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Cultura y Democracia*

Marilena Chaui**

I. Proveniente del verbo latino colere, en su origen cultura significa cultivo, cuidado. Era el cultivo y el cuidado de la tierra (agricultura), de los niños (puericultura) y de los dioses y lo sagrado (culto). Como cultivo, la cultura era una acción que conduce a realización de las potencialidades de algo o de alguien, era hacer brotar, florecer y beneficiar.

En la historia de Occidente, este sentido se fue perdiendo hasta que, en el siglo XVIII, con la Filosofía de la Ilustración, la palabra cultura resurge, pero se convierte en sinónimo de civilización. Sabemos que civilización deriva de la idea de vida civil, de vida política y de régimen político. Con el Iluminismo, es el patrón o el criterio que mide el grado de civilización de una sociedad. Así, la cultura pasa a ser un conjunto de prácticas que permite valorizar y jerarquizar los regímenes políticos, según un criterio de evolución. En el concepto de cultura se introduce la idea de tiempo, pero continuo, lineal y evolutivo, de tal modo que cultura se convierte en sinónimo de progreso. Se valora el progreso de una civilización por su cultura y se valora la cultura por el progreso que trae a una civilización.

El concepto iluminista de cultura, profundamente político e ideológico, reaparece en el siglo XIX, cuando se constituye una rama de las ciencias humanas, la antropología. En su comienzo, los antropólogos conservarán el concepto iluminista de evolución o progreso. Al adoptar esta noción, establecieron un patrón para medir la evolución o el grado de progreso de una cultura, y ese patrón fue el de la Europa capitalista. Las sociedades pasaron a ser evaluadas según la presencia o la ausencia de algunos elementos que son propios del Occidente capitalista y la ausencia de esos elementos fue considerada un signo de falta de cultura o de una cultura poco evolucionada. ¿Cuáles son esos elementos? El Estado, el mercado y la escritura. Todas las sociedades que desarrollaron formas de intercambio, comunicación y poder diferentes del mercado, de la escritura y del Estado europeo fueron definidas como culturas “primitivas”.

La noción de primitivo sólo puede ser elaborada si es determinada por la figura de no-primitivo, por lo tanto, por la figura de aquel que realizó la “evolución”. Esto implica no sólo un juicio de valor, sino todavía más: significa que aquellos criterios se convirtieron en definitorios de la esencia de la cultura, de tal modo que se consideró que aquellas sociedades que “todavía” estaban sin mercado, sin escritura y sin Estado llegarían necesariamente a ese estadio. La cultura europea capitalista no sólo se coloca como el fin necesario del desarrollo de toda cultura o de toda civilización, sino que al ofrecerse como modelo necesario del desarrollo histórico legitimó y justificó, primero, la colonización y, después, el imperialismo.

En el siglo XIX, la idea de cultura sufre una mutación decisiva porque es elaborada como la diferencia entre naturaleza e historia. Es la ruptura de la adhesión inmediata a la naturaleza, adhesión propia de los animales, e inaugura el mundo humano propiamente dicho. El orden humano es el orden simbólico, esto es, la capacidad humana para relacionarse con lo ausente y con lo posible por medio del lenguaje y del trabajo. La dimensión humana de la cultura es un movimiento de trascendencia, que coloca a la existencia como poder para superar una situación dada gracias a una acción dirigida a aquello que está ausente. Por eso mismo, y solamente en esa dimensión, es que se podrá hablar de historia propiamente dicha.


Foto: Francisco Olvera

Es esa concepción extendida de la cultura la que será incorporada a partir de la segunda mitad del siglo XX por los antropólogos europeos. Sea por tener una formación marxista, sea por tener un profundo sentimiento de culpa, buscarán deshacer la ideología etnocéntrica e imperialista de la cultura, inaugurando la antropología social y la antropología política, en las cuales cada cultura expresa, de manera históricamente determinada y materialmente determinada, el orden humano simbólico con una individualidad propia o una estructura propia. A partir de entonces, el término cultura pasa a tener un alcance que no poseía antes, siendo ahora entendido como producción y creación del lenguaje, de la religión, de la sexualidad, de los instrumentos y de las formas del trabajo, etc. La cultura pasa a ser comprendida como el campo en el cual los sujetos humanos elaboran símbolos y signos, instituyen las prácticas y los valores, definen para sí mismos lo posible y lo imposible, el sentido de la línea de tiempo, las diferencias en el interior del espacio, valores como lo verdadero y lo falso, lo bello y lo feo, lo justo y lo injusto; instauran la idea de ley, y, por lo tanto, de lo permitido y de lo prohibido, determinan el sentido de la vida y de la muerte y de las relaciones entre lo sagrado y lo profano.

