Usted está aquí: jueves 22 de mayo de 2008 Cultura Recibió Monsiváis de manos de Marcelo Ebrard la Medalla 1808

■ José María Pérez Gay encomió en su discurso la trayectoria del autor de Amor perdido

Recibió Monsiváis de manos de Marcelo Ebrard la Medalla 1808

■ La ciudad de México no sería la misma sin el escritor y ensayista, expresó el gobernante

■ Las múltiples marchas hacen ver a la urbe como “un hervidero de la disidencia”, dijo el homenajeado

Ángel Bolaños Sánchez

Ampliar la imagen José María Pérez Gay, Elena Cepeda, Marcelo Ebrard, Carlos Monsiváis y Enrique Márquez, ayer, en el salón de cabildos del Gobierno del Distrito Federal José María Pérez Gay, Elena Cepeda, Marcelo Ebrard, Carlos Monsiváis y Enrique Márquez, ayer, en el salón de cabildos del Gobierno del Distrito Federal Foto: José Carlo González

El Gobierno del Distrito Federal rindió homenaje al escritor Carlos Monsiváis, al entregarle la Medalla 1808, instituida en memoria de Francisco Primo de Verdad y Ramos, síndico del ayuntamiento de la ciudad de México en la Nueva España, del regidor Francisco Azcárate, el fraile Melchor de Talamantes y quienes los acompañaron en la conjura para instalar un gobierno provisional que devolviera la soberanía al pueblo tras la abdicación de los reyes de España en favor del emperador francés Napoleón Bonaparte, ese año.

La ceremonia, en el salón de cabildos del Antiguo Palacio del Ayuntamiento, se tornó encuentro de amigos, entre los que Monsiváis contó a José María Pérez Gay –quien pronunció un extenso discurso sobre el homenajeado–, Carlos Payán, Juan Ramón de la Fuente, Elena Poniatowska, Silvia Lemus, Consuelo Sáizar, José Luis Ibáñez, Armando Colín, Víctor Acuña, Gerardo Estrada, Enrique Florescano, Isaac Masri, Luis Mandoki –con el que se detuvo para exclamar “estoy agotado”–, y continuó más tarde con una comida en el Museo del Estanquillo.

Impronta del cronista en la urbe

Al entregar el reconocimiento, el jefe de Gobierno capitalino, Marcelo Ebrard Casaubon, explicó que el coordinador general para los festejos del Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución, Enrique Márquez Jaramillo, consultó a poco más de 3 mil 800 personas sobre quién debía recibir la medalla, que se entregará a partir de ahora para honrar a los ciudadanos que más han aportado a la capital.

“Ya después de esa difícil tarea fue a verme y me dijo: es sorprendente, pero casi todos nos dijeron que al primero que debíamos entregarle esa medalla es a Carlos Monsiváis” porque, resumió Ebrard a partir de la respuesta que dio una de esas personas consultadas, “la ciudad de México no sería la misma sin Carlos Monsiváis”.

El escritor y cronista, fiel a su estilo, respondió al homenaje con una descripción detallada de la ciudad, presente, pasado y futuro, en tres parábolas: “Del espacio que necesitaba un domicilio fiscal”, “De las creencias, luego de la venta de remates del abismo” y “De la lucha del empleo y el Ángel hasta el amanecer”.

“En el principio no había un lugar donde poner el espacio de la ciudad de México; el lugar asignado era amplio, un valle y en el Anáhuac, pero se calculó mal”, arrancó Monsiváis, para concluir que, hasta la fecha, ese espacio incontenible y en permanente crecimiento sigue sin encajar en el lugar asignado.

Siguió una descripción de la ciudad, desde su desordenado recién nacer y los esfuerzos de los dioses por mejorar su aspecto, creando las provincias “para fomentar las migraciones”, hasta sus problemas acuíferos en el descuido de no “renovar el contrato del agua”, las calles sobrepobladas, las delegaciones que despertarán en su rencarnación como megalópolis, el dato ya congestionado de cuatro autos por cada 10 personas, los asentamientos irregulares y la autoconstrucción, sin dejar escapar las marchas, 5.6 cada día, que hacen ver a la urbe como “un hervidero de la disidencia” y de una “conciencia ciudadana que, no obstante etapas de apatía y cinismo, crece con regularidad”, y hasta de la izquierda que la gobierna con su despenalización del aborto, sus sociedades de convivencia y sus desnudos masivos en el Zócalo: “dan muestra de una nueva actitud de la población, de las autoridades y de los cuerpos. No sé si en ese orden”.

Frases tremolantes

El también escritor José María Pérez Gay hizo memoria para narrar el surgimiento hace 40 años de lo que sería después Por mi madre, bohemios, a partir de una antología de “frases tremolantes” que secretarios de Estado, empresarios, dirigentes políticos, obispos, legisladores proferían en contra de los estudiantes y la libertad de expresión en 1968; hacer un recuento de las publicaciones, desde Amor perdido hasta La herencias ocultas: de la Reforma liberal del XIX, deteniéndose en el único libro de ficción de Monsiváis: Nuevo catecismo para indios remisos y, sin dejar de referirse en su extenso texto, escrito para la ocasión, a la vocación de coleccionista del autor y de “las cosas que buscan y encuentran al coleccionista”.

La ciudad, expuso el escritor, “es un comedero omnipresente, es el bebedero sin reposo, es la danza del subempleo alrededor de los semáforos, es el frotadero de almas en el vagón del Metro –los cuerpos ya no cupieron– es el depósito histórico de olores y sinsabores, es la primera comunión del niño meses antes de la boda de sus padres, es el anhelo de un cuarto propio, es la curiosidad nacional al acecho de la telenovela de moda, la de los noticiarios y de los periódicos, no la otra, la espuria.

“A la ciudad de México la domina lo cuantitativo, son muchos los que aquí nacen y los incontables que la provincia expulsa. El centralismo paga sus malevolencias y desmesuras con las masas que descienden de camiones y trenes y aquí se quedan, porque la idea del regreso al pueblo es más ardua de soportar que el desarraigo, y el peso del asfalto demográfico impulsa y evapora gustos y predilecciones, relativiza las conductas, pone en jaque a la moral tradicional, hace todo, menos alterar el equilibrio entre lo que anima a vivir a fondo la ciudad y lo que se tiene en casa.”

Concluyó con una parábola más, “la de los fines que no previeron la desaparición de los comienzos”, con la que agradeció, buscando incluir “la frase que le gustaba tanto, donde la muerte de la ciudad de México ocurría muchas décadas antes de su enérgica agonía” y al fin musitar “muchísimas gracias”. Y esta vez, como tantas otras, traicionó su vocación escéptica, canjeándola por la sinceridad: “muchas gracias, de veras, muchas gracias”.

 
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