Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 11 de mayo de 2008 Num: 688

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Un pornógrafo sublime
RAÚL OLVERA MIJARES

Poética
ARIS ALEXANDROU

La batuta de Morricone
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Morricone en Oriente
LEANDRO ARELLANO

Ricardo Martínez:
rigor y poesía

MARCO ANTONIO CAMPOS

Escribir y ser otro
JUAN MANUEL GARCÍA Entrevista con MARIO BELLATIN

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Columnas:
Mujeres Insumisas
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Paso a Retirarme
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NAIEF YEHYA

A Lápiz
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Morricone en Oriente

Leandro Arellano

Ennio Morricone se presentó en la Arena Olímpica de Seúl, dirigiendo la Orquesta Sinfónica de Roma. Hasta allá fuimos aquella noche de un octubre insólitamente templado. La gente formaba largas colas para entrar. La Arena Olímpica conserva aún las mismas butacas de plástico de hace dos décadas, agotadas ya por el uso, descoloridas e incómodas.

El concierto empezó con varios minutos de retraso, dando tiempo a que se acomodaran los espectadores que continuaban llegando. Se calcula que esa noche asistieron unas ocho mil personas, entre aficionados, cinéfilos y curiosos. Un hecho notable fue descubrir que la mayoría eran jóvenes y, más sorprendente aún, mujeres.

Los primeros en ocupar su lugar en el escenario fueron los miembros del coro, cien voces dotadas, de uno y otro género, coreanas todas, que entraron ordenadamente, con un papel en la mano cada uno. Poco después aparecían, por todas partes, los jubilosos miembros de la orquesta.

Al surgir a escena, Morricone fue recibido por una entusiasta ovación. Erguido y sólido a sus setenta y nueve años, agradecía el homenaje de cara al público, con repetidas venias. Con expresión seria, de traje oscuro y corbata clara, subió al podio. Pocos segundos después su batuta sabia azotaba el aire con energía, dirigiendo el tema de Los intocables, al que siguieron los temas de Débora y Pobreza, de Una vez en América ... Perdí la cuenta y el orden de los temas de las películas a cuya fama y aprecio él contribuyó tanto.

Hubo cuatro recesos, breves todos, durante los cuales Morricone entraba y salía del escenario. En la cima del concierto, en su tercera salida, volvió acompañado de la soprano Susanna Rigacci, quien ataviada con un elegantísimo vestido de raso de seda carmesí, levantó en vilo a la audiencia con su voz portentosa. Con ella iniciaba la parte del concierto dedicada a los westerns. La orquesta seguía con denuedo las indicaciones del director y la soprano se regodeaba ejercitando su voz privilegiada.

El tema de Érase una vez en el oeste conmovió al auditorio, pero El éxtasis del oro sacudió por completo a la multitud: casi doscientas voces e instrumentos musicales se manifestaban a toda su capacidad y de la garganta aterciopelada de la soprano fluían todos los matices de la voz humana.

Morricone combina instrumentos musicales contrastantes, con repetidas incursiones del coro y sonidos nada comunes, y hace uso de otros que de ordinario sirven de acompañamiento, pero que en su obra ocupan papeles centrales. Los instrumentos se alternan, dialogan contrapuntean... La trompeta, una de las herramientas favoritas de Morricone, protagoniza varios temas, enfatizando momentos y actuaciones entrañables; echa mano de útiles como el banjo o los crótalos en intervalos rápidos; las cuerdas dan de pronto paso a cornos y trombones, o al órgano, y éste a las trompetas o a la voz de la soprano. La tonadilla de la armónica que usa en el tema del mismo nombre representa un caso singular, igual que el peculiar silbido que introduce en varias piezas, y cuyo autor era Alessandro Alessandroni, un amigo suyo de la infancia.

En su música el ritmo no sólo tiene que ver con la naturaleza de los sonidos sino con la combinación y mezcla de intervalos, largos y cortos, que nos recuerdan la grandeza del silencio. Ya la mente, advertida por el oído –como escribió Cicerón al referirse al ritmo de las palabras–, contiene en sí misma una medida natural de todos los sonidos.

Mi afición al cine se remonta a la niñez y mi predilección por los westerns fue instantánea. Corrían los años postreros de las décadas de los cincuenta y comienzos de los sesenta, en Hollywood se realizaban las grandes producciones cinematográficas que encumbraron a ese barrio de Los Ángeles como la meca de la industria mítica que todavía es. John Ford, Howard Hawks, Fred Zinnemann y otros maestros del género estaban en boga.