Con todo, ese alcance de la noción de cultura choca, en las sociedades modernas, con un problema: el hecho de ser, justamente, sociedades y no comunidades.

La marca de la comunidad es la indivisión interna y la idea del bien común, sus miembros están siempre en una relación sin mediaciones institucionales, poseen el sentimiento de un destino común y afirman la encarnación del espíritu de la comunidad en algunos de sus miembros, en ciertas circunstancias. Pero el mundo moderno desconoce a la comunidad: el modo de producción capitalista da origen a la sociedad, cuya marca primera es la existencia de individuos, separados unos de otros por sus intereses y deseos. Sociedad significa aislamiento, fragmentación o atomización de sus miembros, forzando al pensamiento moderno a indagar el modo en que los individuos aislados pueden relacionarse, convertirse en socios. O sea, la comunidad es percibida por sus miembros como natural u ordenada por una divinidad, pero la sociedad impone la exigencia de que sea explicado el origen mismo de lo social. Semejante exigencia conduce a la invención del pacto social o del contrato social firmado entre los individuos, instituyendo la sociedad. La segunda marca, aquello que hace propiamente que sea sociedad, es la división interna. Si la comunidad se percibe regida por el principio de la indivisión, la sociedad no puede evitar que su principio sea la división interna.

¿Cómo mantener, frente a una sociedad dividida en clases, el concepto tan generoso y tan abarcador de la cultura como expresión de la comunidad indivisa, propuesto por la filosofía y por la antropología? Es imposible, pues la sociedad de clases instituye la división cultural. Se puede hablar de cultura dominada y cultura dominante, cultura opresora y cultura oprimida, cultura de elite y cultura popular. Cualquiera sea el término empleado, lo que se evidencia es un corte en el interior de la cultura entre aquello que se convino en llamar cultura formal, o sea, la cultura letrada, y la cultura popular, que corre espontáneamente en las vetas de la sociedad.

Sin embargo, cultura popular tampoco es un concepto tranquilo. Basta recordar los tres tratamientos principales que recibió. El primero, del Romanticismo del siglo XIX, afirma que cultura popular es la cultura del pueblo bueno, verdadero y justo, o aquella que expresa el alma de la nación y el espíritu del pueblo; el segundo, proveniente de la Ilustración francesa del siglo XVIII, considera cultura popular al residuo de tradición, mezcla de superstición e ignorancia, a ser corregido por la educación del pueblo; el tercero, proveniente de los populismos del siglo XX, mezcla la visión romántica y la iluminista. De la visión romántica mantiene la idea de que la cultura hecha por el pueblo sólo por eso es buena y verdadera; de la visión iluminista mantiene la idea de que esa cultura, por ser hecha por el pueblo, tiende a ser tradicional y atrasada en relación con su tiempo, siendo necesario, para actualizarse, una acción pedagógica, realizada por el Estado o por una vanguardia política. Cada una de esas concepciones de la cultura popular configura opciones políticas bastante determinadas: la romántica busca universalizar la cultura popular por medio del nacionalismo, o sea, transformándola en cultura nacional; la ilustrada o iluminista propone la desaparición de la cultura popular por medio de la educación formal, a ser realizada por el Estado; y la populista pretende traer la “conciencia correcta” al pueblo para que la cultura popular se convierta en revolucionaria (en la perspectiva de las vanguardias de izquierda) o en sostén del Estado (en la perspectiva de los populismos de derecha).


Foto: Enrique Castro Mendivil

Gracias a los análisis y críticas de la ideología, sabemos que el lugar de la cultura dominante es bastante claro: es el lugar a partir del cual se legitima el ejercicio de la explotación económica, de la dominación política y de la exclusión social. Pero ese lugar también vuelve más nítida a la cultura popular como aquello que es elaborado por las clases populares y, en particular, por la clase trabajadora, de acuerdo con lo que se hace en el polo de la dominación, o sea, como repetición o como contestación, dependiendo de las condiciones históricas y de las formas de organización populares.

