Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 20 de julio de 2008 Num: 698

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Breve semblanza de Freud
ALEJANDRO MICHELENA

Biografía
YORGUÍS KÓTSIRAS

Amnistía
NADINE GORDIMER

Nick Cave: semilla mala nunca muere
ROBERTO GARZA ITURBIDE

Las profesoras Brontë
MURIEL SPARK

La mesa
JORGE VALDÉS DÍAZ-VÉLEZ

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Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Grabado de época representando
a los cuatro hermanos

Las profesoras Brönte

Muriel Spark

Todo deja entrever que la incursión de Charlotte, Branwell, Emily y Anne Brontë en el terreno de la enseñanza fue, para los cuatro, poco menos que un martirio. En las cartas de Charlotte, en los diarios de Anne y en las novelas de ambas se pueden encontrar numerosas huellas de esa atormentada experiencia. Nada –se nos da a entender–, podía ser peor que trabajar como institutriz, preceptor o maestro de los alumnos que les tocaron en suerte a los Brontë, o depender de las personas para las que trabajaron.

Comparto la desesperación por la elección obligada de esa profesión (salvo por el hecho de que proporcionó un espléndido material narrativo), y me alegro, como todos, de que por lo menos tres de los hermanos Brontë hayan descubierto su verdadera vocación muy a tiempo para escribir los sorprendentes y anticonformistas libros que posteriormente escribirían. Pero el punto es: ¿en verdad, en el momento que los Brontë emprendieron su carrera como profesores, fueron unos inocentes corderitos a merced de los lobos? Acaso, si algo pudo haber nivelado su desventura, fue la suerte de los alumnos y de las familias que emplearon a Charlotte, Branwell, Emily y Anne.

La primera de los hermanos que empezó a impartir clases fue Charlotte. Luego de una breve práctica con sus hermanas, en 1835 dejó la casa del párroco de Haworth para entrar a trabajar como profesora en el parvulario Roe Head, el mismo al que había asistido como alumna. La formación de Charlotte consistió en poco más de dos años de lecciones bajo la enseñanza de su tía solterona dentro de los límites de los muros domésticos. Cuando, apenas de diecinueves años de edad, Charlotte fue contratada para dar clases en el Roe Head, su principal calificación era la de provenir de un ambiente protegido; después de todo era el mejor título que una muchacha podía tener en esos tiempos. Desde el primer instante, la directora (esa Miss Wooler que posteriormente se volvería su amiga para toda la vida) la trató con gran gentileza. En el Roe Head, Charlotte permaneció durante más de dos años, período que fue, en su mayoría, infeliz, por lo menos es de lo que nos podemos dar cuenta al leer sus cartas y diarios. De una página de estos últimos:

Todo el día lo he vivido como inmersa en un sueño, la mitad con tormento, la otra con éxtasis... Había padecido con Miss Lister, Miss Marriott y Ellen Cook durante casi una hora, tratando de enseñarles la diferencia entre el artículo y el sustantivo. La clase de análisis gramatical había terminado; en el salón de clases volvió a reinar un silencio absoluto, y yo, sentada, por la rabia y el cansancio estaba cayendo en una especie de letargo. Un pensamiento se abrió paso: ¿tendré que pasar la mejor parte de mi vida en esta escuálida esclavitud, obligada a reprimir a fuerza la cólera que experimento ante la indolencia, la apatía, la estupidez hiperbólica y en sumo grado asnal de estas idiotas ignorantes, y obligada a mostrarme gentil, paciente y atenta? Tendré que permanecer encadenada a esta silla día tras día, aprisionada entre estas cuatro paredes desnudas, mientras los espléndidos soles estivales inflaman el cielo y el año transcurre en sus resplandores más intensos? Con el corazón atravesado por estas reflexiones, me levanté, dirigiéndome mecánicamente hacia la ventana. Afuera brillaba una dulce mañana de agosto... sentía que podía escribir cosas grandiosas... si tuviese el tiempo de hacerlo, sentía que la vaga sugestión de ese momento podía componerse en una narración mejor que todo lo que ya había escrito antes. Pero precisamente entonces, una tonta se me acercó con su tarea.


