13 de mayo de 2008     Número 8

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


ILUMINACIONES
MIRADAS AL FUTURO DEL CAMPO

FIN DE FIESTA

UN FANTASMA RECORRE EL MUNDO:
EL FANTASMA DEL HAMBRE

Armando Bartra


FOTO: Mafleen

Un nuevo pacto entre la ciudad y el campo, que revalore lo rural y se traduzca en políticas públicas comprometidas con el agro, es exigencia del movimiento campesino mexicano cuando menos desde las movilizaciones de 1995, recuperada en 2003 por el Movimiento El Campo no Aguanta Más, recogida (con asegunes) por el Acuerdo Nacional para el Campo (ANC) y levantada de nuevo cuatro años después por la exitosa campaña Sin Maíz no hay País. Planteo que el gobierno hace como que escucha pero nunca asume, pus desde los 80s del siglo pasado quienes gobiernan están convencidos de que la agricultura debe someterse ciegamente a “las señales del mercado” y que en un modelo agroexportador no caben los campesinos.

La rectificación necesaria para salvar al campo y al país es de fondo, pero está visto que la adopción de un nuevo paradigma rural-urbano no resultará de regateos puntuales sino de una correlación de fuerzas claramente favorable a esta causa y un debate público que ponga sobre la mesa los proyectos estratégicos de nación que están implícitos en las políticas rurales. Debate que hoy pueden ganar con facilidad las posturas filocampesinas porque los saldos económicos, sociales y ambientales de la receta neoliberal fueron desastrosos, pero también porque los tiempos están cambiando, la agricultura mundial entró en una nueva fase de precios altos y por los arrabales del mundo avanza la hambruna.

Alimentos al alza. Después de la Segunda Guerra Mundial vivimos un largo período de cotizaciones agropecuarias decrecientes y en los últimos 30 años el precio de los alimentos se redujo 75 por ciento, no tanto por apertura de nuevas tierras al cultivo (algunas incluso se dejaron de sembrar por abandono o mediante subsidios), sino por mayores rendimientos y cosechas, resultantes de tecnologías asociados a la llamada Revolución Verde que dieron lugar a una suerte de “agricultura industrial” donde, en apariencia, se puede aumentar casi ilimitadamente la productividad con relativa independencia de las condiciones agroecológicas. Al explosivo incremento del riego (en el siglo XX se construyeron 800 mil presas: 45 mil de más de 15 metros de altura y cien aun mayores), se agregó la mecanización a ultranza, las semillas mejoradas, un mayor empleo de fertilizantes químicos, nuevos herbicidas y una amplia gama de pesticidas. Esto, los subsidios y en muchos casos el saqueo impago de recursos naturales no renovables, como aguas fósiles, transformaron a los países metropolitanos en granero del mundo dejando a los periféricos como abastecedores de algunas materias primas agropecuarias e importadores netos de comida.

Para renunciar a la seguridad alimentaria basada en autoproducción y en reservas estratégicas propias, los mercadócratas al mando argumentaban que los países de la gran franja equinoccial no tienen vocación cerealera y es más razonable que importen granos baratos a que los produzcan caros. Y, más allá del dumping económico y ambiental que practican las metrópolis primermundistas, lo cierto es que sus rendimientos técnicos y sus abundantes cosechas permitieron mantener bajos los precios de los granos básicos, dándole una apariencia de validez a la decisión.

Esto terminó. El índice de precios de alimentos de The Economist está en su punto más alto desde que empezó a hacerse en 1845 y los inventarios de los cereales, como porcentaje de la producción, son los menores jamás registrados. A fines de 2007, como saldo de un incremento de 130 por ciento durante el año, el trigo llegó a 400 dólares la tonelada el mayor precio del que haya memoria, y el maíz escaló los 175 dólares, también un récord. Cierto, se trata de picos, pero aun cuando descienden, las cotizaciones siguen muy elevadas. Y estas alzas provocan desplazamiento y encarecimiento de otros cultivos como el arroz, que en los primeros meses de 2008 tuvo un alza de 75 por ciento y, en tanto que se dan en insumos ganaderos, ocasionan el encarecimiento de la carne, el huevo y los lácteos. Según el Banco Mundial (BM), de fines de 2006 a principios de 2008 el precio de los alimentos en general se incrementó en casi 50 por ciento. Las malas cosechas influyen, pero más allá de fluctuaciones anuales, las causas de fondo son otras, de modo que el mediano y largo plazo son igualmente ominosos: según The Institute of Science in Society, con datos del International Food Policy Research Institute, de continuar las tendencias actuales, el precio de los alimentos aumentará entre 20 y 33 por ciento para 2010 y entre 26 y 35 por ciento más para 2020.