Por eso mismo es necesario tener en cuenta el modo en que la división cultural tiende a ser ocultada y, por ese motivo, reforzada con el surgimiento de la cultura de masas o de la industria cultural. ¿Cómo opera la industria cultural?

En primer lugar, separa los bienes culturales por su supuesto valor de mercado: hay obras “caras” y “raras”, destinadas a los privilegiados que pueden pagar por ellas, formando una elite cultural, y hay obras “baratas” y “comunes”, destinadas a las masas. Así, en vez de garantizar a todos el mismo derecho a la totalidad de la producción cultural, la industria cultural sobredetermina la división social sumándole la división entre elite “culta” y masa “inculta”.

En segundo lugar, al contrario del primer aspecto, crea la ilusión de que todos tienen acceso a los mismos bienes culturales, cada uno escogiendo libremente lo que desea, como el consumidor en un supermercado. Sin embargo, basta prestar atención a los horarios de los programas de radio y televisión o a lo que se vende en los puestos de diarios y revistas para ver que las empresas de divulgación cultural ya han seleccionado de antemano lo que cada clase y grupo social puede y debe oír, ver o leer. En el caso de los diarios y revistas, por ejemplo, la calidad del papel, la calidad gráfica de las letras e imágenes, el tipo de titulares y del material publicado definen al consumidor y determinan el contenido de aquello a lo que tendrá acceso y el tipo de información que podrá recibir. Si comparamos, una mañana, cinco o seis diarios, percibiremos que el mismo mundo –éste en el cual todos vivimos– se transforma en cinco o seis mundos diferentes o incluso opuestos, ya que un mismo acontecimiento recibe cinco o seis tratamientos diversos, en función del lector al cual la empresa periodística tiene interés (económico y político) de dirigirse.

En tercer lugar, inventa una figura llamada “espectador medio”, “oyente medio” o “lector medio”, a los cuales le son atribuidas ciertas capacidades mentales “medias”, ciertos conocimientos “medios” y ciertos gustos “medios”, ofreciéndoles productos culturales “medios”. ¿Qué significa eso? La industria cultural vende cultura. Para venderla debe seducir y agradar al consumidor. Para seducirlo y agradarlo no puede disgustarlo, provocarlo, hacerlo pensar, llevarle informaciones nuevas que lo perturben, sino que debe devolverle, con una nueva apariencia, lo que él ya sabe, ya vio, ya hizo. La “media” es el sentido común cristalizado que la industria cultural devuelve con cara de cosa nueva.

En cuarto lugar, define la cultura como ocio y entretenimiento. Hannah Arendt señaló la transmutación de la cultura bajo los imperativos de la comunicación de masas, es decir, la transformación del trabajo cultural, de las obras de pensamiento y de las obras de arte, de los actos cívicos y religiosos y de las fiestas en entretenimiento. Evidentemente, escribe ella, los seres humanos necesitan vitalmente del ocio y del entretenimiento. Ya sea como mostró Marx, para que la fuerza de trabajo aumente su productividad gracias al descanso; como muestran los estudiosos marxistas, para que el control social y la dominación se perpetúen por medio de la alienación, o como señala Arendt, porque el ocio y el entretenimiento son exigencias vitales del metabolismo humano.

Nadie puede oponerse al entretenimiento, aunque pueda ser crítico de las modalidades del entretenimiento que distraen de la dominación social y política. El pasatiempo o el entretenimiento se relacionan con el tiempo biológico y el ciclo vital de reposición de las fuerzas corporales y psíquicas. El entretenimiento es una dimensión de la cultura tomada en su sentido amplio y antropológico, ya que es el modo en que una sociedad inventa sus momentos de distracción, diversión, ocio y reposo. No obstante, y por eso mismo, el entretenimiento se distingue de la cultura entendida como trabajo creador y expresivo de las obras de pensamiento y de arte.


