Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 10 de agosto de 2008 Num: 701

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Santiago Hernández: de Niño Héroe a caricaturista genial
AGUSTÍN SÁNCHEZ GONZÁLEZ

Poniatowska: el compromiso de consignar
ROSARIO ALONSO MARTÍN

Tres poetas de Guatemala

Una deuda cultural pendiente
FABIÁN MUÑOZ entrevista con
LUIS LEANTE

Leer

Columnas:
Señales en el camino
MARCO ANTONIO CAMPOS

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA


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Jorge Moch
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Tristeza

Escribo estas líneas ajeno hoy, hace una semana, a lo que hay afuera, en el mundo. Aunque a la hora de su publicación parezca algo extemporáneo, y aunque este escribidor sospecha que a la mayor parte de la gente de este pobre país el asunto no le cause dolor, yo quiero dejar claro que hoy, que escribo esto y después todavía hoy, que lees lo que escribí, la tristeza pesa. Ayer, con minúsculo intervalo entre una y otra, se sucedieron dos muertes que nos golpean el costado, nos dejan estupefactos primero y así, tan tristes después. Son dos muertes para que las lloremos largo aunque a sus dueños, en vida, poco les hubiera gustado este atropello de los sentimientos. Cuando se muere un escritor, el mundo pierde, queda herido y no le es fácil recuperarse, aunque ni se dé cuenta y aunque termine por creer que se recupera y ya. Cuando se mueren dos al unísono el cataclismo es mayúsculo. A uno lo desgastó la leucemia. Al otro lo devoró el cáncer. Con ambos me siento hermanado por el amor a los libros, porque como ellos nunca deberé perder la capacidad de asombro y maravilla, y porque, como ellos, detesto a los recalcitrantes, pero un poco más a los de derechas que hoy creen saberlo y tenerlo todo. No conocí a Víctor Hugo Rascón excepto por algún recado que alguna vez tuvo la gentileza de remitirme a propósito de algún trámite relacionado con la Sogem. Respeté su trabajo literario, su dramaturgia, y tal vez me sentí más cerca de él, como digo, en lo político. A su trayectoria, su actitud ante el oprobio, su mesura con los bobos políticos, rindo un sentido, humilde homenaje.


Ilustración de
Juan G. Puga

A Alejandro Aura lo perdí más de cerca. No hace mucho que esta columna se hizo cargo de su viejo quehacer en televisión, y también de su blog de internet en donde siguió escribiendo hasta estar apenas a un paso, a unas horas del último de sus peldaños. Eso se llama tozudez, vocación, disciplina o simplemente cariño por la escritura, chingao. Ése era Alejandro, vivaz hasta la muerte, como lo retrata María Cortina: “Alejandro Aura, el que abrió las puertas de las calles de Ciudad de México para que se fueran acomodando en ellas una escultura, un canto, un libro, una obra de teatro, un viejo amor. Alejandro Aura, el amigo entrañable, el creador de las mejores carnitas michoacanas en pleno Madrid, el mejor bebedor de mezcal, uno de los seres más versados en cuestiones de vivir.” Alguna vez estreché su mano flaca y nerviosa en ese bar que tuvo en Coyoacán. Luego, después de mucho tiempo, ya en últimas fechas, nos carteamos algo. Hace poco me envió por intermedio de Enrique Ceja su poemario Se está tan bien aquí, y yo le contesté con los Hijos de la clepsidra. Me hubiera gustado que leyera Savia, pero temo que mis cuentos aterrizaron demasiado tarde. Suelo llegar, como ya he dicho alguna vez, tarde a las cosas importantes de mi vida. Intercambiamos algunas cartas que inevitablemente ahora quiero atesorar más.

El hueco que dejan Víctor y Alejandro es el de un espacio irrecuperable de la sensibilidad y la inteligencia. Nadie va a sustituirlos, nadie va a poder escribir como ellos, nadie dirá ya las cosas que ellos dijeron. La burda derecha recalcitrante que nos invadió desde hace ya buen rato puede estar tranquila: dos de sus más lúcidos críticos ya no están aquí para incomodarle la nimia conciencia con las inmisericordes puyas de sus filosos ingenios. Dos de los más arteros promotores de la literatura y las artes, o sea dos de los más aguerridos constructores de nuestra cultura acaban de morir. Muchos debemos seguir sus brillantes ejemplos de trabajo denodado en pos de un patrimonio cultural y literario que podamos seguir llamando nuestro. Se lo debemos, es nuestra responsabilidad para podernos ver en el espejo y ser capaces de musitar tres sílabas: decencia. Y para cerrar esta columna que hoy se fue por la tangente de esta tristeza dura y lacerante, dejo una de las últimas frases de Alejandro, escrita un par de días antes de morir: “Con lo que aprovecho para desearles buen domingo. Que les dé sabroso el sol y que tengan brisa para refrescarse.”

Salucita, don Víctor. Salucita, Alejandro. Siempre que pondere una encendida mandarina, los frescos limones, los chicharrones y moles de nuestra tierra, volveré a pensar en ti. A tu salud, este mezcal de pechuga del mercado de Oaxaca. Y que ruede, por qué no, alguna lágrima escurridiza, carajo, que no es sino producto de esta lápida de genuina pesadumbre que magulla el plexo. La felicidad, hoy, salió perdiendo.