Escena de Cumbres borrascosas, con Laurence Olivier y Merle Oberon, dirigida por John Maybury, 1939

Esa situación violentaba a Charlotte que quería escribir, no enseñar. Pero lo que aquí nos interesa son las consecuencias de su frustración con las diversas Miss Lister, Marriot y Cook, por no hablar de la desdichada “tonta” que había interrumpido sus fantasías.

Pero a la desdichada incluso le iría peor. En 1839 se presentó como institutriz de los hijitos de una tal Mrs. Sidgwick, la cual, pobre mujer, ni remotamente se imaginaba que estaba por acoger bajo su techo a una eminente victoriana. Desde el primer momento, Charlotte volcó sobre Mrs. Sidgwick y sobre su prole la aversión que sentía por ese trabajo, aunque no estaba maldispuesta con el jefe de la familia. Las quejas de Charlotte eran muchas, y muy ásperas: Mrs. Sidgwick no le dejaba nunca un momento de libertad para gozar de los vastos prados y de la campiña circunstante; Mrs. Sidgwick no le permitía castigar a los niños –“niños turbulentos, caprichosos, indisciplinados”, acusación que incluso Charlotte le lanzaría a la siguiente familia con la que trabajó y Anne a las que le tocaron–, en contraste con los criterios educativos de la clase burguesa decimonónica; Mrs. Sidwick le reprochaba a Charlotte que siempre anduviera enojada, con el ceño fruncido; Mrs. Sidgwick pretendía que Charlotte amara a los niños, y, como sumo ultraje, escribe Charlotte, Mrs. Sidgwick “me sumerge en un mar de trabajos de costura, metros y metros de tela de batista para bastillar, gorros de noche de muselina para confeccionar y, sobre todo, muñecas para vestir”.

Era dura. Sin duda alguna, la manifiesta infelicidad de la nueva institutriz no debió haberle pasado desapercibida a Mrs. Sidgwick, la cual, en otras descripciones, aparece como una persona amable. Con toda probabilidad, la señora acrecentaba la carga de trabajos de costura para impedirle a Charlotte que rumiara pensamientos oscuros, para darle algo en qué ocupar su mente; resulta extraordinario, cómo, en ese tiempo, la melancolía de inmediato se asociaba con el tiempo libre, y la alegría con la actividad. Por otra parte, no podemos reprocharle a Mrs. Sidwick ser una mujercita, una nulidad: nunca pretendió ser otra cosa. Si existía un culpable, ese era el sistema que incluía a la costura entre las tareas semiserviles que tenía que realizar una institutriz. Si no consideramos a Charlotte una famosa escritora, cosa que por el momento no estamos haciendo, los trabajos de aguja no tenían nada de ofensivo.


Versión de Luis Buñuel de Cumbres borrascosas, 1954

Estos testimonios sobre el breve período que Charlotte vivió con los Sidgwick no estarían completos sin la contribución de uno de los niños Sidgwick, declaración que llegaría muchos años más tarde, luego de que Mrs. Gaskell hubiera hecho pública la aversión que sentía Charlotte por su familia. Él declaró que “si se le rogaba a Miss Brontë que los acompañara a la iglesia: ‘Oh, Miss Brontë, por favor, vaya a prepararse, queremos ponernos en marcha', ella se indignaba, y se sentía sometida. Si, en consecuencia, no era invitada a acompañarlos, se deprimía más allá de lo indecible, porque se le consideraba a la par que cualquier persona del servicio, ajena al círculo familiar”. Dado que casi todas las víctimas de los hermanos no tuvieron voz, sino que permanecieron para siempre confinadas en la picota de las cartas y de las novelas escritas por los Brontë, el breve testimonio del pequeño Sidgwick, por otra parte silente y declaradamente oscuro, es, ante mis ojos, más bien conmovedor.

