Usted está aquí: jueves 7 de agosto de 2008 Sociedad y Justicia Navegaciones

Navegaciones

Pedro Miguel
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■ Escaleras, de Cortázar a Dante

Ampliar la imagen Eliot Eliofson: Duchamp decendiendo una escalera (http://people.ischool.berkeley.edu/~dilanm/ieor/images.html) Eliot Eliofson: Duchamp decendiendo una escalera (http://people.ischool.berkeley.edu /~dilanm/ieor/images.html)

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Hay numerosas versiones de lo que se requiere, como segundo componente, para subir al cielo, aunque todas concuerdan en el primero: una escalera grande. “Y otra chiquita”, dice la más popular; “y otra, infinita”, señala la más inspirada; “y otra cosita”, reza la más ambigua y pícara. Provisto de una cinta de medir, salí hace un rato al pasillo del edificio donde vive mi hermano Pablo, en los alrededores de Toulouse, y encontré que la altura total de la tabica o contrahuella (parte vertical del escalón) es de 17 centímetros, en tanto que la huella (plano del peldaño en que se asienta el pie) tiene 29. El arquitecto se ciñó a conciencia al precepto que señala la fórmula adecuada para el diseño de estas construcciones: “Que la suma de la anchura de la huella, más dos veces la altura de la contrahuella, sea igual a la longitud normal de un paso humano (del orden de 63 a 65 cms)”. Di, pues, con una escalera que da en el límite inferior de lo bien proyectado (63 cms) y me sentí justificado para hacer mi cálculo con base en la escalera de esta edificación mientras me dejo achicharrar por el sol estival de esta zona del mundo. El siguiente problema consiste en definir la altura del cielo, pero no me haré líos al respecto: asumo, de la manera más arbitraria y acaso para escándalo de los teólogos, que sus puertas están situadas exactamente donde termina la atmósfera, es decir, a 100 kilómetros de altura por encima del nivel del mar. Entonces, la escalera grande que se requiere para el ascenso ha de tener 588 mil 235 escalones, y si carece de vueltas y transcurre recta, ha de cubrir una distancia de poco más de 17 kilómetros. Ya está. En cuanto a la otra, la escalera chiquita o infinita, o a la otra cosita, se aceptan sugerencias para calcularla.

Uno se pregunta por qué los humanos han creado una proliferación de escaleras cuando lo más natural y simple, a primera vista, habría sido imitar los inventos de Natura y masificar la rampa como método para ascender y descender en un espacio determinado. Y sin embargo, a decir de los arqueólogos, en Çatal Höyük, la ciudad más antigua del mundo, la gente entraba a su hogar por una puerta situada en el techo (la urbe no tenía calles: se transitaba caminando por arriba de las casas) y descendía al interior por una escalera hecha con un tronco de árbol apoyado en diagonal entre el tejado y la pared sur, y al cual se fjaban peldaños transversales.

En estado silvestre, una rampa se llama cuesta, cuando se le observa desde su parte inferior, y bajada o declive, cuando se le mira desde la superior. El primero de esos nombres evoca la dificultad para transitarla del pie a la cima (se llama cuesta porque cuesta, decía mi abuelo), dificultad que deriva de las circunstancias gravitatorias adversas del trayecto ascendente. Pero las rampas naturales suelen ser mucho más abruptas que las artificiales y por eso los humanos han practicado escalones en las faldas de los cerros: la superficie continua de las rampas, en comparación con las construcciones de peldaños, requiere de una distancia mayor en la horizontal para desarrollar su trayecto vertical: mientras que la escalera puede alzarse en ángulos de 90 grados o más con respecto al suelo, una rampa, en cambio, se vuelve impracticable cuando su inclinación empieza a sobrepasar los 25 o 30.

Otro dato que podría esclarecer la preferencia humana por las escaleras: vistos desde las patas, los Homo Sapiens so-mos mucho más primitivos o atrofiados que nuestros primos los mandriles y los gibones; la especialización de nuestros apéndices inferiores los asemeja a una pezuña, que sólo sirve para hollar el piso, con la diferencia de que los nuestros son menos versátiles ante los accidentes del terreno. Contemplen los de ustedes y vean la inmensidad almohadillada de sus plantas, mucho menos eficaces para la carrera que los puntos duros de una cabra o de un caballo o que las yemas de un cánido o de un felino; vean la desproporción entre la huella de un gato y la deforme pata humana, que necesita apoyarse (o arrastrarse) en al menos tres puntos de soporte: dedos, borde externo del arco y talón. Todo el conjunto, dispuesto en un ángulo absurdo de 90 grados con respecto al resto del cuerpo, como si la superficie planetaria fuese una inmensa meseta de asfalto plano. Entre nosotros, pisar firme significa pisar en horizontal.

