Usted está aquí: sábado 28 de junio de 2008 Opinión El asedio del pasado

Ilán Semo

El asedio del pasado

Dos márgenes de la historia. Una sociedad se distingue no sólo por las ideas que se hace del futuro, sino por la forma (o, mejor dicho, las formas) como percibe su pasado. Las imágenes que definen a la memoria no son menos reveladoras que las que figuran el porvenir. En principio, la palabra “futuro” no es más que otro nombre que alude a la conjunción de dos sentimientos encontrados: el deseo y el miedo. Una alusión obviamente ambigua: el primero abre las puertas al sentido: el segundo, las clausura. “Somos –escribió alguna vez Albert Camus– entidades movidas por el deseo y atadas por el miedo.” Es una frase extraña y significativa. Cabría detenerse a pensar si expresa tanto a los individuos como a las sociedades. ¿Pero qué es el pasado? El pasado no es la sencilla y deliberada suma de recuerdos y memorias; es acaso una proyección de los fantasmas que se asoman desde el futuro. ¿Pues qué es la historia sino una lectura interesada de lo que quisiéramos (o negamos) ser? El pasado no existe; sólo la idea del pasado. Recientemente, esa idea se ha vuelto, una vez más, necia.

En las últimas dos décadas, acaso desde 1988, el país ha transitado por las transformaciones más radicales desde el movimiento armado de 1910. La mayoría de estas transformaciones aparecen como una serie de novedades que conforman un escenario inédito y presentan retos nunca antes vistos.

En primer lugar, la separación entre política y poder parece ser una tendencia irreversible. El viejo matrimonio entre el Estado y la nación –el Estado-nación– está en proceso de divorcio. Gran parte del poder con el que contaba el Estado para actuar con cierta eficacia se ha desplazado al ámbito global. La política, es decir, la capacidad de actuar con ciertos fines, se mueve estrictamente en el orden local. Pero los recursos necesarios para garantizar la consecución de esos fines se encuentran hoy en el mercado mundial. Esta contradicción produce de manera permanente incertidumbres que pueden llegar a ser indomables (como las que fijan el currículum oculto de la reforma energética). Para la endeble democracia mexicana el dilema consiste no sólo en cómo sortear los avatares de su propia institucionalidad, sino en cómo hacer frente a un orden (global) que la desfonda de poder (sin importar el partido que la encabece).

En segundo lugar, la antigua y poderosa economía de Estado es un dato del pasado. Todo intento de dar una orientación social a sus acciones, para hacer frente a la pobreza y a la exclusión, sólo puede partir de esa constatación. La idea de volver a fomentar un “Estado social” no sólo se topa con estadísticas que rebasan cualquier ideología, sino con instituciones que han quedado a merced de las fuerzas del mercado. La pregunta es radicalmente nueva: ¿cómo encontrar en el seno mismo de la sociedad –no del Estado– los mecanismos que propicien una distribución de la riqueza y que alienten la eficacia productiva e institucional de la sociedad misma?

En tercer lugar, la cuarta parte de la población productiva vive y trabaja en Estados Unidos. Para el Estado el problema reside no sólo en intentar (hasta ahora infructuosamente) proteger los derechos de nuestros conciudadanos, sino en cómo reformular una nueva forma de soberanía, las bases de la democracia (hasta la fecha esos millones de mexicanos no tienen garantizado el derecho al voto) y la identidad cultural. Preguntas que pertenecen a la dimensión del Estado posnacional.

Ninguna de estas interrogantes parece conmover hoy a la sociedad política. Después de ocho años de gobierno, es inútil esperar respuestas de Acción Nacional. Más aún: ni siquiera parecen preocuparles las preguntas. Ya en el poder, la derecha mexicana se ha revelado como una entidad no sólo no moderna, sino probablemente premoderna. Lo que asombra en ella es la ausencia casi absoluta –o absoluta a secas– del ejercicio de su propia crítica, que es el punto de partida de cualquier forma de modernidad. Integrada por una clase media intimidantemente inculta, formada en ese sospechoso mundo llamado “educación superior privada”, responde más a una falange de beatos o la baja burocracia de una empresa trasnacional que a un partido moderno. Finalmente, la Iglesia como la empresa privada responden curiosamente a un mismo principio: obedecer y callar.

Con todos sus avatares, la izquierda ha terminado conformando un territorio más prolífico ante la crítica de su propia condición, más expuesta al dilema de la carencia de su propia identidad actual y, por supuesto, más zanjado por las diferencias. Después de la crisis de 2006, donde parecía que una vez más el nacionalismo habría de dominar su escena, ha surgido una corriente en su seno cada vez más crítica del neocaudillismo. No sólo abarca a sus esferas intelectuales sino que empieza a tener cierta influencia en sus organizaciones. Hoy ha vuelto la mirada a la experiencia socialdemócrata de Europa. No es un mal comienzo. Pero la socialdemocracia también representa un tipo de modernidad que se encuentra en decadencia. La nueva izquierda mexicana, que parte de la crítica radical al populismo, tendrá que buscar su lenguaje en los horizontes del futuro, no en los espectros del pasado. Ese horizonte está dado hoy en día no por la modernidad en sí, sino por la crítica a la modernidad misma.

 
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