Por parte de la demanda, hay que considerar el incremento del empleo de granos en alimentar ganado (provocado, entre otras cosas, por el cambio de hábitos alimentarios en países como China e India), y más recientemente la explosiva demanda de maíz y otros cultivos de potencial consumo humano para producir agrocombustibles fuertemente subsidiados (15 mil millones de dólares anuales sólo en los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, según el Financial Times ). La combinación es explosiva, pues entre 2004 y 2007 el mismo incremento que tuvo la producción maicera lo tuvo el empleo de este grano para fabricar etanol, de modo que el aumento de la demanda forrajera presionó sobre las reservas. El saldo: alzas bruscas de los precios. La conversión de granos a combustibles y carne resulta ruinosa en un mundo con hambre, pues la cantidad de cereal que aporta las calorías que una persona gasta en un día, sirve apenas para producir un cuarto de litro de etanol o seis gramos de carne de res. Sin embargo, la tendencia se mantiene y en 2008 se prevé que Estados Unidos destinará a producir etanol un cuarto de su cosecha maicera.

Por parte de la oferta, debe tomarse en cuenta la degradación de los sistemas agrícolas intensivos, cuyos altos rendimientos se lograron erosionando los recursos naturales, y los altos costos sociales, ambientales, productivos y de transporte asociados a la apertura de nuevas tierras al cultivo, muchas de ellas vulnerables al cambio climático. (ver Economist Intelligence Unit , No más alimentos baratos , La Jornada 18/12/07). Otro factor no coyuntural que coadyuva al alza de precios por el lado de la oferta es la imposibilidad de seguir soslayando indefinidamente los altos costos ambientales directos e indirectos de una actividad que con su actual modelo tecnológico emplea –y en gran medida contamina– la mayor parte del agua potable de la que disponemos, que genera un tercio de todos los gases de efecto invernadero (18 por ciento por deforestación y 14 por ciento por la producción misma) y que es usuaria de una porción sustantiva del transporte, que ha su vez genera 14 por ciento de dichos gases.

El pico del petróleo. El fin de los alimentos baratos es inseparable del fin de los combustibles baratos. Agotamiento energético que es también el término del ciclo histórico que empezó hace más de 200 años con el despliegue del capitalismo industrial: un orden basado en la ganancia y sostenido por un creciente gasto de energía (en los últimos 20 años se empleó más energía que en toda la historia previa de la humanidad) que sólo fue posible por la generosidad de los combustibles fósiles. A mediados del siglo XIX se perfora el primer pozo petrolero y con ese poderoso recurso el siglo XX vive una inusitada aceleración: en un lapso equivalente a 0. 05 por ciento de la historia de la humanidad, el uso de energía crece mil 600 por ciento, la economía se expande mil 400 por ciento, el empleo de agua dulce aumenta 900 por ciento y la población se incrementa 400 por ciento (de 2 mil 500 millones a seis mil millones). Pero a su vez el bióxido de carbono en la atmósfera aumenta mil 300 por ciento y las emisiones industriales 40 mil por ciento.