Luego le llegaría el turno a Mrs White. No se necesitó de mucho para que Charlotte descubriese que “no se tienen escrúpulos si uno se abandona a la ira de una manera vulgar, indigna de una señora”. Prefería al marido, a pesar de que lo consideraba “de muy baja extracción”. En el ínterin, de acuerdo con sus palabras, Mrs. White se esforzaba por agradarle, y lo logró, no obstante su léxico de bajo nivel que Charlotte siempre estaba lista para criticar. Terminó con que Mrs. White conquistó a la hija del párroco, la cual llegó a admitir que se sentía atraída por el “niño regordete” y a definir a sus alumnos “de buen carácter” aunque, naturalmente, “viciados”.


George Richmond, Charlotte Brontë, 1850

Ahora observen a Charlotte durante su último trabajo como profesora. La escena se desarrolla en el Pensionnat Héger, de Bruselas, una escuela para señoritas en donde Charlotte, que había llegado a la ciudad para aprender francés y alemán, trabajó como profesora de inglés. La directora, Mme. Héger, comenzó a desconfiar de su nueva profesora y se puso a espiar sus movimientos; Charlotte no parece en grado de explicarse la razón de estas sospechas. Prefiere a Mr. Héger. Las alumnas son “egoístas, mediocres, unas bestias”. Además, somos deliciosamente informados que “carecen de principios, están enfermos hasta la médula”. Y sus cartas prosiguen en este tono. Una de las profesoras, la más odiosa, la espía por encargo de Mme. Héger: es falsa, es despreciable, es católica. Es más, todas son católicas, desde la primera hasta la última y, es más, como le escribe Charlotte a Branwell, “aquí no se salva nadie”.

Pasan los meses y Charlotte le da clases de inglés a Mr. Héger, que parece muy satisfecho con ella y de vez en cuando le regala algunos libros. Charlotte declara que la bondad de Mr. Héger hacia ella la compensa de las “privaciones y de las humillaciones”, no mejor definidas, que el destino le ha reservado.


Versión para cine del clásico de Emily Brontë con Juliette Binoche y Ralph Fiennes, dirigida por Peter Kosminsky, 1992

Y sin embargo, repentinamente, Mr. Héger, después de recitarle un hermoso discurso sobre la bienveillance universelle, comienza a evitarla. Pero Charlotte no es una universalista: su bienveillance se concentra en la persona del director, que de acuerdo con sus propias palabras resulta “admirablemente influenciado” por su esposa. Con extraña lógica, Charlotte ahora descubre que ya no puede “confiar” en Mme. Héger, y se ve obligada a regresar a Haworth por las sospechas de la señora, allí se da valor y se pone a escribirle una serie de cartas apasionadas a Mr. Héger. Hasta que él le implora que cese de hacerlo.

Examinemos ahora la carrera académica de Branwell, que a los veinte años entra a formar parte del cuerpo docente de una escuela del lugar y luego, ni siquiera a los seis meses, renuncia, porque los niños se burlan de él a causa de su cabellera pelirroja. Por un largo período se dedica a reponer su dignidad: escribe, pinta, bebe como una esponja e ingurgita opio. En 1840 es contratado como preceptor de los cónyuges Postlethwaite. El juicio de Branwell sobre ese empleo se puede apreciar de lleno leyendo el informe que realiza de éste a un ex compañero de bebida:

Si ahora me vieras, no me reconocerías y te echarías a reír al escuchar los comentarios de la gente de aquí... Entonces, ¿quién soy? Es decir, ¿quién se creen que soy yo? Un filósofo muy serio, abstemio, paciente, dulce, honesto, distinguido, el retrato de la bondad, el depositario de los pensamientos virtuosos. Cuando entro en una habitación, esconden la baraja debajo del mantel, meten las copas a toda prisa en las vitrinas. No bebo licores, ni vino, ni cerveza. Me visto de negro y sonrío como un santo o un mártir. Las señoras dicen: “¡Qué joven tan brillante y refinado! ¡Es el preceptor de los Postlethwaite!” Es la verdad, como también es verdad que estoy vivo, y me río de ellos, pero, sin duda alguna, deseo que sigan pensado así.

