Usted está aquí: miércoles 21 de mayo de 2008 Política El lenguaje de la enfermedad

Arnoldo Kraus

El lenguaje de la enfermedad

Desde hace algunos años, como parte de mi ejercicio médico, tengo la costumbre de anotar, cuando son interesantes, las observaciones que hacen los enfermos acerca de sus males. Lo hago no sólo porque el lenguaje de la enfermedad es interminable y sorprendente, sino porque permite comprender a la persona y además proporciona una mirada no científica del peso de la patología. Pensar que el lenguaje es complemento de la tecnología (y viceversa) es correcto. Los pacientes dicen, aunque no sea tan obvio como Perogrullo podría pensar, lo que sienten. Dicen lo que escucha su cuerpo, lo que el idioma del dolor escribe.

Mucho se ha escrito acerca de los cambios que el dolor, la certeza de la muerte o la enfermedad producen en el afectado. Basta atender con atención ese discurso para comprender que sus sentimientos dotan al lenguaje médico de una dosis de filosofía y otra de poesía. Aguzar el oído permite recuperar el valor humano de las palabras y, en particular, de las palabras cargadas de dolor.

¿Qué quería decir Mijail Bajtin cuando afirmaba que “todo lo que se refiere a mi persona, empezando por mi nombre, llega a mí por boca de otros”? La idea del pensador ruso sugiere, entre otras cosas, que la arquitectura individual y los quehaceres de cada ser humano son atributos personales, cuyo valor se resalta por la presencia de otras personas, que, metafóricamente, le dan vida a la voz y sentido a la existencia. En ese escenario los enfermos son maestros.

Son maestros porque aprenden a escucharse. Saben que los significados de la vida se comprenden mejor a través de las pequeñas verdades que se revelan cuando la enfermedad ocupa parte de la vida. Entienden que el dolor es una forma de capturar el instante y que la oscuridad que rodea la vida cuando se es enfermo crece por dentro conforme la patología avanza. Saben leer esas lecciones y decir, cuando se padece esclerodermia, “mi piel es como un vestido cuando se encoge”; tienen razón cuando aseguran que “han notado que les rechinan los zapatos”; pueden también reinventar la realidad, como aquel viejo paciente, quien destrozado por la muerte de su hija como consecuencia de cáncer mamario, me comentó que el ultrasonido que se le realizó a su hija menor, y quien recién había embarazado, mostraba un bebé idéntico al primogénito de la hija recién fallecida. Saben lo que desean cuando al mirar su historia clínica, deshojada, inmensa, carcomida por la enfermedad, vieja, imposible de leer, dicen, “mi expediente todavía quiere vivir”.

Me repito: los enfermos son maestros. Saben que las noches crujen, que el tiempo no sólo tiene horario, sino piel, que el cáncer tiene olor, que la lejanía puede doler más que la muerte, que el dolor clausura espacios mientras abre otros, que la vida es donde nunca, que hay palabras sordas, palabras sin alma, palabras sin rostro y que es necesario escribir la historia de la enfermedad con la sangre propia para mantenerse vivos. Saben que ante la enfermedad y frente al doctor, en muchas ocasiones, no se requieren palabras escritas sino palabras sin letras.

Entienden mucho porque con frecuencia tienen que bregar con sus males para no caer desde los bordes más altos de su enfermedad y con ello impedir que el libro, el libro de su vida, se cierre o quede inconcluso; saben escucharse porque el silencio interno, el silencio que conllevan las pérdidas y el dolor que penetra el cuerpo, permite que lo inimaginable transforme las ideas que aguardan para que lo que parece imposible de imaginar se convierta en realidad.

Dicen lo que parece imposible escribir. Entienden que no es cierto que sólo exista un camino, un libro, o un tiempo para encontrarse con uno mismo o para dialogar con los otros yoes que fueron parte de uno cuando no había enfermedad. Saben que hay que escucharse para darle otros sentidos al pasado y otros significados al presente. Saben decir, a los 95 años, “a Dios se le olvidó revisar mi tarjeta. Ya me debo ir”.

El lenguaje de la enfermedad es interminable. Leerlo y adentrarse en él es un privilegio: permite mirar la patología desde diversos ángulos, comprender mejor las vivencias de los pacientes y entender los límites de la vida y de la medicina.

 
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