Todo hace pensar que globalmente estamos en la inminencia del pico del petróleo: fórmula que en términos geológicos designa el momento de mayor producción de un yacimiento, a partir del cual ésta se reduce. Dicho máximo ha sido alcanzado ya en muchas regiones productoras y, según diversos autores (Kenneth Deffeyes, Beyond Oil: The View from Hubberts Peak; Hirsch, R., R. Bezdeck, y R. Wendling, Peak of World Oil Production: Impacts, Mitigation & Risk Management ; entre otros citados por Jack Santa Barbara, The False Promise of Biofuels , International Forum on Globalization, 2007), es en el nivel planetario una inflexión en curso o inminente. Pero, además de que se produce menos combustible, los rendimientos decrecientes de los yacimientos se traducen en reducción de la energía neta que se obtiene del petróleo pues, rebasado el pico, la extracción demanda esfuerzos cada vez mayores en forma, por ejemplo, de inyecciones de gas o agua. Otro factor que refuerza la declinación de los combustibles fósiles en términos de energía neta es que tienen que explotarse aceites más pesados, depósitos más profundos o fuentes no convencionales en los fondos marinos, en el Ártico o en arenas bituminosas. Así, la energía neta del petróleo pasó de 100 a 1 a 20 a 1 en los últimos años, y sigue descendiendo.

El que se rebase el pico del petróleo y entremos en un período de creciente escasez relativa de combustibles fósiles constituye un fin de época, no porque habrá que cambiar de fuentes de energía, sino porque la densidad energética del petróleo, el gas y el carbón es excepcional y posiblemente irrepetible, pues al estar formados por materia animal y vegetal acumulada y comprimida durante tiempos geológicos condensan enormes cantidades de energía solar. Energía empaquetada, a la mano y por tanto “barata” en una lógica extractiva, que la humanidad sorbió y dilapidó en poco más de cien años. Agotada esta riqueza energética pacientemente atesorada por el planeta y por tanto no renovable, tendremos que recurrir a otras fuentes más duraderas, como la propia radiación solar, que son prácticamente ilimitadas pero tienen una densidad energética muchísimo menor, un saldo energético neto más reducido y un costo económico mayor, cuyo pago –además– no se puede posponer, como durante la jauja de los combustibles fósiles, y tiene que ser en efectivo.

Así, en un suspiro cósmico, el capitalismo saqueó el presente y el pasado; depredó la biosfera viviente y la biosfera fosilizada. Pero el sueño ha terminado y con él se esfumó el espejismo de abundancia en que vivió la efímera civilización industrial. Ojalá se supere también, cuando aún estamos a tiempo, un orden insostenible e insoportable donde la furiosa aceleración sin rumbo condensó y exacerbó todas las contradicciones, un mundo inhóspito y errático donde la prisa suplantó a la historia.

Cambio de época. El impacto de la combustión masiva de petróleo, gas y carbón nos está llevando a una crisis ambiental irreversible. Pero, además, estos combustibles se terminan y con ellos concluye un modelo histórico de desarrollo pues sus virtudes energéticas son tan inusuales que es muy probable que nunca más contemos con algo parecido (ver, Jack Santa Bárbara, ibid).

Con el agotamiento del petróleo se agota también un paradigma civilizatorio, un sistema mudo que –siendo socialmente inicuo y ambientalmente predador también resultó energéticamente insostenible–. Y la alternativa a la crisis terminal del mercantilismo absoluto no está en desarrollar otras fuentes energéticas manteniendo la tendencia del gasto; necesitamos cambiar de forma radical nuestro modo de producir, mercadear, consumir y convivir. El sistema basado en la expoliación del hombre y de la naturaleza no puede seguir reteniendo a los miserables en la periferia y escondiendo la basura debajo de la alfombra; al gran dinero ya no le es posible transferir, desplazar o posponer las facturas socioambientales acumuladas durante las últimas centurias. Y es que al incidir sobre la reproducción del ecosistema planetario con impactos que se desplazan social, espacial y temporalmente, la producción económica capitalista incurre en “costos” ambientales, que por lo general no reconocen ni pagan quienes los ocasionan sino quienes, estando distantes en la escala social, en el mapa o en el calendario, sufren sus efectos desplazados, remotos o pospuestos.