Foto: Víctor Camacho

Si por un instante dejamos de lado la noción extensa de la cultura y la tomamos bajo el prisma de la creación y expresión de las obras de pensamiento y de las obras de arte, diremos que la cultura posee tres rasgos principales que la distancian del entretenimiento: en primer lugar, es movimiento de creación de sentido –es la experimentación de lo nuevo; segundo, es la acción de hacer pensar, hacer ver y hacer reflexionar sobre lo que se esconde bajo las experiencias cotidianas; tercero, en una sociedad de clases, la cultura es un derecho del ciudadano, derecho de acceso a los bienes y obras culturales, derecho de hacer cultura y de participar de las decisiones sobre la política cultural. Sin embargo, la industria cultural niega esos rasgos de la cultura. Como cultura de masas, las obras de pensamiento y de arte: primero, de expresivas, se convierten en reproductivas y repetitivas; segundo, de trabajo de creación, se convierten en eventos para el consumo; tercero, de experimentación de lo nuevo, se vuelven consagración por la moda y por el consumo; cuarto, de duraderas, se vuelven parte del mercado de la moda, pasajero, efímero, sin pasado y sin futuro; quinto, de formas de conocimiento que develan la realidad e instituyen relaciones con lo verdadero, se convierten en disimulo, ilusión falsificadora, publicidad y propaganda. Todavía más: la llamada cultura de masas se apropia de las obras culturales para consumirlas, devorarlas, destruirlas, anularlas en simulacros.

Para evaluar el significado contemporáneo de la industria cultural y de los medios de comunicación de masa que la producen, conviene recordar, brevemente, lo que se denomina comúnmente condición posmoderna, es decir, la experiencia social y cultural en la economía neoliberal.

La dimensión económica y social de la nueva forma del capital es inseparable de una transformación sin precedente en la experiencia del espacio y del tiempo, designada por David Harvey “compresión espacio-temporal”. La fragmentación y la globalización de la producción económica engendran dos fenómenos contrarios y simultáneos: por un lado, la fragmentación y dispersión espacial y temporal y, por el otro, bajo los efectos de las tecnologías electrónicas y de la información, la compresión del espacio y del tiempo. En otras palabras, fragmentación y dispersión del espacio y del tiempo condicionan su reunificación bajo un espacio indiferenciado y un tiempo efímero desprovisto de profundidad.

Volátil y efímera, nuestra experiencia hoy desconoce cualquier sentido de continuidad y se agota en un presente sentido como instante fugaz, al perder la diferenciación temporal y la profundidad del futuro como posibilidad inscrita en la acción humana en cuanto poder de determinar lo indeterminado y superar situaciones dadas, comprendiendo y transformando su sentido. En otras palabras, perdemos el sentido de la cultura como acción histórica.


Foto: José Carlo González

II.

Masificar es lo contrario de democratizar la cultura. O mejor, es la negación de la democratización de la cultura.

¿Qué puede ser la cultura tratada desde el punto de vista de la democracia? ¿Qué sería una cultura de la democracia y una cultura democrática? ¿Cuáles son los problemas de un tratamiento democrático de la cultura, por lo tanto, de una cultura de la democracia, y de la realización de la cultura como visión democrática, por consiguiente, de una cultura democrática? Esas preguntas señalan algunos de los problemas a enfrentar. En primer lugar, el problema de la relación entre cultura y Estado; en segundo lugar, la relación entre cultura y mercado; en tercer lugar, la relación entre cultura y creadores.

Si examinamos el modo en que tradicionalmente opera el Estado en Brasil, podemos decir que, en el tratamiento de la cultura, su tendencia fue antidemocrática. No porque el Estado fuera ocupado por éste o aquel grupo dirigente, sino por el modo en que el Estado dirigió la cultura. Tradicionalmente, siempre buscó capturar toda creación social de la cultura bajo el pretexto de ampliar el campo cultural público, transformando la creación social en cultura oficial, para hacerla operar como doctrina e irradiarla hacia toda la sociedad. Así, el Estado se presentaba como productor de cultura, confiriéndole generalidad nacional al retirar de las clases sociales antagónicas el lugar donde la cultura se realiza efectivamente. Existe otra modalidad de acción estatal, que data de los años 1990, en que el Estado propone el “tratamiento moderno de la cultura” y considera arcaico presentarse como productor oficial de cultura. Por modernidad, los gobernantes entienden los criterios y la lógica de la industria cultural, cuyos patrones el estado busca repetir, por medio de las instituciones gubernamentales de la cultura. De este modo, el Estado pasa a operar en el interior de la cultura con los patrones del mercado. Si en el primer caso se ofrecía como productor e irradiador de una cultura oficial, en el segundo se ofrece como una ventanilla para la atención de demandas y adopta los patrones del consumo y de los mass media, particularmente el patrón de la consagración de lo consagrado.

