Número 144 | Jueves 3 de julio de 2008
Director fundador: CARLOS PAYAN VELVER
Directora general: CARMEN LIRA SAADE
Director: Alejandro Brito Lemus
NotieSe


La mitología porno y el elogio del misterio
Al final, el porno no abre el apetito masculino, sólo lo aleja de su objeto verdadero.

La otra noche, en una fiesta de beneficencia, vi a Andrea Dworkin, la activista anti-porno que en los años ochenta se volvió famosa por señalar sin rodeos que las oleadas de pornografía conducirían a los hombres a ver a las mujeres reales como algo sexualmente degradado. Si no limitamos la pornografía —argumentaba antes de que el Internet hiciera de esa perspectiva una mera imposibilidad técnica—, la mayoría de los hombres acabarán reduciendo a la mujer a la calidad de objetos, como antes lo habían hecho con las estrellas del porno; y la tratarán de igual modo. En una suerte de teoría de dominó, también predijo que lo siguiente sería la violación y otros tipos de calamidades sexuales. La amazona feminista parecía amable, casi frágil. En realidad, el mundo sobre el que nos advertía con tanta pasión, a la manera de una Casandra, en realidad ya estaba aquí: el porno es ahora, según David Amsen, el “papel tapiz” de nuestras vidas. ¿Tenía ella razón?

Tenía razón acerca de la advertencia, no la tenía en cuanto al resultado. Como lo había previsto, la pornografía zanjó la brecha que separaba a una búsqueda marginal, adulta, privada, de lo que era el foro de las mayorías. El mundo entero, posterior al Internet, se pornografizó. A los hombres y mujeres jóvenes en realidad se les enseña, como un entrenamiento pornográfico, lo que es el sexo y qué aspecto tiene, cuáles son sus etiquetas y expectativas, y esto tiene un efecto enorme en cómo están hoy interactuando.

Pero el efecto no ha transformado a los hombres en bestias delirantes. Todo lo contrario: a la embestida del porno se le debe la disminución de la libido masculina en relación con las mujeres reales, y el que los hombres vean a un número cada vez menor de mujeres como “dignas del porno”. Lejos de tener que resistir el asalto de hombres embriagados de porno, a las jóvenes les preocupa que como seres de carne y hueso apenas puedan llamar la atención, no digamos ya mantenerla.

Competir con la pantalla
¿Qué dicen hoy al respecto las jóvenes universitarias? Que no pueden competir y que están conscientes de ello. ¿Cómo podría competir una mujer real —con poros y senos propios, incluso con necesidades sexuales propias (y palabras que van más allá del “¡Dame más, más, semental!”)—, contra una cibervisión de lo perfecto, descargable y extinguible, según el deseo del usuario, y que llega, por decirlo así, sometida por completo y diseñada para satisfacer la menor especificación del consumidor?

En buena parte de la historia de la humanidad, las imágenes eróticas han sido reflejo, celebraciones o sustitutos de las mujeres desnudas reales. Por primera vez en esta historia, el poder y fascinación de las imágenes ha suplantado al de las mujeres desnudas reales. Estas ya sólo son mala pornografía.

Durante dos décadas he observado cómo las jóvenes experimentan la continua humillación de ver cómo la pornografía —y ahora la de Internet— rebaja el sentido y la realidad de su propia valía sexual. Cuando en los años setenta alcancé la primera madurez, todavía era agradable poder ofrecer a un joven la presencia real y la entrega de una mujer desnuda. Había más jóvenes deseosos de estar con mujeres desnudas que mujeres desnudas en el mercado. Si no tenías nada que fuese motivo real de alarma, podías obtener una respuesta entusiasta con sólo presentarte. Tu novio había visto tal vez alguna revista Playboy, pero, vamos, con todo y eso podías avanzar: eras cálida, eras real. Hace treinta años, al simple acto sexual se le consideraba como algo erótico: el coito torpe y aplicado, en posición de misionero, parecía todavía algo verdaderamente excitante.

Pues bien, hoy tengo 40 años y mi generación femenina fue la última en experimentar esa sensación de confianza y certeza sexual en lo que teníamos que ofrecer. Nuestras hermanas más jóvenes tuvieron que competir con el porno de los años ochenta y noventa, cuando el acto sexual no era lo suficientemente excitante. Ahora tienes que ofrecer —o sugerir seductoramente— la escena lésbica o el número del chorro de semen en la cara. Ya no basta con estar desnuda; tienes que parecer aceitada, tener bronceado sin mostrar líneas divisorias, tener los senos quirúrgicamente realzados y bikini carioca. (En mi gimnasio, las mujeres de cuarenta años tienen vello púbico de adultas; las veinteañeras se lo han depilado y estilizado.) La pornografía es adictiva, y el punto de partida queda siempre muy por detrás. Para el nuevo milenio, una vagina —que por lo demás solía tener un alto “valor de cambio”, como decían los economistas marxistas—, ya no es suficiente; apenas tiene patente en la escala de las emociones. Todo el porno comercial —y sobre todo el de Internet— ha hecho un uso rutinario de cuanto orificio femenino encuentra al alcance.