Los excesos del penthouse social se trasminan a los pisos bajos de modo que unos son los que pisan el acelerador y otros los que respiran los gases del escape, unos los que producen la basura (a razón de siete kilos diarios por persona en las grandes ciudades) y otros los que viven en los tiraderos. De la misma manera, siendo las economías metropolitanas las más contaminantes, los daños mayores del cambio climático están ocurriendo en las regiones tropicales de África y América Latina. Y, por último, mientras las privilegiadas generaciones actuales disfrutan las mieles de una alta productividad ficticia por insostenible, serán las próximas quienes paguen con hambre, enfermedad y rebatiña por los recursos las facturas que les heredaron sus irresponsables ancestros.

Al transferir los costos ambientales en la escala social, en el espacio y en el tiempo los ricos envenenan a los pobres, el centro expolia a la periferia y el presente saquea al futuro. Ciertamente, el capital explota al trabajo, pero esta injusticia canónica no es más que una pequeña parte de la socioambientalmente insostenible desigualdad sistémica.

Se agota el modelo de agricultura industrial. La crisis energética gravita decisivamente sobre la crisis agropecuaria. No sólo porque una de las opciones a los combustibles fósiles son los agrocombustibles cuya expansión se da, en parte, sobre tierras antes destinadas a otros cultivos. También porque la agricultura siguió los mismos patrones que la industria y hoy depende en gran medida de la disponibilidad y bajo costo de los derivados del petróleo: las máquinas agrícolas, muchos sistemas de riego y toda la agroindustria son grandes consumidores de energía; ciertos fertilizantes nitrogenados (urea, amoniaco) provienen de la industria petroquímica, y la globalización agropecuaria supone mover cosechas masivas a grandes distancias con enorme costo en combustibles. El agotamiento del modelo energético es también el agotamiento del paradigma de la “agricultura industrial” que empezó a imponerse hace dos siglos.

“En una era de caos climático y recursos disminuidos –sostiene el Manifiesto sobre las transiciones económicas globales– el modelo neoliberal se vuelve inviable. Su dependencia de las exportaciones con enormes gastos de transporte y creciente empleo de recursos (...) es insostenible (...) La viabilidad económica futura demandará un dramático vuelco hacia las economías locales, (...) reintroducir una versión modernizada de la sustitución de importaciones (y) promover una ordenada rerruralización y revitalización de las comunidades a través de reforma agraria, educación, métodos agroecológicos de pequeña escala, control de importaciones-exportaciones y énfasis en la democracia local. Todo en preparación de la inevitable desindustrialización de la agricultura que vendrá al declinar la disponibilidad de combustibles baratos” (Jerry Mander, editor, Manifesto on Global Economic Transitions , Global Project on Economic Transitions, septiembre, 2007).

El mundo necesita más y mejor comida pero no puede producirla del modo como lo hacía antes. Con altos precios, bajos inventarios, ascendentes costos de transporte, progresiva derivación de las tierras y de los cultivos a fines no directamente alimentarios y crecientes efectos del cambio climático sobre las cosechas, depender de la importación de granos básicos es ruinoso para los países que quizá podrían pagarlas y suicida para los más pobres. En adelante no sólo será social y políticamente pertinente sino también económicamente rentable en la perspectiva de las cuentas nacionales, recuperar la soberanía y seguridad alimentarias buscando autosuficiencia cuando menos en los bienes de mayor consumo. En palabras de Blanca Rubio: “La orientación de los países desarrollados hacia la producción de alimentos para energéticos y con ello la reducción de la oferta mundial de granos para alimentos implica que los países dependientes se verán obligados a fortalecer la autosuficiencia alimentaria a riesgo de orientar elevados montos de sus divisas a la compra de los encarecidos alimentos en el exterior (Blanca Rubio, ¿Hacia un nuevo orden agroalimentario energético mundial? , en Revista Interdisciplinaria de Estudios Agrarios, 26-27, Buenos Aires, 2007).

Pero, quién y cómo puede producir en cada país los alimentos que hacen falta. La salida no está en el agronegocio por tres razones: primera, su modelo tecnológico es depredador, de modo que si encabezara la nueva expansión agrícola, el daño ambiental sería incalculable; segunda, su racionalidad económica es especulativa, lo que maximizaría las rentas a las que dará lugar el necesario cultivo de tierras cada vez más lejanas y menos fértiles; tercera, su manejo político del hambre le permite extorsionar pueblos y chantajear gobiernos.