Sin embargo, sabemos que es posible otra relación de los órganos estatales con la cultura. Para comprender por qué el Estado no puede ser productor de cultura necesitamos retomar la concepción filosófica y antropológica extensa –la cultura como actividad social que instituye un campo de símbolos y signos, de valores, de comportamientos y prácticas–, añadiendo, sin embargo, que existen campos culturales diferenciados en el interior de la sociedad, como resultado de la división social de clases y de la pluralidad de grupos y movimientos sociales. En esa visión múltiple de la cultura, en ese campo que es todavía el de su definición filosófico-antropológica, se vuelve evidente la imposibilidad, de hecho y de derecho, de que el Estado produzca cultura. El Estado pasa, entonces, a ser visto él mismo como uno de los elementos integrantes de la cultura, esto es, como una de las maneras por las cuales, en condiciones históricas determinadas y bajo los imperativos de la división social de clases, una sociedad crea para sí misma los símbolos, los signos y las imágenes del poder. El Estado es producto de la cultura y no productor de cultura. Es un producto que expresa la división y la multiplicidad sociales.

En cuanto a la perspectiva estatal de la adopción de la lógica de la industria cultural y del mercado cultural, podemos recusarla tomando ahora a la cultura en un sentido menos abarcativo, es decir, como un campo específico de creación, cuando buscan superar críticamente lo establecido. Ese campo cultural específico no puede ser definido bajo el prisma del mercado, no sólo porque éste opera a través del consumo, la moda y la consagración de lo consagrado, sino también porque reduce esa forma de la cultura a la condición de entretenimiento y pasatiempo, opuesta al significado creador y crítico de las obras culturales. No es que la cultura no tenga un lado lúdico y de ocio que le es esencial y constitutivo, sino que una cosa es percibir lo lúdico y el ocio en el interior de la cultura, y otra es instrumentalizarla para que se reduzca a ese rasgo superfluo, una sobremesa, un lujo en un país donde los derechos básicos no son atendidos. Es conveniente no olvidar que, bajo la lógica del mercado, la mercancía “cultura” se convierte en algo perfectamente medible. La medida está dada por el número de espectadores y de ventas, o sea, el valor cultural se deriva de la capacidad de agradar. Esa medición tiene todavía otro sentido: indica que la cultura es tomada en su punto final, en el momento en que las obras son expuestas como espectáculo, dejando en la sombra lo esencial, es decir, el proceso de creación.


Foto: José Carlo González

¿Qué es una relación nueva con la cultura, en la cual la consideramos como proceso de creación? Es entenderla como trabajo. Tratarla como trabajo de la inteligencia, de la sensibilidad, de la imaginación, de la reflexión, de la experiencia y del debate, y como trabajo en el interior del tiempo, es pensarla como institución social, por lo tanto determinada por las condiciones materiales e históricas de su realización.

El trabajo, como sabemos, es la acción que produce algo hasta entonces no existente, gracias a la transformación de lo existente en algo nuevo. El trabajo libre supera y modifica lo existente. Como trabajo, la cultura opera transformaciones en nuestras experiencias inmediatas, el tiempo se abre a lo nuevo, hace emerger lo que todavía no fue hecho, pensado y dicho. Captar la cultura como trabajo significa, en fin, comprender que el resultado cultural (la obra) se ofrece a los otros sujetos sociales, se expone a ellos, se ofrece como algo a ser recibido por ellos para formar parte de su inteligencia, sensibilidad e imaginación, y ser retrabajada por los receptores, sea porque la interpretan, sea porque una obra suscita la creación de otras. La exposición es esencial a las obras culturales, que existen para ser dadas a la sensibilidad, a la percepción, a la inteligencia, a la reflexión y a la imaginación de los otros. Es por eso que el mercado cultural explota esa dimensión de las obras de arte, esto es, el hecho de que son espectáculo, sometiéndolas al show business.