Una tarde de otoño, siendo ya un adolescente, entré a solas a la función de las cuatro y media de la tarde al cine Las Américas, en Celaya, a ver El bueno, el malo y el feo. Las tres horas de duración las pasé como en trance. Y al salir del cine marchaba sin reparar en la gente que se cruzaba conmigo, con la mente anclada en aquellos cowboys de abrigo largo, de hablar rasposo y de gesto seco que acababa de dejar en la pantalla, pero sobre todo de aquella música peculiar, única, casi estrambótica, que tanto exaltaba mi imaginación. No me debatía entre la impresión acústica o la visual, era imposible discernirlo en aquel momento, abrumado como estaba por el hallazgo.


Fotos tomadas de: www.fest21.com

A la semana siguiente, antes de que la quitaran de cartelera, regresé a ver la película. Así comenzó una relación que se ha fortalecido al paso de los años, lo mismo con el cine de Leone que con la música de Morricone. Los nombres del cineasta y del compositor son inseparables. Me parece que la factura de algunos de los mejores westerns corresponde a Sergio Leone. Si Cervantes puso fin con el Quijote a las novelas de caballerías e instituyó la novela moderna, con sus spaghetti western Leone transformó para siempre el género, a grado tal que luego de los suyos se han hecho relativamente pocos, lo que no deja de representar un infortunio para los aficionados.

Una vez descubierto seguí su huella hasta ver todos sus westerns. A cada película y personaje lo caracterizaba una tonada particular, cuyo autor era Ennio Morricone.

Hace casi un siglo, en la época del cine mudo, Alfonso Reyes se planteaba el dilema: “¿El cine con música o el cine sin música? Dejemos este problema a nuestros sucesores.” El tiempo ha determinado que la música constituya parte orgánica de la cinematografía. Al decir de Unamuno, entre los dones que debemos a Dios el de la música es uno de los mayores.

El cine italiano posee una rica tradición musical. Los aficionados recordarán a Nino Rota, quien acompañó a los ilustres directores de su época, como Visconti, Fellini, Zeffirelli, etcétera, bien que su popularidad quedó establecida con la música de la saga de El padrino. Con Rota, Morricone comparte varios paralelismos: los dos estudiaron en el Conservatorio de Santa Cecilia, los dos compusieron conciertos y música clásica y a ambos les dio fama la que produjeron para el cine.

Morricone nació en Roma en 1928 –en noviembre próximo cumplirá ochenta años– y a temprana edad comenzó a estudiar música, alentado por su padre. Además de trompeta y composición, estudio música coral y dirección musical. Aunque pensaba dedicarse al género clásico, pronto fue requerido para crear música de temas populares. En una entrevista declaró que de los tiempos de guerra recordaba haber pasado hambre, y me acuerdo haber leído hace años que cada una de sus composiciones las sometía a la aprobación de su esposa, Maria Travia, con quien se casó en 1956 y con quien procreó cuatro hijos. Uno de ellos, Andrea, es compositora también.

Se afirma que Morricone ha compuesto la música para más de cuatrocientas películas y series de televisión. Todos sabemos que es el autor de temas de películas imborrables: Érase una vez en América , La misión , Nuevo Cinema Paradiso, Los intocables, La batalla de Argel, El clan Siciliano, etcétera, acompañando a directores como Gillo Pontecorvo, Giuliano Montaldo, Giuseppe Tornatore, Brian de Palma y otros reconocidos cineastas. Pero fue con Leone con quien alcanzó su mayor lirismo.

El de Leone es un cine que se define más por la naturaleza de los asuntos que plantea que por las respuestas que ofrece. Y si ya la imagen por sí sola nos conmueve, la música de Morricone fija el tono de la acción infundiéndole su carácter definitorio. En el clímax –los duelos– de dos epopeyas cinematográficas, la cámara enfoca las miradas de Clint Eastwood, Elly Wallach y Lee van Cleef en El bueno, el malo y el feo, y de Charles Bronson y Henry Fonda en Érase una vez en el oeste, en un lapso larguísimo que Ennio inmortaliza con su música. ¡Inténtese ver esas tomas con el volumen apagado y se advertirá cómo se desvanece su esencia misma!

A Morricone lo puedo escuchar en todo momento y en cualquier lugar, la música de los westerns, sobre todo. Por alguna razón, que acaso la psicología pueda explicar mejor, cada vez que debo preparar el equipaje –ejercicio común en mi oficio– su música me reconforta.

En Seúl el público se entregó al compositor con entusiasmo. Lo aplaudió de pie durante minutos interminables. La intensidad de la ovación lo hizo volver a escena cuatro veces y otras tantas retomó la batuta. Al final cerró repitiendo El éxtasis del oro. A pesar del vigor de los aplausos Morricone no sonreía. Su actitud era la de esos virtuosos que llevan la música por dentro. Como si el alma de algunos hombres flotara en la música.