Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 17 de agosto de 2008 Num: 702

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

El sueño de Quetzalcoatl
ROGER VILAR

Edad madura
NIKOS FOKÁS

Premios, gloria y fortuna
HAROLD ALVARADO TENORIO

El beso: Munch, Rodin y Klimt
HÉCTOR CEBALLOS GARIBAY

Maritain y el sentido olvidado de la historia
BERNARDO BÁTIZ VÁZQUEZ

Pensar escribiendo
MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ entrevista con RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO

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Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

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ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
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Juan Domingo Argüelles

Momo, el crítico

En la mitología grecolatina, Momo era el dios de los chistes, la burla y el sarcasmo y se le describe del siguiente modo: “Lleva encasquetado un gorro adornado con cascabeles: en una mano ostenta una careta y en la otra un muñeco, símbolo de la locura.”

En la antigua Roma se le rendía culto aunque era un dios menor, porque con su grotesca indumentaria y su más que grotesca mímica hacía la diversión de los demás dioses del Olimpo. Hoy Momo sobrevive en los carnavales, pero también en la crítica literaria.

En El héroe, Baltasar Gracián advierte que es “insufrible destemplanza”, para el hombre culto, volverse Momo y, desde la holgazanería, dedicarse a la censura y crítica de las obras y los trabajos ajenos, haciendo al juicio esclavo del afecto y “pervirtiendo los oficios al sol y las tinieblas”. Para Gracián, cada cosa debe merecer la estimación o la desestimación por sí misma y “no por sobornos del gusto”, como suele ser este último el típico comportamiento momesco. Momo es incapaz de superar o siquiera igualar la obra de los que censura y vitupera con burla y con sarcasmo.

Lichtenberg lo dice, magistralmente, en uno de sus más agudos aforismos: “A lo más que puede llegar un mediocre es a descubrir los errores de quienes lo superan.” Fue Lichtenberg quien dijo también que “antes de criticar siempre hay que ver si es posible disculpar”. Pero Momo, el crítico, nunca obrará así.

Del sustantivo propio deriva el nombre común momo que el Diccionario de la lengua española de la rae define como “gesto, figura o mofa que se ejecuta regularmente para divertir en juegos, mojigangas y danzas”. Asimismo, momería: “ejecución de cosas o acciones burlescas con gestos y figuras”.

De ahí que el crítico literario que rinde honores en el altar de Momo sea un momero, es decir alguien que hace gestos o figuras, momerías para divertir a su clientela con todos los sarcasmos posibles acerca de las obras que desprecia. ¿Para qué las reseña si las desprecia, si ni siquiera las lee ni aquilata? Porque su tarea no es la de orientar al lector, sino exclusivamente la de burlarse de los autores y de los libros que odia y parodia.

Momo, el crítico, no necesita ser un versado en poesía para burlarse de la poesía y de los poetas que no son sus predilectos. Y hasta con sus predilectos es momesco, porque dice cosas graciosísimas, chistosísimas, que pretenden ser halagos, pero con la inocente ingenuidad (es pleonasmo, pero así es Momo: pleonástico) de quien no sabe nada de lo que habla pero habla como si supiera algo. Eso se nota.

No se necesita ser autocomplaciente para detectar al momero. El gran pintor y dibujante Julio Ruelas (1870-1907) hizo un autorretrato al aguafuerte en el que representa magistralmente a “La Crítica”, un icono del resentimiento (entre mosquito, ave de presa, murciélago y homúnculo) que clava las garras de sus patas en las sienes del pintor y se dispone a envenenarle la atormentada frente.

Stephen Vizinczey ha escrito que en algunos países, como Francia, Estados Unidos e Inglaterra, donde el poder de la crítica literaria, aunado al de la publicidad, es inmenso, ese poder tiene la fuerza para determinar lo que la mayoría del público lector leerá y, de este modo, decide la vida o la muerte de un escritor, sin importar si escribe buenos o malos libros. Como la poesía casi no tiene crítica, ese poder es todavía mayor, porque un buen libro de poemas pasa inadvertido o es despachado con una notita de desprecio escrita por alguien que jamás en su vida ha escrito algo parecido a un poema, pero que se siente con derecho al sarcasmo, porque en el fondo vive atormentado por su impotencia. Momo, el crítico, es burlesco para juzgar la obra ajena, porque es impotente para crear algo propio.

El poder de la crítica literaria, concluye Vizinczey, no tiene nada que ver con la calidad y la verdad de los juicios, sino que se sostiene, en gran medida (y esto la crítica lo sabe), en el hecho de que a la mayoría de los lectores les repugna encontrarse solos en sus opiniones, preferencias y desavenencias.

En esto no hay duda: “Se necesita valentía moral para que una persona diga: ‘Esto es una basura, aunque todo el mundo diga que es arte supremo' o ‘Me encanta este libro, es un libro magnífico, y no me importa si todos los críticos le dieron con un palo'. Es mucho más agradable la sensación de que uno comparte la opinión de los ‘expertos', los críticos de los periódicos y revistas más estimados.”