Si el Estado no es productor de cultura ni instrumento para su consumo, ¿qué relación puede tener con ella? Puede concebirla como un derecho del ciudadano y, por lo tanto, asegurar el derecho de acceso a las obras culturales producidas, particularmente el derecho de disfrutarlas, el derecho de crear las obras, de producirlas, y el derecho de participar de las decisiones sobre políticas culturales.

¿Qué significa el derecho de producir obras culturales? Si se considerara la cultura como el conjunto de las bellas artes, entonces se podría suponer que ese derecho significaría, por ejemplo, que esté abierto a todos el derecho a ser pintor. Después de todo, cada uno de nosotros, un día u otro, puede tener deseos de hacer una acuarela, pintar al pastel, un diseño; se podría establecer una política cultural que difundiera talleres, aulas y grupos de pintura por las ciudades. Esa política no garantizaría el derecho de producir obras de pintura y sí un hobby, un pasatiempo y, en el mejor de los casos, una ludoterapia. ¿Entonces, qué es la pintura? La expresión del enigma de la visión y de lo visible: enigma de un cuerpo vidente y visible, que realiza una reflexión corporal porque se ve viendo; enigma de las cosas visibles, que están simultáneamente allí afuera, en el mundo, y aquí adentro, en nuestros ojos; enigma de la profundidad, que no es una tercera dimensión junto a la altura y el ancho, sino aquello que no vemos y que, sin embargo, nos permite ver; enigma del color, pues un color es apenas diferencia entre colores; enigma de la línea, pues al ofrecer los límites de una cosa no la cierra sobre sí, sino que la coloca en relación con todas las otras. El pintor interroga esos enigmas y su trabajo es dar a ver lo visible que no vemos cuando miramos el mundo. Si, por lo tanto, no todos son pintores, aunque en la práctica todos aman las obras de la pintura, ¿no sería mejor que esas personas tuviesen el derecho de ver las obras de los artistas, de disfrutarlas, de ser llevadas a ellas? ¿No correspondería al Estado garantizar el derecho de los ciudadanos a tener acceso a la pintura –a los pintores garantizar el derecho de crearla; a los no pintores, el derecho de disfrutarla?

Ahora bien, esas mismas personas, que no son pintoras ni escultoras ni bailarinas, también son productoras de cultura, en el sentido antropológico de la palabra: son, por ejemplo, sujetos, agentes, autores de su propia memoria. ¿Por qué no ofrecer condiciones para que puedan crear formas de registro y preservación de su memoria, de la cual son sujetos? ¿Por qué no ofrecer condiciones teóricas y técnicas para que, conociendo las varias modalidades de soportes de la memoria (documentos, escritos, fotografías, filmes, objetos, etc.), puedan preservar su propia creación como memoria social? No se trata, por lo tanto, de excluir a las personas de la producción cultural, y sí de garantizarles que, extendiendo el concepto de cultura más allá del campo restringido de las bellas artes, en aquello en que son sujetos de su obra, tengan el derecho de producirla de la mejor forma posible.

Finalmente, el derecho a la participación en las decisiones de la política cultural es el derecho de los ciudadanos a intervenir en la definición de las directrices culturales y de los presupuestos públicos, a fin de garantizar tanto el acceso como la producción de cultura por parte de los ciudadanos.

Se trata, entonces, de una política cultural definida por la idea de ciudadanía cultural, en la que la cultura no se reduce a lo superfluo, al entretenimiento, a los patrones del mercado, a la oficialidad doctrinaria (que es ideología), sino que se realiza como derecho de todos los ciudadanos, derecho a partir del cual la división social de las clases o la lucha de clases pueda manifestarse y ser trabajada porque en el ejercicio del derecho a la cultura los ciudadanos, como sujetos sociales y políticos, se diferencian, entran en conflicto, comunican e intercambian sus experiencias, rechazan formas de cultura, crean otras e impulsan todo el proceso cultural.


Foto: Pilar Olivares

III.