Branwell termina diciendo que, mientras escribe, una de las niñas Postlethwaite se le sienta al lado... “No imaginaba que el Diablo anduviera tan cerca de mí...”


Escena de la adaptación para ópera de Jane Eyre, de Charlotte Brontë

Eso no quita que su disposición de espíritu con la familia que vive esté en agradable contraste con el que han manifestado sus hermanas en circunstancias similares. Branwell describe a los niños Postlethwaite como “jovencitos agradables y vivaces”; serán los “rorros caprichosos, malvados, ingobernables” de Charlotte vistos desde una óptica más despreocupada. Además, Branwell pinta a Mr. Postlethwaite como un hombre “de índole muy cordial y generosa” y a su esposa como “una señora tranquila, silenciosa, amable”. Pero en el giro de algunos meses la inquieta ambición de Branwell lo arranca de los Postlethwaite para llevarlo a casa de Hartley Coleridge, y de allí nuevamente a Haworth.

Su posterior y último empleo en calidad de preceptor le llega tres años después, cuando Anne lo presenta a la familia con la que trabajaba como institutriz. Sería el profesor del hijo varón.

El jefe de familia, Mr. Robinson, era un inválido ya entrado en años, y Mrs. Robinson era mucho más joven que él. Branwell prefería a Mrs. Robinson. “Aunque el esposo me detestaba –escribiría en seguida– esta señora me demostró una gentileza que, un día en el que me sentía muy afligido, precisamente a causa del comportamiento de su marido, se abrió en declaraciones de un sentimiento que iba más allá de lo ordinario.” A Mr. Robinson le tomó dos años y medio confirmar sus sospechas, luego de lo cual le escribió a Branwell, que estaba de vacaciones, “anunciándole”, como lo referiría Charlotte, “que había descubierto su comportamiento, y ordenándole, si tenía en consideración su reputación, interrumpir al instante y para siempre cualquier tipo de comunicación con todos los miembros de su familia”. Branwell declaró que Mrs. Robinson, sin duda alguna, correspondía a su pasión, pero años después, cuando las obras biográficas sobre los Brontë iniciaron su voluminoso curso, la señora aprovechó la ocasión para negarlo.


Portada de Jane Eyre, de
Charlotte Brontë, 1957

El segundo empleo de Anne fue con los Robinson. La más joven de los Brontë también se reveló la más paciente y, aunque no le faltó en lo absoluto ni talento ni deseo de escribir, resistió en el papel de educadora más tiempo que los otros. Contaba con diecinueve años cuando comenzó a ocuparse de las dos hijas mayores de una tal Mrs. Ingham. No pasó mucho tiempo antes de que Charlotte se encargase de que todos tuviesen noticias de Anne: sus alumnos eran unos “redomados burros”, “muy viciados”, “violentos” y “modernos”. Anne se fue de allí luego de haber intentado durante dieciocho meses educarlos, y decididamente marcada por la experiencia.

