Usted está aquí: domingo 27 de julio de 2008 Opinión ¿La Fiesta en Paz?

¿La Fiesta en Paz?

Leonardo Páez

■ José Alfredo en Pamplona

A diferencia de Tomás Méndez y Agustín Lara, José Alfredo Jiménez –tres santos laicos mexicanos que reflejan y expanden el alma de su pueblo– no fue aficionado a los toros, sin embargo y no obstante la valiosa obra taurina de sus colegas, su música se canta en una de las plazas más importantes de España, por las reses que allí se lidian, en las tardes más heterodoxas y contrastadas que aficionado alguno pueda imaginar.

En efecto, durante 10 frenéticos días –una novillada, un festejo de rejones y ocho corridas de toros– los feriantes que ocupan las localidades de sol en el enorme coso pamplonés, jóvenes en su mayoría, con 19 mil 500 localidades que se llenan a tope, toree quien toree, entonan a coro, perfectamente coordinados, por lo menos dos de las composiciones del genial guanajuatense: El Rey y Ella (Me cansé de rogarle…).

Lo verdaderamente alucinante, irracional y sacrílego para los aficionados ortodoxos y convencionales es que las miles de gargantas, achispadas las más por el vino, cantan esas y otras piezas, himnos y marchas no entre toro y toro, como se hace o haría en cualquier plaza normal, sino precisamente durante toda la lidia de cada toro en cada festejo y en combinaciones absolutamente disparatadas.

Ya podía El Cid estar toreando por soberbios e importantes naturales a un geniudo toro del hierro de Fuente Ymbro, o Joselillo jugándose literalmente el físico ante uno de Dolores Aguirre, que el grueso del tendido de sol, desde barrera hasta general, acompañado por una de las cinco bandas de música que ahí alternan, se arrancaba como parte de su variado repertorio con este esperpéntico popurrí: inicia con El Rey y de inmediato, sin darle un trago al vino, las miles de gargantas continúan con el tema musical de la Twenty Century Fox –tararará, tararará, tarararaaá–, y sin acordarse para nada del bocadillo o de besar a la pareja, rematan con… ¡La chica Ye-Yé! Los matadores, en general familiarizados con este comportamiento tan bizarro, se reconcentran en lo suyo y no tienen inconveniente en que a su labor, por trascendente que sea, la acompañen frases como “No te quieres enterar, ye ye, que te quiero de verdad… o Con el pelo alborotado y las medias de color”…

Lo anterior, que parecería una absoluta falta de respeto al rito taurino, a la tauromaquia, al toro y al oficio torero, no lo es tanto pues cuando un lidiador, con un desempeño verdaderamente extraordinario, no convencional a un astado de entra y sal, es capaz de acallar todas las voces y de unificarlas en sonoros olés, el antes irreverente coro es el primero en exigir una oreja, en insultar al presidente (juez de plaza) por negarla o en abuchear a un consagrado.

Ahora, lo que ya no admite protesta ni en broma ni en serio es que desde 1959 inició en la capital de Navarra esta Feria del Toro y que en ese medio siglo no sólo se han lidiado encierros ejemplarmente presentados, sino que las importantes utilidades que generan las corridas –nada de números rojos– van íntegras a la Casa de Misericordia de Pamplona, organizadora de los festejos y asilo modelo de ancianos desde 1706. Un desmadre con mucho sentido, pues.

 
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