Usted está aquí: martes 13 de mayo de 2008 Opinión La fuerza del Estado

Pedro Miguel
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La fuerza del Estado

Los altos mandos del adversario suelen ser objetivos codiciados en las guerras. Al eliminarlos se consigue paralizar, así sea de manera temporal, a sectores enteros del aparato enemigo, desmoralizarlo y desarticular en alguna medida sus cadenas de mando. Algo han de saber sobre estos asuntos las organizaciones del narcotráfico, que en días recientes han volcado parte de sus esfuerzos en el asesinato de jefes policiales federales, estatales y municipales. Para tal clase de operaciones no basta con el poder de fuego en bruto. Es necesario, además, disponer de redes de infiltración e inteligencia adentro de las propias corporaciones para conocer los movimientos y las debilidades de las víctimas. El pistolero que asesinó hace unos días a Eusebio Millán, segundo o tercero en la estructura de la Policía Federal Preventiva (PFP), se introdujo en el domicilio del funcionario sin forzar la cerradura y lo esperó adentro para matarlo, y cabe sospechar que los datos sobre horarios, movimientos y residencia no le fueron proporcionados por el Espíritu Santo. En el caso del subdirector de la policía municipal de Paraíso, Tabasco, Saturnino Domínguez Jiménez, quien fue herido en un atentado a principios de abril, hay 23 elementos de la corporación sujetos a formal prisión por su posible implicación en el ataque. No son, claro, los únicos casos.

El efecto de los ataques a jefes policiales será necesariamente devastador, no sólo porque altera severamente el funcionamiento de los cuerpos policiales sino porque introduce en ellos una desmoralización generalizada. Habrá, en las corporaciones de seguridad pública, mandos heroicos, pero de seguro ninguno tan tonto como para no darse cuenta de la inutilidad del heroísmo cuando se desconoce para qué bando juegan los subordinados, los iguales, los superiores y hasta los superiores de los superiores, es decir, los que diseñan estrategias antidelictivas tan absurdas –al menos, en apariencia–, que resulta difícil creer que fueron diseñadas de buena fe. Para participar en una contienda como la lanzada por el calderonato no se puede estar tan desamparado. La fábula del policía bueno contra el mundo sólo funciona en los guiones de Hollywood.

No es ese el único problema. Hasta donde se sabe, hasta ahora las Fuerzas Armadas no han sido infiltradas por el narco sino en forma episódica y aislada, como cuando reclutó al general Jesús Gutiérrez Rebollo, quien tuvo fama de duro y de incorruptible hasta que se supo que trabajaba para el Cártel de Juárez. De todos modos, el Instituto Nacional para el Combate a las Drogas (INCD), la desaparecida dependencia que dirigía Gutiérrez Rebollo, pertenecía al ámbito civil, y no militar. Pero ahora se empieza a ver que las instituciones castrenses sufren una suerte de infiltración diferida, es decir, entrenan, sin saberlo, a los futuros sicarios del narcotráfico. Más de 107 mil efectivos desertaron de las Fuerzas Armadas durante el desgobierno pasado –más de la mitad del total, que es de 194 mil, vale decir–, y el fenómeno sigue a un ritmo de 49 deserciones diarias durante el actual. Sólo el año pasado ocurrió la defección de 17 mil 758 elementos de tropa, 119 oficiales y 8 jefes. Cabe suponer que no todos los que desertan se unen a cuerpos armados como los Zetas, los cuales, por lo demás, tal vez no necesiten a tanta gente: sabrá Dios cómo serán sus sistemas de reclutamiento de personal, y algún rigor pondrán en ellos. Pero el país tampoco necesita a 125 mil prófugos de la justicia adiestrados en el manejo de las armas, básico o avanzado, como es el caso de los gafes fugados, ni de unas instituciones castrenses que operen, en los hechos, aunque en forma involuntaria, como alma mater de los sicarios. Y eso, si no es que los desertores son en realidad parte de un proceso de paramilitarización con vistas a la represión política, como lo deslizó ayer el EPR en un comunicado.

Sea como fuere, el prianismo gobernante no sólo dilapida el dinero público sino también la fuerza del Estado. Lo bueno es que, aun en esas condiciones, sigue soñando –o pretendiendo que nos toma el pelo– con ganarle la guerra a la delincuencia.

 
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