Usted está aquí: domingo 13 de julio de 2008 Opinión Argentina y las vacas flacas

Guillermo Almeyra

Argentina y las vacas flacas

La devaluación del peso a un tercio del valor anterior licuó las deudas de los empresarios, favoreció las exportaciones argentinas, puso una gran barrera a las importaciones. La industria semiparalizada que había sobrevivido a los cierres provocados por las importaciones baratas tenía cerca de 70 por ciento (en promedio) de capacidad industrial no utilizada, una enorme masa de desocupados dispuestos a trabajar por casi nada, salarios reducidos en un tercio. Esas fueron las bases reales de las tasas chinas de crecimiento económico (sin desarrollo) que desde 2003 conoció Argentina en estos años de vacas gordas en los que se redujo el desempleo y la pobreza y aumentaron algo los salarios reales y mucho la construcción y los productos para el Mercosur.

Pero mientras la deuda interna siguió creciendo el pago de los intereses de la deuda externa es en dólares y depende del índice de inflación, de modo que el aumento de ésta lleva automáticamente al crecimiento de aquéllos. Como buena parte de la inflación es importada (por ejemplo, el precio del petróleo en el mercado internacional y con él el de combustibles, fletes, fertilizantes e insecticidas, además de la energía y la calefacción) los costos de producción de todos los productos del campo aumentan y con ellos se incrementan los precios de los alimentos, el transporte, la electricidad, la calefacción en las ciudades. Simultáneamente, las industrias colmaron su capacidad instalada no utilizada y ahora deben invertir para ser competitivas o para aumentar su producción, y eso requiere capitales, inversiones, energía en cantidades crecientes. Y la mano de obra ya no se contenta sólo con trabajar sino que comienza a exigir salarios dignos y a comer mejor (lo que eleva los costos de los bienes-salario y el del trabajo por unidad de producción).

Por otra parte, a finales de abril, la producción media de soya por hectárea era de 3 mil 450 toneladas más 1.9 toneladas de segunda siembra, lo cual, al precio actual, para un productor con 40 hectáreas (uno muy pequeño, en la escala argentina) le da un ingreso de 220 mil dólares anuales (mensualmente, el doble de lo que gana un obrero calificado). Hay que aclarar que en las provincias pampeanas, de suelo rico, la producción es mucho mayor y en las de suelo pobre, menor, y que los fletes inciden más sobre las regiones más alejadas. Hay que agregar que muchos productores pequeños (asociados históricamente a la Federación Agraria Argentina y enemigos de los grandes trusts cerealeros) hoy no producen, sino que rentan sus tierras al capital financiero (los pools de siembra) que trabajan así 190 mil hectáreas, como Grobocopatel, sin poseer ni un metro de tierra y agotando las ajenas. Los ex campesinos y nuevos rentistas de la FAA se asociaron así al capital financiero y lo desarrollan, bajo la forma de capital inmobiliario especulador, al comprar casas en las grandes ciudades para sus hijos y también para rentar (lo que explica la especulación inmobiliaria y el auge de la construcción).

El gobierno de Néstor Kirchner fomentó la producción de soya y durante su periodo la duplicó para aumentar las exportaciones, pero ahora aquélla ya está amenazando la producción de trigo, de maíz, de carne y, en general, de alimentos, a grado tal que podría resultar necesario importarlos. Reduce los salarios reales y aumenta la inflación, provocando problemas sociales y políticos en las ciudades, y achica así el mercado interno para las industrias (que no quieren huelgas y desean vender). El actual gobierno ejerció el derecho legítimo de intervención en la economía para no dejar que los precios internacionales determinasen los nacionales encareciendo enormemente los alimentos y deformando la producción alimentaria, pero lo hizo sin asesorarse y torpe y brutalmente, sin diferenciar entre los campesinos reales, los pequeños productores agrarios capitalistas, los grandes y las trasnacionales cerealeras, y favoreciendo a éstas y la concentración de la riqueza al mismo tiempo que daba a los grandes capitalistas la ocasión para lograr apoyo de masa. Sólo pensó en encontrar un justificativo a sus gravámenes después de 90 días de caos, y en mandar todo al Parlamento, como correspondía, a los cien días. Pero ya era tarde y ahora la disputa por mil millones de dólares redujo esa suma a la mitad (por las concesiones y subsidios que el gobierno ha tenido que dar a los agricultores más pobres) y el costo político de este nuevo ingreso pequeño ha sido enorme, pues está en peligro la vida misma del actual gobierno. En efecto, éste concedió 19 por ciento de aumento a los militares y les dio además proyectos navales y aeronáuticos de alta tecnología, pero en la comida con los jefes militares a la presidenta la escucharon en un silencio glacial y no le dieron ni un tibio aplauso de cortesía.

Por su parte, las entidades capitalistas rurales retoman la movilización en las rutas y organizan manifestaciones y actos en Buenos Aires desconociendo la ley que ordena las retenciones (impuestos), mientras el apoyo sindical burocrático (charril) se debilita con la creación de una CGT opositora en manos de un menemista que, además, agita consignas justas y populares, como la lucha contra la corrupción y la ineficiencia oficiales, un aumento masivo del salario mínimo, la reapertura de las convenciones paritarias, el control estatal de las exportaciones de granos. Cristina Fernández entró en la época de las vacas flacas jaqueada por los dos flancos y sin base propia, y Argentina corre el peligro de saltar de la sartén a las brasas y de llegar a tener de nuevo un gobierno de la derecha peronista, aliada al capital financiero y a Washington.

 
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