Seguir dejando en manos privadas el aprovisionamiento alimentario, cuando éste se encuentra en riesgo es propiciar el arrasamiento final de campesinos y comunidades indígenas por una agricultura especulativa controlada por trasnacionales que además no genera empleo (en el caso ejemplar de la soya, apenas dos jornales por cada mil hectáreas); es alentar la degradación de suelos, aguas y biodiversidad por un sistema de cultivo extractivo o “minero” que ya mostró sus límites; pero es, también, profundizar las distorsiones del mercado pues la apropiación y valorización de recursos naturales limitados y de distinto potencial productivo genera rentas diferenciales y facilita las rentas absolutas especulativas. Estas últimas, no sólo porque al monopolizar el medio de producción, los insumos de patente y los sistemas de mercadeo, se controla la oferta, sino porque al tratarse de alimentos básicos la demanda es inelástica y los precios no tienen más límite que la voracidad corporativa y la capacidad de pago del hambreado consumidor. Rentas que se embolsan en mayor proporción las trasnacionales graneleras; sus personeros en la operación del cultivo –por lo general empresarios ajenos al campo– buscan la mayor ganancia en el plazo más corto y se asientan temporalmente en la tierra para establecer una agricultura predadora y sin agricultores. Ejemplo de esto son los “desiertos verdes” soyeros que invaden el cono sur del continente americano (ver Javiera Rulli, Introducción al modelo de la soja , en Javiera Rulli, coordinadora, Repúblicas unidas de la soja, Grupo reflexión Rural, Paraguay, 2007).

No menos ominoso es el poder fáctico de un agronegocio que es capaz de inducir políticas y de poner o quitar gobiernos. También en esto el ejemplo lo encontramos en el sur del continente: en marzo de 2008 estalló en Argentina un paro patronal encabezado por la Sociedad Rural Argentina, agrupación de extrema derecha vinculada con los ex militares y la iglesia más conservadora. Con amenazas de desabasto, los beneficiarios de la hiperrentable agricultura argentina que lucran con el acceso irrestricto a la tierra pero también con la devaluación de 2001 que elevó abruptamente los ingresos de los exportadores, se niegan a pagar los actuales impuestos y con métodos golpistas exigen al gobierno que reduzca las “retenciones”.

Por un campo con rostro humano. Dada su relevancia alimentaria, su importancia laboral y la trascendencia de sus aportes ambientales y culturales, el buen manejo de los bienes comunes y patrimonios colectivos del mundo rural es socialmente prioritario. Interés primario que en un contexto de crisis energético-alimentaria deviene asunto de seguridad nacional y global donde los requerimientos de los mexicanos todos y de la humanidad entera están por encima de la “mano invisible” del mercado y la no tan invisible de las trasnacionales y sus protectores imperiales. En su entreverada e integral multidimensionalidad, el campo es ámbito de interés público cuya conducción debe ser compartida por el Estado y la sociedad organizada: comunidades rurales, pobladores, productores agropecuarios, consumidores, creadores de cultura, expertos...

La creciente dependencia alimentaria mexicana en los tiempos del Tratado de Libre Comercio de América del Norte resultó de que entre 1995 y 2007 disminuyó la superficie sembrada en 12 por ciento y, si bien los rendimientos agrícolas crecieron 25 por ciento, la demanda interna aumentó más, de modo que se incrementaron exponencialmente las importaciones. Así, en el caso del maíz, la superficie se redujo casi 11 por ciento y, pese a que el rendimiento aumentó 30 por ciento, la importación creció 185 por ciento. En el frijol, la superficie cayó 28 por ciento, el rendimiento aumentó 76 por ciento y las importaciones subieron 283 por ciento. En trigo la superficie se redujo 27 por ciento y, aun con el aumento de 50 por ciento en rendimientos, la importación se incrementó 217 por ciento. Finalmente, en el caso del arroz la superficie se redujo 22 por ciento y las importaciones aumentaron 120 por ciento.