Tal vez por esa razón anatómica a nuestros hermanos plantígrados, como los osos y los tejones, también les vayan mejor las escaleras que las rampas. Su tragedia es que hasta ahora han carecido de la astucia requerida para inventar peldaños y para allegarse las gloriosas Instrucciones para subir una escalera, de Cortázar.

La escalera, la sucesión de peldaños que avanza hacia adelante y hacia un arriba o hacia un abajo, es un camino horizontal que se fragmenta en las unidades básicas de la marcha humana: el paso. El trayecto sacrifica continuidad para ganar una tercera dimensión, la altura, conquistada, literalmente, paso a paso. La escalera es un vuelo que se paga en abonos, o bien un descenso de múltiples etapas que frena a cada paso conforme avanza y evita, de esa forma, el encuentro violento con el fondo.

La imagen del ascenso casi nunca evoca en nosotros la subida de los peldaños del cadalso, a pesar del fragmento de video nauseabundo distribuido urbi et orbi en el que puede verse a Saddam Hussein ascendiendo al suyo. El subir una escalera es, en cambio, símbolo de realización personal, de consecución trascendente, de encuentro con un Ser Supremo. Pero el recorrido inverso no necesariamente tiene implicaciones negativas, por más que se hable del “peldaño más bajo de la escala social” o que el yo narrador de Dante Alighieri haya empleado una escalera para su descenso a los Infiernos. A veces, bajar por una escalinata implica asomarse a las profundidades del origen ancestral, como ocurre en el Igitur o la locura de Elbehnon, de Mallarmé, donde el protagonista realiza un viaje de peldaños hacia la cripta que es, al mismo tiempo, un retorno a la infancia y un rencuentro con los antepasados.

El artillero que sube a tomar su sitio en las ametralladoras antiaéreas de las azoteas se enfrenta, por efecto de ese ascenso, con la vida y con la muerte. Huye el funcionario que corre a refugiarse en su oficina, escaleras arriba, y pone una distancia vertical entre sí mismo y quienes le echan en cara su estupidez o su maldad. Los refugios antiaéreos son siempre subterráneos y hacia ellos escapan, escaleras abajo, los infelices amenazados por los aviones bombarderos. Baja a encontrar su destino quien se hunde en los laberintos de las catacumbas o del transporte suburbano, pero las cloacas no siempre se sitúan en niveles inferiores: es posible acceder a ellas tras un ascenso lento o rápido hacia los niveles superiores del poder, el prestigio y la fortuna, y descubrir que en la cima sólo hay un gran plato de mierda de ingesta obligatoria. Tal es la paradoja del ascenso que degrada, es decir, que hace perder grados (o bajar gradas) de honestidad y decencia.

Cada paso promedia un avance y un ascenso, o un avance y un descenso. El buen diseñador de peldaños sabe poner la proporción justa entre distancia vertical y horizontal, así como el esfuerzo que se debe pedir al cuerpo humano sin agotarlo: hacerlo volar o hacerlo caer sin que se dañe, sin forzar sus potencialidades naturales. A saber por qué los humanos acuñaron, desde tiempos inmemoriales y en casi todas las culturas, una representación del mundo en el que el Mal habita las profundidades y el Bien, las alturas. Igual pueden encontrarse paraísos en las simas, e infiernos, en las cúspides. La escalera los vincula: es el tránsito entre ambos destinos, y esa es su magia.

* * *

Con esta entrega termino una serie de tres dedicadas a espacios constructivos –el muro, la puerta, la escalera–, reflexiones que en mucho se han enriquecido con los mensajes de Susana Bianconi, Marco Barrera Bassols y Alfredo García Marín. Abrazos para ellos y para María Cigales, Mario López, María Luisa Passarge, Raúl Suárez Parra, Alberto Lazcano Vázquez y Miguel Ángel Rubín. Ahora les daré un descanso de un par de semanas, y ya nos veremos, a finales de agosto, en el próximo rellano de la escalera.

 
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