Usted está aquí: domingo 10 de agosto de 2008 Cultura Artistas plásticos, músicos y bailarines han dado a conocer la lucha de Soweto

■ En las apacibles calles de esta zona urbana aún retumba la frase “¡queremos libertad!”

Artistas plásticos, músicos y bailarines han dado a conocer la lucha de Soweto

■ La iglesia de Regina Mundi y el museo en honor de Héctor Pieterson, niño asesinado en 1976 durante una manifestación estudiantil, son la memoria de la resistencia contra el apartheid

Mónica Mateos-Vega (Enviada)

Ampliar la imagen Soweto es el acrónimo de South Western Townships, nombre oficial impuesto en 1963 al área donde fueron confinadas las personas que no eran de piel blanca. Arriba, postal cotidiana Soweto es el acrónimo de South Western Townships, nombre oficial impuesto en 1963 al área donde fueron confinadas las personas que no eran de piel blanca. Arriba, postal cotidiana Foto: Mónica Mateos-Vega

Ampliar la imagen La cooperativa Soweto Ladies Art no sólo es fuente de ingresos para las jóvenes que la integran, sino también preserva el testimonio de la lucha en ese lugar contra la segregación racial La cooperativa Soweto Ladies Art no sólo es fuente de ingresos para las jóvenes que la integran, sino también preserva el testimonio de la lucha en ese lugar contra la segregación racial Foto: Mónica Mateos-Vega

Ampliar la imagen Sam Mzina es autor de la fotografía que contó al mundo la saña de la represión policiaca sudafricana en los años 70 Sam Mzina es autor de la fotografía que contó al mundo la saña de la represión policiaca sudafricana en los años 70 Foto: Mónica Mateos-Vega

Johannesburgo, 9 de agosto. Cuando se camina por las apacibles calles de Soweto cuesta imaginarlas colmadas por un millón de personas gritando “¡queremos libertad!”

Esas manifestaciones multitudinarias, reprimidas casi siempre a fuego y sangre, son cosa del pasado en esta zona de Johannesburgo, conformada por los barrios adonde fueron segregadas las personas negras durante la época del apartheid.

Ahora, los niños juegan tranquilos en los llanos y a veces corretean curiosos alrededor de los turistas que visitan el museo en memoria de Héctor Pieterson, niño asesinado en 1976 durante una manifestación de estudiantes que se oponía a la imposición del idioma afrikaans, lengua del opresor, como único medio de comunicación en sus escuelas.

Sin dejar de lado una enorme conciencia política, los habitantes de Soweto intentan también hacer la revolución mediante el arte y la cultura.

Durante la década pasada, a la par de líderes como Nelson Mandela y el arzobispo Desmond Tutu, de aquí han brotado músicos, actores, bailarines y artistas plásticos que poco a poco dan a conocer al mundo sus tradiciones, su lucha, todo aquello que no pudo aniquilar la segregación racial, en particular, su enorme amor por la vida.

Soweto, contrario a lo que muchos creen, no es una palabra proveniente de alguna lengua africana. Es el acrónimo de South Western Townships (barrios del suroeste), nombre oficial impuesto en 1963 al área donde fueron confinadas las personas que no era de piel blanca, y también uno que otro pobre, sin importar su color.

Para el visitante mexicano, a primera vista el paisaje en este emblemático lugar luce como las interminables planicies aledañas a la autopista rumbo a Querétaro.

Es la sabana africana, bajo la cual aún hay oro, aunque en proporciones tan reducidas que ya no interesa explotar sus minas. El horizonte es liso, amarillo ocre, a veces con tenues destellos dorados, en donde se distinguen árboles traídos de otros países: eucaliptos de Australia, pinos de España, jacarandas de Brasil.

“También las acacias africanas sufrieron el apartheid, pero ya se están volviendo a plantar”, bromea Violeta, guía de turistas, al señalar el punto que da la bienvenida a los barrios de Soweto: un gran cilindro de cemento en el cual se aprecia un mural monumental que plasma los momentos más relevantes en la lucha por la liberación de la mayoría negra.

Luego de pasar varias cuadras de casuchas construidas con lámina y tablones de madera, donde no hay luz ni drenaje, se aprecia el campo de golf de un recién estrenado hotel de lujo, con su césped verde, bien regado.

Sigue un enorme hospital, “el más grande del hemisferio sur”, dice la guía; enseguida, el centro comercial Maponya, al que acude una creciente sociedad consumista (un millón y medio de personas al mes, según estadísticas locales).

Por todos lados hay personas negras, cuya única diferencia visible es su ropa: elegante o deslavada, unos a pie, otros en autos último modelo. Algunas mujeres llevan a sus hijos cargados en la espalda, en rebozos; otras se visten “más a la moda”, con ropa “de marca”, ajustada a sus monumentales formas.

Una frondosa señora carga en el hombro una caja de cartón por la que asoman dos gallinas. Passa entre muchos viejos que intentan ahuyentar el frío del invierno austral tomando el sol en los patios traseros de sus casas, donde también tienen sus huertos. No se ve por los alrededores a ningún blanco caminando por las calles.

Algunos muchachos venden revistas en los cruceros, mientras sus esposas e hijos comen sentadas en los camellones. “Esos son los indocumentados de Zimbabue”, dice Cornelius, el chofer del taxi.

“¿Y cómo los distingue?” –se le pregunta.

–Tienen la piel más oscura y hablan un idioma diferente al nuestro.

–¿Diferente a algunas de las 11 lenguas oficiales en Sudáfrica?