Para México, como para muchos otros países severamente deficitarios en alimentos, restaurar la autosuficiencia en básicos supone incrementar sostenidamente los rendimientos, pero también recuperar la superficie antes sembradas y aun ampliarlas. Expansión de la frontera agrícola que, a fin de que no sea predadora sino sostenible, debe incorporar criterios ecológicos, es decir un manejo múltiple y flexible de los recursos naturales y sociales adecuado a su frágil condición. De lo contrario, si la expansión de los cultivos se rige por la maximización de las ganancias en el tiempo más corto, la nueva producción alimentaria adoptará la forma de monocultivos “extractivos” que ya tiene en buena parte el planeta, con saldos ambientalmente catastróficos.

Ha llegado el día de que los campesinos alimenten de nuevo al mundo. La alternativa local, nacional y global es la pequeña y mediana producción familiar o colectiva, operando en un marco institucional que en vez de inhibirlas o suplantarlas potencie sus virtudes sociales, ambientales, tecnológicas y económicas. El cultivo doméstico y asociativo, por lo general multiactivo y diversificado, puede incrementar su oferta directamente agropecuaria y su aportación de bienes sociales, ambientales y culturales, como ya lo hizo en el pasado. Pero si no tiene apoyo público y no se regula su entorno económico, acabará vendiendo a precios de costo y consumiendo sus recursos naturales y productivos en vez de conservarlos e incrementarlos. Porque si el agronegocio cobra rentas a la sociedad, la agricultura campesina por lo general las paga y con ello a la larga deja de ser viable.

Necesitamos, entonces, un nuevo entendimiento entre el surco y la banqueta donde la ciudad reconozca y retribuya las reales aportaciones de un campo socialmente justo, ambientalmente sostenible y económicamente eficiente. Y esto se deberá materializar en políticas públicas orientadas a darle viabilidad técnico-económica a lo que es social y ambientalmente necesario, en acciones que revitalicen el mundo rural interviniendo de forma decidida el mercado agropecuario de alimentos, mediante regulaciones y políticas compensatorias. Hoy sabemos que sólo la diversidad tecnológica y productiva es agroecológicamente sustentable y socialmente incluyente, pero el mercado (aun el de la “libre concurrencia” y no digamos el que existe en la realidad, jineteado por las trasnacionales) hace tabla rasa de la diversidad virtuosa, pues no entiende de costos legítimos pero desiguales y es sordo y ciego para “externalidades” socioambientales decisivas, como preservar la naturaleza, generar empleo e ingreso, propiciar la equidad social, sustentar la diversidad cultural...

Posdata: las hambrunas. Desde el 6 de abril de 2008 se desataron en Haití manifestaciones y saqueos de tiendas, que fueron reprimidos por la policía local y los Cascos Azules de las Naciones Unidas, con saldo, hasta el momento, de dos muertos, más de cien heridos y la caída del gobierno. Y es que el precio del arroz, alimento básico de éste que es el país más pobre del continente Americano, se duplicó en una semana, de modo que hoy al 80 por ciento de la población, que gana menos de dos dólares al día, apenas le alcanza el salario para comprar un kilogramo del grano. En los mismos días otros 30 países enfrentaban problemas sociales por la carestía de los alimentos, entre ellos Filipinas, Egipto, Pakistán, Camerún, Costa de Marfil, Mauritania, Etiopía, Madagascar, Senegal, Nigeria, Somalia, Sudán, Uganda, Tajikistán, Armenia, Venezuela, Bolivia, Perú, Chile y Argentina. En las naciones más pobres, como Haití y Perú, se comenzaba a repartir comida, mientras que las de mayor desarrollo relativo canalizaban subsidios a la población depauperada, como Chile, donde el gobierno está entregando un bono alimentario de 45 dólares a un millón y medio de familias marginadas.

