Usted está aquí: domingo 20 de julio de 2008 Espectáculos El fuego fatuo

Carlos Bonfil
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El fuego fatuo

Ampliar la imagen Louis Malle, director de la cinta El fuego fatuo, de 1963, que se presenta en la Cineteca Nacional dentro del ciclo Nouvelle Vague: a 50 años de la nueva ola francesa Louis Malle, director de la cinta El fuego fatuo, de 1963, que se presenta en la Cineteca Nacional dentro del ciclo Nouvelle Vague: a 50 años de la nueva ola francesa

En 1931 el escritor francés Pierre Drieu La Rochelle publica El fuego fatuo (Le feu follet), una novela cuyo tema central es el suicidio y su inspiración directa la manera en que un amigo suyo, el poe-ta dadaísta Jacques Rigaud (La maleta vacía), pone fin a sus días a la edad de 25 años, luego de una crisis existencial marcada por la adicción al alcohol y a la cocaína. El propio Drieu alimentaría por largo tiempo la tentación del suicidio hasta quitarse la vida en 1945, a los 50 años, cuando se derrumban sus últimas ilusiones de simpatizante de extrema derecha con la derrota del nazismo. Tiempo después, en 1963, el realizador de 30 años, Louis Malle, solicita al ministro de cultura gaullista, André Malraux, albacea literario de Drieu, los derechos para llevar a la pantalla El fuego fatuo, y luego de algunas vacilaciones elige para encarnar a Alain Leroy, el escritor fracasado y suicida, a Maurice Ronet, protagonista de una cinta anterior suya, Ascensor para el cadalso (Ascenseur pour l’échafaud), de 1957.

Louis Malle sitúa a su personaje alcohólico (en la novela el héroe es drogadicto) entre dos territorios vecinos, la ciudad de Versalles, donde se ubica la clínica de desintoxicación en la que ha encontrado refugio, donde se integra a una pintoresca “familia” de neuróticos y dipsómanos, y el París bohemio de Saint Germain des Prés, donde aún mantiene amistades y viejos amoríos. Este último espacio es el mismo por el que erraba el personaje menesteroso de El signo del león (Le signe du lion, 1959), primera cinta de Eric Rohmer. El fuego fatuo, cinta que por momentos parece rendir tributo al cine negro, es en realidad un relato intimista, introspectivo, donde no sucede gran cosa y cuyas primeras escenas revelan la totalidad de la trama, dando a conocer no sólo la identidad de la víctima y el victimario (una misma persona), sino la fecha del acto suicida, un 23 de julio inscrito sobre un espejo. El resto de la película es el largo deambular de Alain Leroy por diversos barrios de París, con su última visita a amigos y amoríos, lo que incluye algunas discusiones cargadas de escepticismo y amargura, que revelan lo que interesa enfatizar al realizador: la incapacidad de amar del protagonista, su narcisismo de antiguo seductor venido a menos, de hombre carente de ilusiones e incapaz de comprometerse con alguna causa –un hombre vacío que lleva marcado en el rostro el signo de una derrota y también el de una muerte prematura e inminente. Una amiga suya (Jeanne Moreau) concluye al verlo: “tienes ya el rostro de un cadáver”. Un hombre con los días por él contados, que ha elegido para sí la libertad mayor de decidir cuándo poner fin a su vida, y que confrontado a antiguos camaradas suyos, militantes de extrema derecha, se burla de sus desesperadas actividades terroristas, concluida ya sin honor la guerra de Argelia, antes de decidir que el mundo para un hombre envejecido a los 30 años es un lugar lleno de miserias, y darse un tiro.

Maurice Ronet ofrece aquí su actuación mejor calibrada. Es él quien domina todo el relato, con su encanto turbio y sus arranques de cólera, seductor y misántropo: el erotómano “cubierto de mujeres”, que padece frustración profesional e impotencia (“bebo mucho porque hago mal el amor”), alter ego de un Louis Malle presa también en esos años de inquietudes existenciales. Las tomas nocturnas de París son memorables (fotografía de Ghislain Cloquet, con un toque de Brassaï), y la caracterización de Ronet, una muestra impecable de profesionalismo, pues el director le hizo perder 20 kilos para lograr el semblante demacrado que fascina y preocupa a quienes le rodean. Un muerto en vida en medio la vida trepidante de la bohemia parisiense, como la bella joven casi sonámbula que espera en las calles un veredicto fatal en Cléo de 5 a 7, de Agnès Varda. La última frase de Drieu en su novela El fuego fatuo es también la misma del Louis Malle guionista, confesión de un colapso existencial y afectivo. “Muero porque no me han amado, porque no los he amado”.

El fuego fatuo se exhibe hoy en el muy exitoso ciclo Nouvelle vague: a 50 años de la nueva ola francesa, de la Cineteca Nacional, en una pequeña sala a todas luces insuficiente.

 
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