Usted está aquí: sábado 26 de julio de 2008 Disquero Al filo del precipicio

Disquero

Al filo del precipicio

Pablo Espinosa ([email protected])

Existen bastantes razones, además del gusto personal, para afirmar que Buddy Guy es la máxima personalidad del blues contemporáneo.

Entona cánticos desde su guitarra que asemejan los coros de sirenas que describe Homero en La Odisea.

Si separamos los hilos de esos coros, tenemos en la palma de la mano un canto magno, magro, sensual, eléctrico, como venido de otros mundos.

De manera increíble para la vista, pero absolutamente cierta para el oído, cuando el metatarso de su anular izquierdo pisa dos cuerdas y las hace resbalarse sobre el mástil, es una pareja de grullas apareándose la que grazna.

Al contrario de la trama homérica, la gesta que vive el escucha consiste en desatarse del mástil, soltarse el pelo y el sujetador, pedirle a los demás que retiren el tapón de cera de sus oídos y echarse un clavado en el mar azul del blues, blús, blúuúuúuússs.

Señoras y señores, con ustedes Buddy Guy.

Del breve pero intensísimo arsenal discográfico de maese Guy habíamos elegido botones de muestra, pero es mejor mostrar la flor entera: Buddy Guy: can’t quit the blues (Silverston/ Legacy Recordings) un fabuloso libro con hartas buenas fotos (de las cuales compartimos algunas aquí), tres discos con audio y un devedé. La historia completa del hermano mayor de entre la hermandad quedada en orfandad tras los recientemente fallecidos John Lee Hooker y Bo Didley.

Esta fabulosa antología acumula en sus tres cidís 47 tracks, desde las primeras grabaciones que hizo el almirante Buddy en Chicago hasta las batallas más recientes. El devedé restante pendula de la fascinación al encanto y rebota en la trivia y anotaciones documentales en viva voz, una autobiografía cabal de un hombre del blues, que narra por igual sus caminatas de kilómetros diarios para ir a la escuela cuando era niño, en una zona rural de Louisiana, hasta sus reflexiones de hoy día: “He tocado en lugares del planeta donde nunca imaginé que alguien conociera lo que hago. He visto gente bailar, reír, llorar de emoción frente a mi guitarra. Eso es lo que me convence de que hay una razón, Dios lo sabe, por la cual cada uno de nosotros está aquí. La mía es muy sencilla: sólo vine para hacer música”.

El propio Dios, es decir, Eric Clapton, describe así el comportamiento vital de Buddy Guy: “lo que me gusta de mis guitarristas favoritos, Buddy Guy, Freddie King y Otis Rush, es que suenan en el límite del abismo, como si a cada nota estuvieran a punto de despeñarse”.

Además de la de Dios, es decir, de Eric Clapton, el maestro Guy se hace de otras divinas y dulces compañías en el Olimpo Blues: su inseparable compañero de ruta, el armoniquista Junior Welles y el insuperable B.B. King, por supuesto con Lucille sentada en su regazo.

Alumnos que sacan 10 junto al maestro Guy en escena: Bill Wyman, ex Satanísima Majestad; Jeff Beck; Keith Richards; Joe Satriani, con quien en el devedé se revienta una superversión de Red House, la casa roja bajo la neblina morada, y maese Carlos Santana, quien presenta a su maestro Buddy Guy sentado a la derecha del Padre, porque a la izquierda, dice Carlos Santana –quien tiene la capacidad de visualizar los ángeles que nos rodean– está sentado el zurdo sublime, Jimi Hendrix.

Maese Buddy Guy cierra los ojos, que se ahogan en océanos de sudor en la brillante negrura de su rostro, acaricia las caderas de su compañera, mete el dedo cordial entre dos notas oscuras y canta: “I’ve got a sweet little angel/ I love the way she spread her wings/ Yes when she spread her wings around me/ I get joy in everything”.

Loor.

 
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