Afirmar la cultura como un derecho es oponerse a la política neoliberal, que abandona la garantía de los derechos, transformándolos en servicios vendidos y comprados en el mercado y, por lo tanto, en privilegios de clase.

Esa concepción de la democratización de la cultura presupone una concepción nueva de la democracia. De hecho, estamos acostumbrados a aceptar la definición liberal de la democracia como régimen de la ley y del orden para la garantía de las libertades individuales. Dado que el pensamiento y la práctica liberales identifican competencia y libertad, esa definición de la democracia significa, en primer lugar, que la libertad se reduce a la competencia económica de la denominada “libre iniciativa” y a la competencia política entre partidos que disputan elecciones; en segundo, que hay una reducción de la ley a la potencia judicial para limitar el poder político, defendiendo a la sociedad contra la tiranía, ya que la ley garantiza los gobiernos escogidos por la voluntad de la mayoría; en tercer lugar, que hay una identificación entre el orden y la potencia de los poderes Ejecutivo y Judicial para contener los conflictos sociales, impidiendo su explicitación y desenvolvimiento por medio de la represión, y en cuarto lugar, que, aunque la democracia aparezca justificada como “valor” o como “bien”, es encarada, de hecho, por el criterio de la eficacia, medida, en el plano legislativo, por la acción de los representantes, entendidos como políticos profesionales y, en el plano del Poder Ejecutivo, por la actividad de una elite de técnicos competentes a los cuales cabe la dirección del Estado.

La democracia es, así, reducida a un régimen político eficaz, basado en la idea de la ciudadanía organizada en partidos políticos, y se manifiesta en el proceso electoral de elección de los representantes, en la rotación de los gobernantes y en las soluciones técnicas para los problemas económicos y sociales.

De este modo, hay en la práctica y en las ideas democráticas una profundidad y una verdad mucho mayores y superiores a las que el liberalismo percibe y deja percibir.

Podemos caracterizar a la democracia como superadora de la simple idea de un régimen político identificado con la forma de gobierno, tomándola como forma general de una sociedad. Decimos entonces que una sociedad –y no un simple régimen de gobierno– es democrática cuando, más allá de elecciones, partidos políticos, división de los tres poderes de la república, respeto a la voluntad de la mayoría y de las minorías, instituye algo más profundo, que es condición del propio régimen, o sea, cuando instituye derechos, y que esa institución es una creación social, de tal modo que la actividad democrática social se realiza como un contra-poder social que determina, dirige, controla y modifica la acción estatal y la de los gobernantes.

La sociedad democrática instituye derechos por la apertura del campo social a la creación de derechos reales, a la ampliación de los derechos existentes y a la creación de nuevos derechos. De allí que podamos afirmar que la democracia es la sociedad verdaderamente histórica, es decir, abierta al tiempo, a lo posible, a las transformaciones y a lo nuevo. En efecto, por la creación de nuevos derechos y por la existencia de los contra-poderes sociales, la sociedad democrática no se encuentra fijada en una forma para siempre determinada, o sea, no cesa de trabajar sus divisiones y diferencias internas, de orientarse por la posibilidad objetiva (la libertad) y de alterarse por la propia praxis.


Foto: Pilar Olivares

Por eso mismo, la democracia es aquella forma de la vida social que crea para sí misma un problema que no puede cesar de resolver, porque cada solución que encuentra reabre su propio problema, que es el de la cuestión de la participación.

Como poder popular, la democracia exige que la ley sea hecha por aquellos que tendrán que cumplirla y que exprese sus derechos. En las sociedades de clase, sabemos, el pueblo, en su calidad de gobernante, no es la totalidad de las clases ni de la población, sino la clase dominante que se presenta a través del voto, como representante de toda la sociedad para la elaboración de las leyes, su cumplimiento y la garantía de los derechos. Así, paradójicamente, la representación política tiende a legitimar formas de exclusión política sin que eso sea percibido por la población como ilegítimo, sino como insatisfactorio. Consecuentemente, se desarrollan, al margen de la representación, acciones y movimientos sociales que buscan interferir directamente en la política bajo la forma de presión y reivindicación. Esa forma suele recibir el nombre de participación popular, sin que lo sea efectivamente, una vez que la participación popular solo será política y democrática si puede producir las propias leyes, normas, reglas y reglamentos que dirigen la vida socio-política. Siendo así, la democracia exige, a cada paso, la ampliación de la representación por la participación y el descubrimiento de otros procedimientos que garanticen la participación como acto político efectivo que aumenta con cada creación de un nuevo derecho.