La socialización del porno
El circuito porno es de rigor y ya no es posible quedarse fuera; las starlets en los tabloides se jactan de haber aprendido todo de las profesionales; las “chicas alivianadas” van con los chicos a los table dance e incluso piden que a ellas también les bailen; se espera de las jóvenes universitarias que en las fiestas confundan divertidas a los chicos con besos lésbicos a lo Britney y a lo Madonna.

Las jóvenes universitarias que hablan sobre el efecto de la pornografía en sus vidas privadas, mencionan la sensación de que jamás podrán estar a la altura, de que nunca podrán pedir lo que quieren; y que si no ofrecen lo que el porno despliega, no podrán aspirar a retener a un hombre. Los jóvenes, por su parte, hablan acerca de lo que significa crecer aprendiendo sobre el sexo a través del porno, y de cómo esto no les ayuda a ingeniárselas para estar a lado de una mujer real. Las más de las veces, cuando pregunto acerca de la soledad, un silencio profundo y triste cae sobre un público joven de hombres y mujeres. Saben que juntos están solos, aun estando en pareja, y que toda esta imaginería es parte importante de esa soledad. Lo que no saben es cómo liberarse y volverse a encontrar eróticamente uno a otro, cara a cara.

 

Toda una generación masculina parece hoy con menos capacidad para conectar eroticamente con las mujeres, y al final se ha vuelto menos libidinosa

Dworkin tenía razón al decir que la pornografía es compulsiva, pero se equivocaba al pensar que volvería a los hombres más rapaces. Toda una generación masculina parece hoy con menos capacidad para conectar eróticamente con las mujeres, y al final se ha vuelto menos libidinosa.

Porno diluye a eros
La razón para alejarse del porno podría volverse, para la gente más consciente, no una razón moral, sino, de algún modo, una razón física y de salud emocional; tal vez se llegue a considerar el continuo acceso al porno algo similar a cuando uno desea ser atleta y medita sobre las razones para dejar de fumar. La evidencia está a la vista: un suministro mayor de estimulantes equivale a una disminución en la capacidad.

Después de todo, la pornografía opera de modo más elemental en el cerebro: es pavloviana. Un orgasmo es uno de los refuerzos imaginables más potentes. Si asocia usted el orgasmo con su pareja, con un beso, un aroma o un cuerpo, eso es lo que con el tiempo acabará por excitarlo; si por el contrario dispersa su atención en una corriente interminable de imágenes cada día más transgresoras de esclavas del cibersexo, eso es lo que necesitará para poder excitarse. La ubicuidad de las imágenes sexuales no libera al eros, simplemente lo diluye.

Otras culturas saben de todo esto. No estoy propugnando un retorno a los días del ocultamiento de la sexualidad femenina, pero sí señalo que el poder y la carga del sexo se mantienen ahí donde persiste algo de sacralidad en la materia, donde el sexo no se encuentra disponible todo el tiempo. En culturas más tradicionales, no es el pudor lo que hace que los hombres pierdan interés en mirar pornografía. Se trata más bien de culturas que entienden la sexualidad masculina y lo que se requiere para mantener a hombres y mujeres interesados mutuamente por largo tiempo y ayudar en especial a los hombres, como dice el Antiguo Testamento, a que “disfruten con la mujer de su juventud y dejen que sus pechos les satisfagan todo el tiempo”.

Nunca olvidaré la visita que hice a Ilana, una amiga que se había vuelto judía ortodoxa en Jerusalén. Cuando la vi de nuevo, había cambiado su mezclilla y sus camisetas por faldas largas y una mascada para la cabeza. No daba yo crédito. Ilana tiene un talle fino, un cabello rubio de ondulado salvaje. “¿Por lo menos puedo ver tu pelo?”, le pregunté tratando de reconocer a mi amiga. “No”, objetó tranquilamente, y añadió con tranquila seguridad sexual: “Sólo mi marido llega a verlo”. Nuestros maridos ven mujeres desnudas todo el tiempo —en Times Square o en la red. El esposo de Ilana jamás llega a ver siquiera el cabello de otra mujer. Debe sentirse, pensé, muy excitada.

Compárese esa atmósfera embriagadora con una conversación que tuve en la Universidad de Northwestern, luego de hablar sobre el efecto del porno en las relaciones. “¿Por qué tener sexo de inmediato?”, discutía un joven con pelo enmarañado y ojos de Bambi. “Las cosas son siempre un poco tensas e incómodas cuando empiezas a ver a alguien”. Y concluía, “Yo prefiero tener sexo cuanto antes sólo para cumplir con eso. De cualquier modo sabes que lo vas a tener, y te va a liberar la tensión”. Entonces le pregunté: “¿No hay algo agradable en esa tensión? ¿Si la eliminas no acabas también con el misterio? Me lanzó una mirada en blanco: “¿Misterio?”. Y luego, sin vacilar, contestó: “No sé de que me está hablando. El sexo no tiene misterio”.

* Título original: “The Myth of Porn”. Tomado de New York Magazine, 20 de octubre de 2003. Traducción: Carlos Bonfil.