En la sección de agricultura del World Development Report , 2008, el BM reconoce que “el ajuste estructural (…) desmanteló un elaborado sistema de agencias públicas que proveía a los campesinos con acceso a la tierra, al crédito, a los seguros, a los insumos y a las formas cooperativas de organización. La expectativa (de) que estas funciones serían retomadas por agentes privados no ocurrió (…) Mercados incompletos y vacíos institucionales impusieron costos enormes (…) un crecimiento que se frustró y pérdidas en bienestar para los pequeños productores, amenazando su competitividad y, en muchos casos, su sobrevivencia”. Admite también que “es necesario volver a colocar este sector (la agricultura) en el centro del programa de desarrollo”, entre otras cosas porque de los 5 mil 500 millones de habitantes de los países en desarrollo, 3 mil millones, casi media humanidad, viven en el campo, de modo que “se requiere una revolución de la productividad de los pequeños establecimientos agrícolas”.

Pero en la reunión de primavera de 2008, el BM y el Fondo Monetario Internacional (FMI), gargantas profundas del capitalismo salvaje, sus llamados de alerta subieron de tono. Robert B. Zoellick, presidente del BM, apremió a la comunidad internacional a tomar medidas ante lo que llamó una “situación de emergencia”, mientras que Dominique Strauss-Kahn, director del FMI, presentó un diagnóstico desolador: ”Cientos de miles de personas pueden dejar de comer. Los niños sufrirán desnutrición, con consecuencias para el resto de sus vidas (…) El alza del precio de la comida está acabando con todo lo obtenido en reducción de la pobreza (…) Ésta puede ser la ruta de un gran conflicto en el futuro”.

Al coro se sumaron, días después, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), al reconocer que pese a su gran producción agrícola América Latina tiene “50 millones de subnutridos” y la Organización de las Naciones Unidas para la Educación , la Ciencia y la Cultura (UNESCO), que en el documento Evaluación internacional de las ciencias y tecnologías agrícolas para el desarrollo , sostiene que “la agricultura moderna debe cambiar radicalmente para servir mejor a los pobres y hambrientos (pues) mantener las tendencias actuales en producción y distribución agotaría nuestros recursos y pondría en peligro el futuro de nuestros hijos”, para concluir alertando sobre una posible “explosión” social por el alza en los alimentos.

Ya era hora de que los mayores impulsores de la suicida conversión antiagraria y anticampesina, como el BM y el FMI, confesaran el etnocidio en que incurrieron con sus “recomendaciones”. Pero para que la mudanza por la que claman a destiempo casi todos los organismos multilaterales sea efectiva, hará falta que los países cuyos gobiernos escucharon sus cantos de sirena cambien en serio de rumbo revitalizando la producción de comida y poniendo al día la economía campesina, pues de otra manera más de 200 millones de personas verán empeorar su situación en los próximos años. Y en países como México –dice a destiempo el FMI– el encarecimiento de los alimentos importados puede elevar el déficit comercial hasta 10 mil millones de dólares, un punto del PIB.

Latinoamérica rebasó el pico del petróleo y el de las remesas (el número de los que envían bajó 30 por ciento y el monto total empieza a disminuir) lo que, sumado a la carestía de los básicos, recrudece la pobreza endémica. Hay que crecer más, dirán algunos. Pero el “despegue” económico que las metrópolis lograron con energéticos subvalorados tendríamos que emprenderlo nosotros con energéticos al alza. Dice la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL): el subcontinente “deberá encarar su crecimiento (…) con energía cara, a diferencia de los países desarrollados que lograron su industrialización con petróleo barato” (CEPAL, abril 2008). Pero lo que ratifican los quiebres de las tendencias (energéticos y alimentos al alza, remesas a la baja) no es que para nosotros el takeoff será más cuesta arriba, sino que la vía primermundista al “progreso” siempre nos estuvo vedada –ahora más–, de modo que habremos de reinventar tanto el camino como el objetivo (el paradigma de modernidad capitalista hace rato dio de sí). Y en esta ruta alterna, la agricultura campesina y el mercado interno serán decisivos.

El viraje tiene dos precondiciones: asumir la soberanía alimentaria mediante una relocalización planetaria de la producción de los básicos que reduzca el derroche energético de una economía mundial agroexportadora que privilegia los mercados globales sobre los locales, y asumir la soberanía en el trabajo mediante políticas de empleo digno y pequeña producción remuneradora que restauren la esperanza de un mejor futuro en el propio país y reduzcan el costo económico y la erosión social y cultural que ocasiona la migración forzada.