–Sí –dice tajante Cornelius.

La iglesia de la gente

En medio de esos contrastes, en el corazón de Soweto –donde habitan seis millones de personas–, está la pequeña iglesia de Regina Mundi, la cual, más que un refugio espiritual, jugó un importante papel en la conformación del “black power” (poder negro).

En sus muros aún se aprecian los hoyos causados por los disparos de la policía que, en los furiosos años 70 y 80, dispersaba con violencia cualquier intento de protesta callejera.

Sólo la virgen negra que preside el santuario sabe cuántas reuniones clandestinas llevaron a cabo bajo su sombra los líderes del movimiento contra el apartheid.

“Esta no es una iglesia de Dios, es la iglesia de la gente, de la nación; eso decía Nthato Motlana, uno de los dirigentes de la resistencia”, explica Tebogo Seale.

La joven de 29 años es artesana, hace cuadros con mosaicos de colores, que vende a los turistas en el patio del templo. Con orgullo señala que pertenece a la cooperativa Soweto Ladies Art, en la que participan muchachas que, como ella, ayudan al gasto familiar fabricando muñecas y adornos de madera, entre otras artesanías.

Ellas crearon su propio memorial para honrar a los caídos durante las represiones en Soweto: una rotonda, cubierta con un mural de mosaicos (la técnica recuerda a la obra de Diego Rivera que decora la fachada del teatro Insurgentes).

En su obra, narran desde la muerte de Héctor Pieterson hasta el día que los negros votaron por primera vez, o cuando pudieron, por fin, abordar un caminón escolar.

“Son momentos que no sólo queremos que conozcan quienes nos visitan, sino que estan ahí para que no los olvidemos, para que nunca más vuelvan a repetirse la muerte y el dolor.

“Nuestras madres y abuelas no tenían más opción que ser sirvientas de los blancos o quedarse en casa a cuidar a sus hijos, y verlos morir de hambre.

“Hoy soy afortunada, tengo otro destino. Me dedico a esto porque me gusta, lo traigo en la sangre. Creo que todos en Soweto somos un poco artistas; nos gusta el color, contar nuestras historias, ya sea cantando o como yo, haciendo estos cuadros con los mosaicos”, dice Tebogo, en cuyas obras trata siempre de incluir un amanecer o la palabra paz.

Unos 200 turistas llegan diariamente a visitar a la Regina Mundi, también llamada “reina de Soweto”, que comparte espacio nada menos que con la Guadalupe mexicana, traída hace varias décadas por el párroco Luis Carranza, también mexicano, y quien oficiaba en este recinto, en el que caben unas dos mil personas sentadas.”

Al escuchar hablar del país, se acerca Zulani, quien fabrica collares de hueso pulido de vaca. Narra que en 2002 visitó la iglesia la esposa del entonces presidente de México.

–¿De Vicente Fox? ¿Marta Sahagún? –se le pregunta.

– Sí, era la señora Fox, chiquita, muy elegante. Ella vino a misa, rezó; la acompañaron varios funcionarios de la embajada de México. Prometió que nos enviaría la imagen de otro santo mexicano, creo que al que se le apareció la virgen.

–¿Juan Diego?

–Sí, ese. Pero seguimos esperando, seguramente nos olvidó.

–¿La señora compró alguna artesanía?

–No, ni nos volteó a ver.

“Los niños no deben ser parte del dolor”

Calles más adelante, entre puestos de vendedores de telas estampadas (los famosos batiks africanos), está el museo dedicado al primer niño que murió asesinado por la policía blanca sudafricana, la mañana del 16 de junio de 1976.

La fotografía del cuerpo ensangrentado de Héctor, el chico de 13 años, quien es cargado por otro muchacho, Mbuyisa Makubi, junto a una niña que corre y grita asustada, es la puerta de entrada del sencillo, pero bien cuidado recinto dedicado a aquella tragedia.

Junto a la fotografia, cuyo autor es Sam Mzina, hay una fuente que nunca detiene el correr del agua. Ahí también están grabadas las palabras de la madre de Makubi: “Mbuyisa es o era mi hijo. Pero él no es un héroe. En mi cultura, el haber cargado a Héctor no es un acto de heroismo, fue un favor a un hermano. Si él se hubiera ido, dejándolo tirado en el piso, y alguien lo hubiera visto brincando sobre Héctor, no habría nunca podido vivir aquí en Soweto. Todo está hecho. Nada fue en vano”.

Este muchacho desapareció luego de la matanza del 16 de junio. Algunas personas aseguran que huyó a Mozambique, pero nunca se volvió a saber nada de él.

Dicen que su madre aún espera encontrarlo y que a veces pone una mesa frente al museo Pieterson, para contar su historia a los turistas y obtener algún dinero para continuar la búsqueda de su hijo.

Si bien Héctor no fue el único niño asesinado aquel día, debido a que en su momento la imagen dio la vuelta al mundo, develando la saña del apartheid, hoy el cuerpo inerme del muchacho es el símbolo de todo eso que nadie, aquí y ni en muchos lugares del mundo, quiere que vuelva a suceder.

Las palabras de la hermana de Héctor, Antoniette, en la última sala del museo, rubrican la visita a Soweto: “Aprecio que se haya honrado a mi hermano convirtiéndolo de un icono de la lucha contra el gobierno del apartheid. Él fue un niño común y corriente, sin glamur. ¿Por qué el glamur en torno a su muerte? Soweto fue, es y podría ser cualquier lugar. Pero los niños nunca deben ser parte del dolor”.

 
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