Si eso es la democracia, podemos evaluar cuán lejos de ella nos encontramos, puesto que vivimos en una sociedad oligárquica, jerárquica, violenta y autoritaria.

IV.

Podemos decir que la democracia propicia, por el modo mismo de su enraizamiento, una cultura de la ciudadanía en la medida en que sólo es posible su realización a través del cultivo de los ciudadanos. Si podemos pensar en una ciudadanía cultural, podemos tener la seguridad de que sólo es posible a través de una cultura de la ciudadanía, viable solamente en una democracia. Eso abre el tema complicado de una democracia concreta y, por lo tanto, el tema del socialismo.

¿Qué es el socialismo?

Económicamente, el socialismo se define por la propiedad social de los medios sociales de producción; eso significa, de un lado, que es conservada y garantizada la propiedad privada individual como derecho a los bienes no solamente necesarios para la reproducción de la vida, sino sobre todo indispensables para su desarrollo y perfeccionamiento y del otro, que el trabajo deja de ser asalariado y, por lo tanto, productor de plusvalor, para convertirse en una práctica de autogestión social de la economía. El trabajo se vuelve libre, esto es, expresión de la subjetividad humana objetivada o exteriorizada en productos. En la medida en que la propiedad de los medios de producción es social, la producción es autogestionada y el trabajo es libre, deja de existir aquello que define nuclearmente al capitalismo, o sea, la apropiación privada de la riqueza social por medio de la explotación del trabajo como mercancía que produce mercancías, compradas y vendidas por medio de una mercancía universal, el dinero.

Socialmente, se define por las ideas de justicia –“a cada uno según sus necesidades y capacidades”, dice Marx–, abundancia –no hay apropiación privada de la riqueza social–, igualdad –no hay una clase detentora de riqueza y privilegios–, libertad –no hay una clase que detenta el poder social y político–, autonomía racional –el saber no está al servicio de los intereses privados de una clase dominante–, autonomía ética –los individuos son los agentes conscientes que instituyen normas y valores de conducta–, y autonomía cultural –las obras del pensamiento y las obras de arte no están determinadas por la lógica del mercado ni por los intereses de una clase dominante. Esas ideas y valores, que definen al socialismo, expresan derechos.


Foto: Mariana Bazo

Políticamente, el socialismo se define por la abolición del aparato del Estado como instrumento de dominación y coerción, sustituyéndolo por las prácticas de participación y autogestión, por medio de asociaciones, consejos y movimientos sociopolíticos o sea, el poder no se concentra en un aparato estatal, no se realiza por la lógica de la fuerza ni por la identificación con la figura de lo(s) dirigente(s), sino realmente como espacio público de debate, de deliberación y de decisión colectiva.

Si entendemos la democracia como institución de una sociedad democrática y al socialismo como institución de una política democrática, comprenderemos que solamente en una política socialista los derechos, que definen esencialmente a la sociedad democrática, pueden concretarse, y que solamente en una sociedad democrática la práctica socialista puede efectuarse. De este modo, una nueva política cultural necesita comenzar como cultura política nueva, cuya viga maestra es la idea y la práctica de la participación.


* El presente texto es una versión editada de la conferencia brindada por Chauí en Salvador de Bahía (Brasil, 11/11/2007), sobre su libro Cultura e democracia: discurso competente e outras falas (Cortez editora, 2007). El texto completo en portugués será publicado en la Revista teórica de CLACSO: Crítica y Emancipación (en prensa), y se dispondrá de su traducción al español en www.biblioteca.clacso.edu.ar.

** Profesora de filosofia de la Universidad de São Paulo (USP). Autora de numerosas publicaciones, entre otras: Cultura e democracia. O discurso competente e outras falas (2006. 11va. edición); Simulacro e poder. Uma análise da mídia (2006. 1ra. edición) y Cidadania cultural. O direito à cultura (2006).