Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 22 de junio de 2008 Num: 694

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Entre la carretera y la beatitud
ALEJANDRO MICHELENA

Jesús
DIMITRIS DOÚKARIS

Entre colillas y restos de comida
ARACELY R. BERNY

Contra el olvido injusto
CHRISTIAN BARRAGÁN
Entrevista con RAFAEL VARGAS

Fragmentos de Bahía 1860 (esbozos de viaje)
MAXIMILIANO DE HABSBURGO

¿César Vallejo ha muerto?
RODOLFO ALONSO

Sentándome a comer con la pereza
MIGUEL SANTOS

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Jorge Moch
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Ausencia de lo asqueroso

Para acabar con el fla
hay un remedio segu:
meterse un dedo en el cu
y olérselo a cada ra
El bisabuelo Manuel, que además
de abogado nos resultó casi poeta

Es notable el prurito pudibundo de la televisión mexicana en lo que a flujos –y ruidos– corporales se refiere. De no ser por algunos muy malos chistes de muy malos programas de humor ramplón que no se atreve a ser deliberadamente escatológico, las materias excretas no existen en la tele. Algunos programas extranjeros se han atrevido a tocar el tema, casi siempre del lado del chiste facilón del gordo que se tira un pedo, o aquella que de tanto reír afloja esfínter y deja un charquito (hay una caricatura infantil canadiense, Grossology o Porquerología, que trivializa lo escatológico y hasta le da giros educativos). Pero en general, los fluidos corporales son, junto con los chistes raciales, la incorrección social menos aceptable, la más ganadora de condenas. Tanto que, como no hay mayor desprecio que no hacer aprecio, no existen porque ventosidad mata melodrama.

Nunca vimos a Lucerito cuando era Chispita, por ejemplo, sacarse un huevito de cerilla de las orejas, o a Graciela Mauri, cuando deliciosa chimuelita sietuda, con un grumo de bolo alimenticio en el arco de las encías, entre las ausencias de los incisivos. Nunca hemos visto, por ejemplo, a Alejandro Camacho, a Yuri, a Thalía o a los chicos de Regüelve, digo, Rebelde, sacándose un moco verdoso. Y eso que, por ejemplo, Thalía siempre hizo papelitos de mexicanísimas y postmodernas Cenicientas de la calle, la bolerita, la periodiquerita, la vaguita de la playa con un acento, por cierto, imposiblemente lamentable. Quien ha vivido en la costa conoce la muy respetable pero no apreciada costumbre de las costeñas de no rasurarse las piernas, sino al contrario, procurar pantorrillas y espinillas peludas que serían la envidia de cualquier defensa del, digamos, Atlético Madrid. Pero las cojteñitah de la tele siempre tienen longuísimas piernas de besable porcelana. Como la tele no tiene olor, imposible saber si Andrea Legarreta huele a sobaquina, o si Pedro Sola recicla ropa sucia. Tampoco recuerdo a una Adela Noriega de axilas peludas. Sí recuerdo a Víctor Trujillo, en cambio, hurgándose el ombligo y oliéndose luego los dedos. Pero nada más.

No recuerdo villana ninguna que estornudara y se quedara con un hilito de baba colgando de la boca. En la tele nadie se tira un cuesco, nadie eructa. Nadie pasa corriendo, empujando a los demás, gritando ¡háganse a un lado que me estoy cagando!, ninguna heroína de telenovela le dice al galán, cuando pasean en coche, que se apure porque se mea. En la tele, la gente se vuelve etérea.

Uno diría, bueno, es que son ficciones, pero entonces allí tenemos a los atildados conductores de noticias, a las impecables conductoras, a los siempre alegres, risueños comentaristas de los programas para imbéciles de la barra de las mañanas, o los de la nochecita, los de chismes de farándula perdularia. ¿A poco un tripón disimulado como Daniel Bisogno no se pedorrea en el plató? ¿Nunca suelta regüeldos de los puros nervios más de un participante en uno de los demasiados y aburridísimos programas de concursos?

Quedan al menos los Reality shows, donde a veces es imposible editar esos incómodos momentos que Julio Cortázar convirtió en Un tal Lucas en cimeras puestas en escena y joyas de la psicología: el preciso instante en que todos callan y aquél que buscaba la anonimia en el murmullo colectivo suelta la presión del intestino en el exacto nicho de un silencio con futuras repercusiones sociales hasta el final de sus días.

También están los accidentes, raras gemas, pináculos involuntarios y casi siempre ocultos del quehacer televisivo, como la actuación de, otra vez, Lucerito, hace muchos años, hacia el final del bodrio infumable aquel que dirigía Raúl Velasco, y Lucerito que termina su canción y el público que demuestra la ceguera –sordera, más bien– de su cariño, y aplaude a rabiar, y la niña que hace graciosa caravana a su respetable y pone las manitas atrás, con todo y micrófono todavía abierto, y al hacer graciosa garatusa, en el recinto y entre el público por miles, si no es que millones en sus casas, se pudo escuchar perfectamente modulado un bien tronado pedo que a muchos nos llevó, inmediatamente, a celebrar con carcajadas primero y colegir después que la dulce niña habría comido frijoles y algún guiso con mucho cilantro.

Lo que nos lleva solamente a recordar que todos, aún los que salen en la tele y se vuelven famosos e intragables, somos gente que come y caga, a pesar de lo que se empeñen en presentar como real los inmaculados señores de las televisoras.