A los veintiún años recaló con los Robinson. Charlotte, a menudo llevada por la exageración, dio a conocer que Anne era “una extraña, paciente y vejada” entre “gente grosera e insolente, arrogante y tiránica”. No nos ha quedado ningún testimonio directamente de mano de Anne, con excepción de dos fragmentos de diarios, el primero de los cuales no la compromete más allá de un “detesto esta situación y quisiera cambiarla por otra”. (Sus novelas nos ofrecen a los niños terribles de siempre). Anne siguió en su trabajo durante cuatro años y las niñas terminaron por encariñarse con ella, tan es verdad que continuaron visitándola y escribiéndole durante largo tiempo luego que hubo dejado su casa, la misma de la que su hermano había sido echado de una manera ignominiosa. El otro apunte de puño y letra de Anne se refiere a su inicial aversión: “Entonces deseaba irme de allí y, si hubiese sabido que me quedaría otros cuatro años más, cómo habría sido infeliz, pero en ese período realicé algunas experiencias de la naturaleza humana muy desagradables e inimaginables.” Esta última queja se entiende que se refiere a la relación ilícita de Branwell con Mrs. Robinson y está claramente articulada en El secreto de la señora de negro.

También Emily, al igual que sus hermanas, tenía diecinueve años cuando se fue a dar clases a la Law Hill School y, casi sin duda alguna, todavía tenía diecinueve años cuando muy sabiamente se regresó a su casa. Todo lo que nos ha sido dado conocer sobre su estancia en la Law Hill se encuentra en una carta, en la cual, de acuerdo con Charlotte, “hace un informe terrorífico de sus tareas: trabajo fatigoso de la seis de la mañana hasta un poco antes de las once de la noche, con un único intervalo de media hora para hacer gimnasia. Esto es esclavitud”. “Temo –prosigue Charlotte–, que no lo soportará.” Y, en efecto, Emily no lo resistió. Pero lo curioso es que, en ese arco de tiempo, su producción poética fue más voluminosa que en cualquier otro período, casi como sugiriendo que el tiempo libre no le faltaba.


Fotograma de la película Las hermanas Brontë, dirigida por André Téchiné con Isabelle Adjani como Emily Brontë, 1979

Para las tres hermanas fue un suplicio, mientras duró; para Branwell fue un pasatiempo, mientras duró. La enseñanza, tan poco congenial a los cuatro hermanos, era nociva para su salud enfermiza, y era un desperdicio de energía creativa.

El comportamiento de Branwell había sido, a decir poco, profesionalmente incorrecto. Y ni siquiera Charlotte fue, a decir poco, inmune a esos estados de ánimo que ni siquiera el ambiente más protegido puede proteger. Anne había reaccionado acumulando su resentimiento. El camino que escogió Emily, con mucho el mejor, fue el de poner pies en polvorosa (nótese: ninguna obsesión ligada al tema “institutriz” aparece en su obra). En todo caso, los Brontë se vengaron abundantemente de todas las injusticias padecidas, verdaderas o presuntas que fuesen.

Por lo tanto, uno se puede preguntar sin demasiados escrúpulos: ¿los diversos señores Sidgwick e Ingham y White, en verdad faltaron a su deber hacia sus dependientes? O bien ¿solamente tuvieron la desgracia de toparse en su camino con los Brontë? En lo que a mi respecta, diría que si ellos faltaron a su sentido del deber, fue con sus propios hijos. Lo que no hace más que confirmar –como otras fuentes aparte de los Brontë– que la acaudalada burguesía inglesa del siglo xix estaba dispuesta a confiarle su prole a cualquier muchacha que hubiera salido de casa de un eclesiástico, aunque fuese neurótica o enfermiza.


Cartel de la película Las hermanas Brontë, dirigida por André Téchiné con Isabelle Adjani como Emily Brontë, 1979

En un cierto punto, los Brontë habían pensado en la posibilidad de abrir una escuela propia. El proyecto, afortunadamente para ellos y los demás, no vio la luz. La vida disipada de Branwell fue una voz de alarma para sus hermanas, que milagrosamente supieron afirmar su fuerza creativa.

Acaso, de todo esto, se podría extraer una lección: un escritor dotado de la necesaria voluntad de hierro, pero no de la posibilidad concreta de escribir, debería, sencillamente, demostrarse negado para realizar cualquier otra actividad.

Traducción de María Teresa Meneses

Texto tomado de Adelphiana.