Usted está aquí: jueves 17 de julio de 2008 Opinión Navegaciones

Navegaciones

Pedro Miguel
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■ Oráculo del muro

Tú, deja ya de pensarlo y construye un muro. El órgano donde se aloja tu conciencia tiene muchas potencialidades, pero apenas empiezas y tendrás tiempo de sobra para explorarlo, para hacerlo crecer, para convertirlo en un prodigio. Por ahora no pienses demasiado: haz un muro porque así te lo dictan tus instintos, porque te da curiosidad la paciencia de las piedras que se dejan apilar y no protestan, aunque las que se encuentran abajo de la pila deben soportar el peso terrible de las situadas en las capas superiores. O porque has descubierto la vocación de túmulo de la tierra suelta y su aptitud para ser ordenada en conos, más altos mientras más ancha sea su base. O porque te sorprende la semejanza de los huesos largos, de ciertas ramas excepcionales y del horizonte marino, te reconfortas sin saberlo en la sensación de tranquilidad de la línea recta, te afanas en imitar esa forma misteriosa y rara, te preguntas por qué las paredes de la caverna no se parecen casi nunca a la superficie plana del agua de los lagos y decides que tú sí eres capaz de fabricar algo parecido.

Perdiste ya el refugio que te ofrecían las copas de los árboles; el hoyo simple practicado en la tierra no es guarida suficiente y la cueva te da cobijo, pero no sustento: debes abandonarla, empujado por las punzadas del hambre y por algo que se mueve en tu cabeza y que demanda aire fresco, cielo abierto y espacio para el movimiento, cada vez más acuciante, de tus extremidades inferiores. Sal, pues, a la intemperie, empieza a amontonar ramas y piedras y fabrica con ellas una emulación de la vieja caverna, del árbol abandonado. Hazte un nido terrestre, una piel más gruesa que tu piel y que las de los animales que mataste para invertir sus vidas en la tuya, sus carnes en la tuya, sus pieles sobre la tuya (tan friolenta y débil, tan poco resistente a los arañazos de los brezos, a las garras del enemigo). Construye una envoltura adicional a la que te acompaña desde siempre y colócala entre tú y el viento helado, entre tu fragilidad y la piedra que te arroja tu semejante, entre tu facilidad para el dolor y los colmillos del hambriento. Para cuando termines tu primera obra arquitectónica te habrás olvidado de la línea recta y de la superficie plana; estarás satisfecho con la masa informe que guarda en su interior un sitio para ti.

Es un comienzo. En unos pocos miles de años podrás hacer más tupidas las formas externas de tu escondite y menos ásperas sus superficies interiores. Aprenderás que los promontorios de tierra sola se derrumban con facilidad sobre sí mismos y sobre ti. Te incomodará la porosidad de las ramas entrelazadas y de las piedras apiladas, que deja el paso libre al aire, al sol y a las alimañas. Entonces idearás con la cabeza y con las manos –es tan tenue la diferencia entre el órgano y los apéndices, y no estás para dilucidarla– una alianza de materiales y harás una gran obra: un cuerpo que tenga, al mismo tiempo, superficie continua y solidez interior. Aprenderás que la tierra mezclada con el agua se deja modelar con menos dificultad y que es más firme, una vez seca, que la tierra sin agua. Aprenderás, también, que esa combinación de elementos es aún mejor si le agregas un tercero, el fuego, y descubrirás la alfarería. Pero esa es otra historia y aún es muy temprano.

Ahora, después de unos pocos millones de años, ya estás en condiciones para hacer un muro. Proyectarás en él las formas misteriosas y raras de los huesos largos, de ciertas ramas y del horizonte marino. Aplanarás un pedazo de suelo, troncharás sus protuberancias y rellenarás sus huecos y trazarás sobre la superficie plana, tan parecida a simple vista a la del agua de los lagos cuando no hace viento, una línea recta. En seguida, cavarás agujeros a lo largo, los consolidarás con piedras para formar sillares y clavarás en ellos ramas lo más derechas que se pueda: has construido una cerca, y ésta será más sólida si entretejes entre sus elementos verticales algunas cortezas que los articulen.

Ya está colocada sobre la superficie del planeta la primera marca de diferencia: un lado y otro lado, la bestia y yo, el viento y yo. Has creado una escisión en principio fructífera, pero irreparable, en la continuidad del mundo y has conseguido que, de ahora en adelante, éste tenga dos lados. Ahora ve a una de las puntas de tu cerca y repite la obra en sentido perpendicular, y cuando hayas repetido otras dos veces toda la operación, tendrás un corral.

A diferencia de la cerca, que tiene dos lados, el corral tiene muchos (tantos como las subdivisiones de los puntos cardinales) y un adentro y un afuera. Habrás inaugurado el primer espacio cerrado de la historia. Si lo construiste con la altura suficiente, podrás situarte en su interior y ninguna fiera salvaje habrá de brincarlo para devorarte. El obstáculo que erigiste de seguro es frágil, pero impone. Su valor y su utilidad van más allá de las dificultades materiales para atravesarlo o sortearlo: creaste un símbolo que, en lo sucesivo, respetarán humanos y animales. Plantaste en el universo una señal muy poderosa.

Has puesto un impedimento a lo que está afuera y pugna por entrar. Aplícalo a la inversa y hallarás que el adentro es obstáculo a lo que quiere salir. Tienes entre las manos el fundamento de las fortalezas, de la ganadería, de las cárceles, de los manicomios y de las residencias de lujo.

Ya erigiste la cerca. Si la repellas con lodo obtendrás una pared de bajareque. Si sobre tu línea recta colocas piedras grandes, apiladas unas sobre otras y unidas por su propio peso, o bien guijarros pequeños, y resanas los huecos con tierra, será un muro. Tras la próxima glaciación aprenderás a mezclar el lodo con hierba seca y ramas pequeñas para hacer piedras artificiales y construir con adobe, o bien con cimbras para moldear la masa constructiva en una forma que antes surgirá en tu cabeza, y levantarás aposentos de pisón.

Tienes la historia por delante para inventar la mampostería, el cal y canto, el mortero, el concreto y los materiales prefabricados. Los llamarás Berlín, Tijuana, Sahara, Cisjordania, Famagusta. Pero ahora emerge de tu propia precariedad de animal, deja la subsistencia inmediata, sacúdete la inercia y haz un muro.

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Sigo atrasado con blog y correo. Sobre la masacre de chinos en Torreón, aporta Fausto Zapata: “La persecución contra los chinos alcanzó a miles de mexicanos. Cuando tuvieron que huir de México, muchos se fueron con sus esposas y con sus hijos mexicanos. Llegaron a una China devastada por la guerra civil y la agresión japonesa, para perderse en su vasto territorio en llamas. ¿Cuántos mexicanos desaparecieron para siempre? No lo sabemos. Solos, sin protección consular, ajenos al país inabarcable al que los habían arrojado el racismo revolucionario y la ferocidad antichina de Calles, Obregón y otros presidentes y jefes militares, esos cientos o miles de mujeres y niños fueron extinguiéndose como breve agua en el desierto. Todavía en la época de López Mateos se intentó buscarlos para una tardía repatriación, que el gobierno de la República Popular, aun inarticulado, se declaró imposibilitado para llevar a cabo [...] El abominable racismo mexicano contra los chinos causó la desaparición no sé si de cientos o miles de mujeres y niños mexicanos. Y un rencor que no se olvida en China”. Roberto Escudero, por su parte, señala que el racismo sigue vigente en México contra los indios: “los, o nos, seguimos maltratando”. Y un abrazo a Laia Jufresa por su primer cuarto de siglo.

 
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