigo de juventud, Ricardo Garibay en una entrevista-artículo de mediados de la década de los setenta retrató a Martínez de esta manera: “Es hombre hecho de silencios y juicios tajantes [ … ] Es hombre de libros y músicas. Es hombre de familia compacta y costumbres apacibles y apartadizas, pero sabe ser viajero en muchas partes del mundo, y lo es, sobre todo, de sí mismo, viajero de adentro del espíritu . ”

Se cumplen noventa años de un gran pintor, de uno de los mayores de nuestra tradición, de un hombre que buscó con fervor en cada cuadro hacer una pieza maestra, y, la verdad sea dicha, un buen número de veces lo consiguió. ¿Y a qué más, me pregunto, a qué más puede aspirar en este mundo el verdadero artista?