María Sabina “La sabia de los hongos”

El Salvador

El peligro de los “feudos del agua”

Ricardo Martínez Martínez Izalco, El Salvador. Al comenzar las primeras lluvias que despiden al invierno y dan bienvenida al verano centroamericano, 26 comunidades pipiles náhuatl del occidente de El Salvador se reúnen en la ceremonia de la Luna Nana a las orillas del volcán de Izalco por refrendar su compromiso de defender el agua mediante la “protección milenaria” de manantiales, riachuelos, po­zas, lagos y ríos que “dan vida y sustento a nuestro pueblos, nos hermanan en cultura y creencias y permiten producir el maíz y el fríjol pinto, alimentos sagrados”, explicó doña Juliana Amas, una de las últimas Nanas (abuelas) de la generación pipil del siglo pasado. Todos los años reciben en comunión la temporada de lluvias y preparan la tierra para la siembra, de consumo local. Evocan la luna como el agua destilada o limpia que brota de la tierra, comparten regalos de dulces y frutas secas a los vecinos, se refuerza el mantenerse unidos y en resistencia por sus y tradiciones: así los pueblos izalcos festejan el inicio de un ciclo más de vida comunitaria y lucha de resistencia.

En un círculo concéntrico de piedras y ramas “centro de ceremonia para el agua que cae del cielo y brota de la tierra”, colocan cuatro varas clavadas y orientadas hacia los cuatro puntos cardinales, norte, sur, este y oeste; junto a cada una se instalan figuras cuadradas formadas por palos de ocote y en medio de ellas se depositan un huacal de morro con agua, un puño de pedazos de cacao, flores blancas y alcohol de maíz.

Comienzan a bailar, caminar o meditar alrededor de las ofrendas; unos en pipil y otros en castellano dan gracias a la luna y al sol, mientras prenden el fogón. Cuando el fuego hace chispar y tronar las maderas secas, cuatro Tatas, abuelos de las comunidades, tocan con sus manos móviles las llamas y levantan los huacales con agua.

Llegan los alimentos sagrados. Tamales de chipilín, una planta alimenticia y medicinal para el buen funcionamiento de sistema digestivo, huacales de morro con atol shuco (bebida producida con agua de manantial, maíz tostado, fríjol, semilla de aihuazte (calabaza); horchata de arroz y semilla de morro como bebida blanca y espumosa o leche de luna, como la llaman.

Aguardan en ceremonia el ocaso del día y cuando se oscurece los asistentes tocan la marimba, botellas con agua y huacales de distinto tamaño, en honor a la luna.

Los lencas y los mayos son invitados y acompañan, pero se mantienen como observadores esperando respetuosos el momento —después de la comunión— para los acuerdos políticos: la segunda parte del encuentro.

En esta “llegada intensa del sol y las lluvias”, se recrean los compromisos de lucha y resistencia de los pueblos indígenas en El Salvador. Los pipiles, anfitriones, convocan a anudar exigencias.

 

Resistencia en Izalco. Doña Juliana Amas, nieta del legendario rebelde indígena Feliciano Amas, asesinado durante la dictadura de Maximiliano He­r­nández en los años treinta, dice que “mientras los gobernantes formales se reparten nuestras riquezas comunales pues nos quitaron las tierras que eran de todos, nosotros resistimos y luchamos como lo hicieron nuestros padres y abuelos; recordemos la masacre de 1932 donde murieron muchos hermanos indígenas, pero con todo seguimos adelante y con nuestra lucha”.

“En 1982, a cincuenta años de la hecatombe de Izalco” —más de 30 mil indígenas asesinados—, “los pueblos originarios que mantienen sus costumbres, acordaron en estas mismas tierras de Izalco, luchar por defender la tierra, el agua y sus frutos como lo hemos demostrado desde siglos atrás”, dice Tata Gustavo.

Desde entonces, la resistencia indígena crece y se extiende a ritmos distintos hasta nuestros días, pero los ochentas marcaron un nuevo ciclo de resistencias. Eran los años de la lucha armada. Miles de indígenas se integraron a la guerrilla del fmln, otros se mantuvieron en resistencia civil: las fuerzas militares oficiales los persiguieron y asesinaron por igual.

En medio de las balas y los bombardeos sistemáticos, pese a la beligerancia del ejército salvadoreño, la asesoría contrainsurgente, la injerencia del ejército estadunidense y la virulencia de los escuadrones de la muerte, la mayoría de los indígenas optó por sumarse al frente rebelde. En diferentes actividades formaron parte de la insurgencia, pero sus tradiciones poco influyeron en el trabajo político-organizativo de la guerrilla.

Se mantuvieron cohesionados y ahora, generaciones después, fungen y se expresan en diversos movimientos sociales, incluso los inspiran como la defensa del agua contra las presas y represas del Plan Puebla Panamá; la defensa de la tierra y contra la minería, la defensa de la soberanía alimentaria y el maíz.

Tata Gustavo comenta de los ochenta: “Fueron años de trabajo político y comunitario que se reciclan como el agua que cae del cielo y luego vuelve a subir… Tendrá sus frutos, aguacates, tamarindos y marañones, diversos como somos, por eso el compromiso de luchar, decíamos en tiempo de la guerra, para vencer, pero ahora por otros medios”.

 

Acuerdos comunitarios. Pese al nulo reconocimiento gubernamental de los pueblos indígenas de El Salvador, sin la ratificación del Convenio 169 de la oit, con el proceso de mestizaje acelerado, la pérdida de identidad, la migración derivada de la pobreza extrema y la confrontación social en doce años de guerra civil, los pueblos originarios resisten la invasión de sus tierras y la confiscación de sus territorios —que incluye el agua como insisten ellos.

Son Morazán, al nororiente, y Izalco, donde se mantiene la tradición de autoridades comunitarias. Con ello desafían al poder formal y buscan gobernarse por sí mismos con todas las adversidades presentes y futuras. 

Veintiséis pueblos eligen a sus representantes que gestionan sus demandas y sus exigencias a los gobiernos municipales y centrales. No actúan en el ámbito de la clase política, pero sí exigen condiciones reales de existencia y demandan respeto a la tierra y al agua como dadores de vida: dos elementos constantes de la resistencia por siglos.

El agua es la mayor de las demandas en un país de escasez, y sus territorios cuentan con capacidad hídrica sostenible por el afluente del Río Lempa y los extensos mantos freáticos. Hoy, dice Tata Gustavo, “es uno de nuestros antepasados en peligro que hay que defender hasta con la vida.”

En la LunaNana, los pipiles náhuatl de Izalco, con el brazo anudado de mayos y lencas en medio de ceremonias, exigieron al gobierno salvadoreño la devolución de las tierras comunales que “usurparon durante tantos años los terratenientes y hoy se concentran en pocas manos de agroindustriales”, y cancelar la descentralización del agua decretada en 2006 que impulsa su enajenación regional y municipal y trae el peligro de “feudos de los señores del agua”, o de empresas privadas nacionales y extranjeras, lo mismo que refresqueras y cervecerías dice doña Juliana Amas.

 

 

Ricardo Martínez es periodista del diario Latino de El Salvador y corresponsal en México

y Centroamérica de Free Speech Radio News de Estados Unidos.