Usted está aquí: domingo 22 de junio de 2008 Opinión La muerte del arte y el último imbécil

Eduardo Subirats

La muerte del arte y el último imbécil

Hace pocos meses se cerró una exposición de artistas latinoamericanos en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (Moma). La colección era excelente en cuanto a la calidad de las obras individualmente consideradas. Algo llamaba sin embargo la atención. La exposición citaba “Nuevas tendencias”. Pero la totalidad de las obras, menos una, estaba seleccionada bajo un solo criterio: la abstracción geométrica. Y sus grandes representantes, de León Ferrari en Argentina a Jesús Soto en Venezuela, eran obras de los años 60 y 70. Para los curadores del Moma nada había sucedido desde entonces sobre la faz de América latina.

No voy a discutir hoy si los museos, las bienales o las salas de exposiciones tienen o deben tener una función expositiva y reflexiva, o deben decantarse por una misión normativa y aún legislativa. Desde su promulgación urbi et orbi de un international style en 1932, la institución del Moma se ha destacado por su profesión prescriptiva e imperativa. Pero la cuestión que deseo levantar aquí no es la miseria de estos poderes y sus exclusiones y censuras. Es el arte latinoamericano de las últimas décadas del siglo 20 y el arte latinoamericano de hoy.

La abstracción y la geometría constituyen momentos centrales del arte de todos los tiempos: desde las máscaras de las culturas africanas y amazónicas más antiguas, hasta los dioses y diosas de la Grecia clásica o el Renacimiento europeo. Lo subrayo porque a estas alturas de la historia es absurdo decretar como una tendencia, corriente o dogma artísticos definidos lo que, también en el arte moderno de Matisse, Klee o Kandinsky, constituye un aspecto constitutivo de una concepción más amplia de la obra de arte y de sus funciones. Sabemos o deberíamos saber que la abstracción es un aspecto, un momento, tanto desde el punto de vista de la historia de las corrientes artísticas modernas como desde el punto de vista de la creación o construcción de una forma y una experiencia artísticas. ¿Y el resto? ¿Dónde ha quedado lo que no solamente es abstracción en el arte moderno, y en nuestro caso en el arte latinoamericano? ¿Dónde se ocultaron sus emociones, sus pasiones, su visión del mundo? ¿Dónde sus cantos de alegría y sensualidad? ¿Dónde su desesperación?

La respuesta a estas preguntas es doble. Si uno viaja y pasea por galerías de arte, tiene el privilegio de conocer las bohemias artísticas de las ciudades del mundo y posee la rara capacidad de un juicio propio, se encontrará fatalmente con múltiples, con variadas y con inmensas expresiones artísticas. En América en particular las encuentra por igual en lugares perdidos –he conocido grandes artistas en la pobreza campesina del sertão brasileño– como en determinadas galerías que no suelen ser de todos modos las más sonadas. Una exposición de arte latinoamericano de las últimas décadas no puede ignorar una obra de la intensidad intelectual y de la sofisticación dibujística, cromática y textural que distinguen al mexicano Francisco Toledo. Ni puede olvidar la eficacia irónica de los arte-factos de Nicanor Parra, que sólo una mirada torpe puede clasificar en la etiqueta protocolaria de los neo-dadas, neo-pops y neo-posts norteamericanos. Tampoco puede censurar, como se censura, la existencia de una de las obras más extensas e intensas desde un punto de vista del dibujo, de la intensidad expresiva o de la profundidad lírica del hispano-argentino Jorge Castillo. Ni puede solapar el compromiso plástico del arte y la naturaleza en la era de su destrucción industrial en una obra plástica como la del brasileño Frans Krajcberg.

Pero existe un segundo camino para averiguar qué sucede con éstas y muchas otras expresiones contemporáneas de artistas en los espectáculos de la cultura globalmenbte administrada. Puedo acudir a una conferencia de un colega de la Universidad de Columbia y escuchar dictado teológico-teleológico, mil veces repetido, de la muerte del arte moderno. Que el arte desapareció en las telas blancas, puras y vacías de un último pintor norteamericano, que el nuevo arte se funde y confunde con el design, que la revolución artística global son los productos del arte pop, que el video ha superado y suprimido el arte, que vivimos en la era de los post y post-posts, y, en fin, que se acabó la función del arte, y que los nuevos dictados de galerías y museos los deben anunciar agentes profesionales de la bolsa y el mercado. Ni siquiera hace falta acudir a las aulas intelectualmente vacías del pensamiento corporativamente disciplinado de las universidades norteamericanas. Basta con escuchar a sus replicantes en cualquier universidad hemisférica-periférica. Para esta burocracia postintelectual simplemente no existe el arte. Andy Warhol y Fernando Botero se yerguen como iconos solitarios de su final, del final del humano, de la terminación de la historia –y del triunfo apoteósico de la imbecilidad.

Pero el problema que quiero subrayar aquí y ahora no es el cinismo y la imbecilidad de la crítica de arte que se autoproclama global en los centros de poder financiero internacional. Lo repito: la cuestión es América Latina. Cualquier mirada mínimamente sensible tiene que escandalizarse ante la discrepancia de este Zeit-Ungeist, esta falta de espíritu de nuestro tiempo histórico global, con la variedad y la intensidad de la creación artística de América Latina. Y cualquier sensibilidad crítica puede adivinar también el significado falsificador y colonizador que esta lógica nihilista de los posts y los finales tienen para nuestras amenazadas culturas y nuestras existencias dañadas.

Eduardo Subirats es escritor y profesor de literatura y estética en la Universidad de Nueva York. Su más reciente libro, La existencia sitiada, ha sido publicado en México.

 
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